domingo, 13 de febrero de 2022

LA ISLA DE LOS MUERTOS

 

LA ISLA DE LOS MUERTOS.

Arnold Böcklin. 1883

El poema de Konstantino Kavafis, "Camino a Itaca", nos dice que lo importante del viaje es el viaje en sí, y no a dónde nos lleva. El cuadro en realidad son cinco cuadros, las cinco versiones que Böcklin pintó entre 1880 y 1886 para distintos comitentes. La tercera versión fue mucho más popular, y es la que tenemos en la imagen, y fue hecha por Böcklin tres años más tarde por encargo en 1883 de su galerista y marchante Fritz Gurlitt, que fue quien le puso el título al cuadro. En 1933, la pintura fue adquirida por Adolf Hitler y colgada tanto en el Berghof en el Obersalzberg como en la Cancillería del Nuevo Reich, hoy en día está expuesta en la Alte Nationalgalerie de Berlín.




Irónicamente, la cuarta versión fue destruida en un bombardeo en la Segunda Guerra Mundial. Una isla mítica de los muertos, así como un viaje en barco al más allá, existen en muchas mitologías y religiones: el montículo primitivo en el antiguo Egipto, Elysion en la antigua Grecia, el Jardín del Edén en la Biblia o Avalon en la saga artúrica.

¿Porqué esta obra fascinó a tanta y tan variada gente…? Lenin, Freud, Munch, Nietzsche, Dalí, Rachmaninov…Roger Zelazny en la literatura, August Strindberg en el teatro, Tony Garnier en la arquitectura, en el anime de Kuroshitsuji, donde la isla de los muertos es un santuario para los demonios, o incluso tenemos varias referencias en el cine, por ejemplo en la película estadounidense Dead Silence (2007) el protagonista llega a un paraje con un intencionado parecido con el cuadro, y aunque no se verbaliza, es claramente el lugar en que se desarrolla. Otra es El afinador de terremotos, la película de los hermanos Quay, también en la película Alien: Covenant (2017), el altar donde el androide David enterró a la arqueóloga Elizabeth Shaw tiene una inconfundible similitud con el cuadro o en la película "La Isla de los Muertos" (Isle of the Dead) de 1945, actuando Boris Karloff, aparece claramente en varias secuencias y la acción prácticamente transcurre en una isla semejante, con sepulcros excavados en la piedra.

Tan popular fue en una época que Nabokov cuenta en su novela “Desesperación” (1934) que reproducciones de la “Isla de los muertos” podrían “encontrarse en todos los hogares de Berlín”.

En esta obra Böcklin pinta a un remero y una figura blanca sobre una pequeña barca que se dirige hacia una isla rocosa. En el bote hay un objeto blanco. Lo lógico por el título y un poco de iconografía es pensar que la figura blanca es Caronte, el que conducía a las almas al Hades por la laguna Estigia, y en este caso está custodiando un ataúd.


En el pequeño islote hay altos y oscuros cipreses que, como todos sabemos, son generalmente árboles asociados a los cementerios y al luto, y su perímetro está vallado por acantilados muy escarpados. También hay vanos en las rocas, dando la sensación de ser sepulcros.

Por supuesto, como buen simbolista, Böcklin nunca explicó el significado de su pintura, y eso no hizo más que multiplicar su misterio. Los paisajes de Böcklin suelen ser sublimes, recónditos e inaccesibles, de naturaleza espontánea y peligrosa dramatizada por una luz rasante y cambiante. La luna, la noche, las ruinas y el cielo agitado hablan de su raíz romántica. Pero sabemos que cerca de su estudio en Florencia (era suizo, pero se fue a Italia a vivir) estaba el cementerio donde descansaban los restos de su pequeña hija María. Cabría recordar que la obsesión de Böcklin por la muerte se podría deber a que había perdido 8 de sus 14 hijos, y Que se sepa, Böcklin pintó cinco versiones de esta obra, además, el autor le pidió a Max Klinger que hiciese una serie de grabados sobre la obra, que se vendieron con mucha facilidad, e hicieron que este cuadro de Böcklin se convirtiese en una de las obras de arte más famosas de fines del XIX.  Las dos primeras versiones son de 1880 y se conservan en el Kunstmuseum de Basilea y en el Metropolitan Museum de Nueva York respectivamente. Según parece, Böcklin empezó con la versión de Basilea y cuando la tenía casi acabada, recibió la visita de una mujer llamada Marie Berna, que quería una obra para recordar a su difunto marido. Böcklin pintó para ella una segunda versión del cuadro, más pequeña, añadiendo el ataúd y la figura de blanco que vemos en el bote. Como le gustó el resultado, añadió estos dos elementos también a la primera versión.

El artista no quiso explicar nunca su significado, por lo que a día de hoy sigue siendo un cuadro deliberadamente ambiguo, abierto a múltiples interpretaciones, o quizás sea mejor hablar de sensaciones. Un pequeño bote, conducido por un remero a quien muchos han querido identificar con Caronte, se acerca al embarcadero de una isla rocosa. En la proa, podemos ver a una figura de pie, envuelta en una capa o sudario blanco, y un objeto colocado transversalmente que podría ser un ataúd, también cubierto con una tela blanca y decorado con guirnaldas. El bote avanza lentamente, sin alterar lo más mínimo la superficie inmutable del agua. En las paredes de la isla hay excavados unos nichos o cuevas; sobre una de estas aberturas, a la derecha, aparecen las iniciales del artista “talladas” en la roca, quizás, como una referencia a su morada final. Estamos ante una obra donde en ella se desarrolla un mito, el de Caronte. Caronte era el barquero de Hades, Dios del inframundo, que se encargaba de llevar las almas de los fallecidos de un lado a otro del río Aqueronte. Caronte solo transportaba el alma si tenía dinero para pagar aquel "viaje", por ello a los muertos se les enterraban con un óbolo, que era una moneda griega, bajo la lengua.


No hay nada más universal que la muerte, quizás también el amor, pero posiblemente algo menos. La muerte es un tema sin duda fascinante, por lo que de ahí exista tanta admiración misteriosa en tanta gente. Para admirar el cuadro, es aconsejable, como banda sonora, una maravilla de Rachmaninov, otro admirador del cuadro de Böcklin, que decidió componer este poema sinfónico tras ver la obra, a la que titula "La Isla de los Muertos"...La duración aproximada de la pieza oscila entre los 20 y los 28 minutos. La música comienza suavemente, con un movimiento de vaivén que sugiere el rumor de las olas mientras Caronte rema por el río Estigia. A lo largo de esta obra, Rajmáninov logra imitar el movimiento del agua y del remo de Caronte. Al comienzo de la obra, el tema principal se repite en un prolongado crescendo. En la sección central, la orquesta explora distintas variaciones del tema, hasta llegar a un momento de silencio tras el cual, al igual que sucede en varias de sus obras, Rajmáninov introduce el motivo de la música del Dies irae como referencia a la muerte. Al mismo tiempo, el vaivén de la música también sugiere el sonido de una respiración, indicando de esa manera que la vida y la muerte se entrelazan.




Arnold Böcklin, encuadrado plenamente en el movimiento simbolista, nació en 1827 en la ciudad suiza de Basilea y desarrolló gran parte de su actividad artística en Italia, falleciendo en Fiesole, una localidad cercana a Florencia, en 1901. Pese a no ser uno de los pintores simbolistas más renombrados, sus cuadros presentan siempre un gran atractivo rayano en la fascinación, con especial gusto por los paisajes de ruinas románticas y las escenas mitológicas. Uno de sus cuadros más conocidos, además de la serie de La isla de los muertos, es sin duda su autorretrato pintado en 1872, donde la aportación simbolista corre a cargo del descarnado esqueleto de la Muerte que aparece, tras él, tocando en el violín los ásperos acordes de la Danza Macabra, como vemos en la imagen anterior.

 

La isla de los muertos” es a la vez invitación, despedida y entrega. Invitación si en la isla está a quien amamos y se fue, en la isla podemos buscar y reencontrarnos, despedida si somos nosotros quien vamos con el supuesto Caronte y que, aun sin saberlo plenamente, vamos en la embarcación y no veremos más a los que aquí permanecen, salvo en nuestra creencia en el reencuentro en el más allá; pero también puede ser entrega si somos Caronte o somos quien está de pie atrás del féretro y muy a nuestro pesar entregamos al más allá a quien queremos realmente que se quede aquí...Realmente, La Isla de los Muertos, existe, y hay una pequeña leyenda adosada a ella, según la cual un soldado francés, disparando un cañón hacia Perast, el proyectil penetró en la casa de su amada y la mató, y luego se acostó con ella en un ataúd. La isla de los muertos está cerrada para visitas oficiales, sin embargo, a menudo es posible ver en ella a residentes locales o turistas que buscan tocar las antiguas murallas o pasear por el antiguo cementerio. Perast es una localidad de Montenegro que cuenta con 349 habitantes y está situada en la Bahía de Kotor, en la orilla del Adriático, a pocos kilómetros al noroeste de Kotor. Cerca de la población se encuentran dos pequeñas islas, el Islote Sveti Dorde (Isla de San Jorge) en el que se ubica un monasterio benedictino del siglo XII y Gospa od Škrpjela, (Nuestra Señora de las Roca) pequeña isla artificial de 3030 m² en la que existe un antiguo santuario dedicado a la Virgen de la Roca. En esta denominada Isla de San Jorge, es en la que se inspiró en artista para su obra "La Isla de los muertos".



Un alma moribunda es conducida por Caronte hacia una isla con cipreses elegiacos en su centro en la que hay varias villas. Algo en ella remite a los cementerios. Pintó varias versiones con los mismos elementos, como ya hemos advertido al principio, y algunas más naturalistas que otras, pero la primera es la más fantasmagórica, que es la que observamos a continuación.

 


La criatura humana, alejada de la animalidad, se considera racional, y en posesión de la verdadera conciencia de la muerte, por esa razón, llaman poderosamente la atención y nos atraen los temas sobre la muerte, de igual manera que lo hace el amor, en su término más romántico, y casi se diría que trágico o fatal. las obras de arte, son prueba de ello, y así pasa exactamente lo mismo entre lo prohibido, y lo permitido.


Aingeru Daóiz Velarde.-  


sábado, 8 de enero de 2022

EL FINAL DEL BAILE

 

EL FINAL DEL BAILE

 Rogelio de Egusquiza. (1879)




Rogelio de Egusquiza, uno de los pintores españoles más célebres del siglo XIX, comenzó a trabajar con el pintor académico Leon Bonnat y, a partir de entonces, disfrutó de una carrera muy exitosa. Finalmente se mudó a Italia, donde se convirtió en una figura central de la colonia artística española, íntimamente relacionada con el círculo de artistas españoles que incluía a Mariano Fortuny y los hermanos Madrazo. Colaboró ​​con éxito con el pintor italiano Mariano Fortuny y su estilo se volvió más colorido y preciso como resultado.
En Italia también conoció al compositor Richard Wagner y desarrolló una amistad que tuvo una influencia importante en sus obras posteriores más grandilocuentes y trágicas.

El precioso vestido rosa rubor, entallado en la cintura, de corte largo y vuelo en los bajos, adornado elegantemente con rosas de diferentes tonalidades especialmente para la ocasión, dan el color a la imagen principal del cuadro, secundada por la figura masculina, elegante, en la que se adivina un pantalón de pinzas al uso, con camisa  bordada y chaqueta de final de siglo abierta, de color oscuro, que da paso y figura a la exquisitez del vals cruzado, cuyo paso previo al giro de molinete, da elegancia a la posterior caminada normal, y luego también cruzada, primero de izquierda, derecha, y centro.  A la derecha de la imagen, un conjunto floral que complementa la belleza de la imagen, en cuyo fondo, dos damas descansan retocando una de ellas el pliegue de su vestido, a la luz de una lámpara de mesa.


El presente trabajo revela al artista en el apogeo de su habilidad, tanto compositiva como estilísticamente. Vestida con el traje tradicional del siglo XIX, la pareja está representada bailando un vals, una danza popular de finales de siglo.

El artista combina la representación de una mujer elegantemente vestida con hermosas rosas y la atmósfera de la Belle Epoque.

Desde su visión de la sala, Egusquiza puede concentrarse no solo en los animadores en primer plano, sino también en lo que está sucediendo detrás de la escena. Como tal, el ojo del espectador se dirige hacia la parte posterior de la sala y más allá de la actividad detrás de las cortinas.


Los pies de la dama, casi parecen flotar, y su torso, descansa en el masculino hombro, en el cual, apoya al tiempo su brazo izquierdo, dejándose llevar en la nube de danza que escenifica el sonido envolvente y embriagador, casi divino, del Vals número dos de Dimitri Shostakovich.


Las luces y sombras, son perfectas para la ocasión. El encanto que brinda el aroma de la música, y la fragancia dulce y penetrante a jazmín de la dama, a cuyo vapor embriagador, sucumbe el caballero en un éxtasis que le arropa a conducir los pasos, con la dulzura y suavidad de un ensueño con la elegancia que requiere el alma al son del compás, llenan la escena de esa plenitud de colores que sólo la imaginación de los amantes es capaz de captar. 


La tela suave y densa del bajo femenino, vuela al viento del movimiento magistral de lado, como si de una nube de pétalos se tratara, y el brazo derecho, suave como la seda del paño que viste, se deja conducir por el sereno movimiento del izquierdo del caballero embelesado por la música, y la belleza que atraviesa su alma, aferrada a él, como si formaran un conjunto de una misma pieza de arte sublime.


La escena, en su conjunto, se centra casi entre dos luces, al final de un salón que se entiende repleto, y se adivina en un silencio, una frase, cuya tonalidad en do menor, proporciona la elevada sensación que junto a los acordes de la música, dan ese momento de magia a la escena, en la que el alma de los dos bailarines,  alcanza su máximo esplendor.

Un movimiento de sístole, y otro de diástole, intensifican si cabe el suspiro del alma que esperaba desde un atardecer cualquiera en el tiempo, quizás la declaración de intenciones, la promesa, la palabra de honor que diera comienzo al albor de la ilusión con el color de las pinceladas limpias de un contacto de manos al son de una danza.


¿Quién fuera capaz, de pintar el arte del sentimiento más profundo de la humanidad?, ¿quién fuera capaz, de escenificar el arte de una baile de miradas sin mirar, y una declaración escondida en su acorde perfecto?...Aquel quien, capaz de soslayar la ilusión que lo conduce a la muerte fatal del romanticismo, es capaz de adivinar con palabras, seguidas de frases, los efluvios de lo que el corazón, sólo es capaz de sentir, al son de un sonido de vals.


Aingeru  Daóiz Velarde.-

 

 


ALEJANDRA PIZARNIK. LA ÚLTIMA POETA MALDITA.

ALEJANDRA PIZARNIK. LA ÚLTIMA POETA MALDITA.


Alejandra Pizarnik nació, dicen, con la oscuridad en su alma, y escribir, para ella, era transformar el dolor en palabras que penden de los versos silenciosos de su poesía, unas letras donde invocar los fantasmas que acosaban su vida, donde reparar heridas en el camino, evocar deseos y ambiciones ocultas.





Ahora, en esta hora inocente yo y la que fui nos sentamos en el umbral de mi mirada…escribía Alejandra, y lo hacía con el arte de interpretar los silencios, porque como dijera Miles Davis, el silencio es el ruido más fuerte, quizás el más fuerte de los ruidos. Los silencios, para ella, eran los sentimientos o experiencias que se escapan de las palabras. Su rebeldía, su aire trágico y su pasión, se nutrieron de sus propias tinieblas para tejer una poesía única e irrepetible…”Alguna vez de un costado de la luna, verás caer los besos que brillan en mi. Más allá del olvido”...Decía Alejandra Pizarnik, y tambien “Buscar no es un verbo, sino un vértigo. No indica acción. No quiere decir ir al encuentro de alguien sino yacer porque alguien no viene”. Navegó como nadie, entre la locura y lo onírico, para dejarnos una obra excepcional.

Nos habló de jaulas, del amor en lo imposible y en lo lejano, de andaduras en el desierto, de miradas sin ver nada, de ojos, de piedras pesadas, de fuego incesante y de nuevo, siempre, de soledad… “Estoy ebria de soledad, de espera, de deseos abstractos, de entidades llenas de designios mágicos. ¡Qué noche para morir! ¡Qué instante para hacer el amor!“…siempre soledad, “¿Qué soledad es ésta, llena de otro, con sus ojos y sus manos y sus cabellos poblando la aparente soledad de tu noche?“…”Pero hace tanta soledad que las palabras se suicidan”.

Nos habló de miedos, de vacíos, de una niñez teñida de desencantos, decía que el cielo tiene el color de una infancia muerta, y se sumergió en la poesía y en las anfetaminas para dar alivio a sus oscuros pensamientos.

Nadie exploró como ella el sufrimiento y hasta la locura; era esa mujer desdoblada que decía tener en su interior gemelas muertas, la que era ella misma en la soledad de sus silencios, y la que jamás se atrevió a ser. Buscó la sombra de Julio Cortázar y el poeta mexicano Octavio Paz. Este último es quien le escribe el prólogo de su libro de poemas Árbol de Diana (1962). Leerla es sumergirnos a partes iguales en el romanticismo, el surrealismo, el universo de lo gótico y también en el psicoanálisis. Un universo singular que no deja a nadie indiferente. “Qué belleza guardan aquellos que no encuentran su lugar entre tanta gente; no es soledad, es un privilegio no encajar”. ¿En dónde hallar una presencia humana que me calme?. Nunca nadie lo pudo, ni amigos, ni amantes. Solo fantasmas que he amado hasta pulverizar mi conciencia y mi memoria”…






Nacer en Avellaneda, un suburbio de Buenos Aires, probablemente, no fue nada fácil para Alejandra Pizarnik. Su familia era de origen ruso-judío, y arrastraban de forma permanente el dolor de haber dejado su país de origen, las marcas del Holocausto, del horror y las pérdidas personales vividas durante la guerra. Esa sombra debió crear una impronta temprana en ella. Una herida heredada que se agrandó aún más por un físico que no aceptaba, el rechazo de una madre que valoraba más a su hermana, y por una salud en la que el asma y la tartamudez limaron gran parte de su infancia. Todo ello hizo que, desde bien temprano, se percibiera distinta, dentro de un personaje en el cual, no se reconocía.


“Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo. Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos”…Gran parte de la obra de Alejandra Pizarnik orbita alrededor de dos esferas: su infancia en Buenos Aires y su fascinación por la muerte, así, escribía : “Extraño desacostumbrarme de la hora que nací. Extraño no ejercer más oficio de recién llegada”…”Sólo es posible vivir, si en la casa del corazón arde un buen fuego”.


“Simplemente no soy de este mundo… Yo habito con frenesí la luna. No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva… No puedo pensar en cosas concretas; no me interesan. Yo no sé hablar como todos. Mis palabras son extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie… ¿Qué haré cuando me sumerja en mis fantásticos sueños y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver”…y no supo, ni quiso volver. Se quitó la vida en 1972 con 36 años, tomando 50 pastillas de seconal. Ya no hay vuelta atrás, finalmente Alejandra Pizarnik halló su liberación.


No obstante, fue un fin anunciado, porque pasó toda su existencia de puntillas, en ese abismo al que se asomó en diversas ocasiones. Hasta que al final, halló la liberación para sus tormentos, ya que en sus oscuridades, no encontró fuego en el corazón, y se apagó así misma, se extinguió, arrimándose a la luz de la noche, y quemándose en la llama de una vela, que ella misma había encendido en lo más profundo de su alma, atravesada por el arco iris que intentaba brillar en las sombras de la sinrazón.





Su obra lírica se comprende en siete poemarios: La tierra más ajena (1955), La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958), Árbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno musical (1971).

Más tarde se realizaron diversas publicaciones de sus últimos poemas, obras teatrales como los poseídos entre lilas y la novela La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa. Cabe destacar también uno de sus relatos más célebres y llamativos: La condesa sangrienta, esta última, en clara alusión a La condesa Erzsébet Báthory de Ecsed, o Isabel Báthory.



El hastío, el sopor del alma, una pegajosa melancolía que colapsaba su corazón hasta impregnar sus poemas, una tenaz apatía por salir de sí misma, o de esa prisión que se había encerrado en su alrededor, plagada de miedos, de soledad, otra vez aquella soledad, y sobre todo, de silencios, de profundos y eternos silencios. Alejandra Pizarnik fue la última poetisa maldita, esa gran escritora que nos sigue sobrecogiendo con sus versos, con su voz lejana pero siempre rotunda…” Mata su luz un fuego abandonado. Sube su canto un pájaro enamorado. Tantas criaturas ávidas en mi silencio y esta pequeña lluvia que me acompaña”… siempre intensa, a veces lúdica y a veces visionaria, a veces, como intentando el regreso de aquella soledad que la aplastaba, la oprimía hasta dejarla sin aliento y, sobre todo, sin esperanza, huérfana de consuelo, asesinada por la ilusión, ensombrecida por el desaliento.


Aingeru Daóiz Velarde.-







martes, 4 de enero de 2022

EL PINTOR MALDITO

EL PINTOR MALDITO

La personalidad que nos acompaña en este recorrido, fue el protagonista, o mejor dicho uno de los protagonistas de la tragedia más sonada de aquella conocida vida bohemia del Paris que arañaba con descaro aquellos primeros años del siglo XX. Su leyenda negra, acabaría por darle el mismo color a su obra, plena del arte magnífico y casi diría que enigmático, de unos desnudos de una extraña elegancia, en la que representa a la mujer, la engrandece en su esencia mostrando en sus trazos la simplicidad de su ser, para poseerla en una especie de juego amatorio plagado de cubismo, pero con la lucidez suficiente para encontrar la realidad de la existencia, como lo hacía a la vez en unos retratos que al observarlos, atraviesan la mirada del espectador, dejando una sensación más que inquietante, profundamente turbadora.





No quisiera cansar demasiado al lector, pero antes de seguir adelante con esta historia, casi diría que más que trágica, fascinante, me gustaría descomponer el significado del cubismo, para aquellas personas que después de esta lectura, quieran acercarse a la obra de nuestro protagonista, quien en parte de su obra, experimentó un poco con esta técnica. El Cubismo es un lenguaje pictórico que replantea las formas, el volumen, el espacio y la perspectiva dotando a las obras de un carácter psicológico en que el espectador reconstruye la imagen en su mente para comprenderla en su totalidad. Los volúmenes, las luces y las sombras se descomponen en planos que crean diferentes puntos de vista. No se puede decir que se trata de un lenguaje abstracto ya que los objetos y figuras están claramente representados y son, en la mayoría de las ocasiones, reconocibles. El espectador se convierte en el cubismo en el organizador de la obra es, por lo tanto, un lenguaje con una fuerte carga intelectual y racional. Los colores utilizados en el cubismo tienen también un componente psicológico ya que están llenos de azules, ocres, marrones, grises, verdes … pigmentos asociados al raciocinio según el psicoanálisis clásico. Los temas más utilizados en el cubismo son las naturalezas muertas, bodegones, la figura humana y el retrato. Modgliani entraba dentro de este tipo de arte, y lo hacía por la puerta trasera, para posteriormente, después de su muerte, llenar las salas de exposición, ya que su fama rompía moldes, seguramente también, ayudado por su historia. Era conocido por sus retratos y desnudos en un estilo que se caracterizaba por el alargamiento de los rostros y las figuras, lo cual no fue bien acogido durante su vida, pero que logró gran aceptación posteriormente.


Si Baudelaire, en la poesía, fue aquel poeta maldito a quien Paul Verlaine nombra en su ensayo, por la sencilla razón en que llevó, o mejor dicho, llevaron esos poetas malditos un camino que les llevó a tener una vida maldita, es decir, una vida llena de tormentos e incomprensión, desde luego, Amedeo Modigliani, era sin duda el pintor maldito, retratado en el lienzo de la tragedia. Pablo Picasso, decía de Modgliani que sólo una persona como él, era capaz de saber vestir bien, y con elegancia, a pesar de que no tenían ambos muy buena amistad. Su indumentaria, a pesar de su escasa economía al igual que les ocurría a todos aquellos integrantes del arte en la vida bohemia, Modgliani vestía una elegancia, si bien desgastada, con un porte y una exquisitez que llamaba a la atención, como lo hacía con su singular y arrebatadora belleza, y unas dotes seductoras fuera de lo común, como fuera de lo común, era su afición a todo tipo de desenfrenos, ya que, aficionado al alcohol, y sobre todo la absenta, las drogas como el hachís y las mujeres. El artista italiano se bebió a tragos el París de la bohemia en noches de furia, borracheras, juergas, visitas a la comisaría y la frustración de ver que las musas pasaban de largo al llegar a su estudio, y también, desgraciadamente, desde muy temprano, lo acompañó la enfermedad, una enfermedad que bien marcaría su tragedia. Vivió en la miseria, pero en plenitud, y ya a finales de 1919, su muerte era tan anunciada, que bien podría haber servido de argumento a la novela de García Márquez, el mismo Modgliani pudo quizás llegar a enterarse de la noticia, pues devorado por la tuberculosis y con 36 años, se le escapaba la vida entre suspiros ruidosos en su pecho y esputos de sangre, pero la voracidad del mercado artístico, atento como un ave carroñera al nauseabundo hedor de la muerte, y del filón que suponía el legado del último de los bohemios y su tragedia, hizo que se vendieran a la vez tres de sus obras, dos meses antes de fallecer.

En la imagen siguiente, La femme à l'éventail (Lunia Czechowska) - Amedeo Modigliani. Cuando en 1920, un año después de pintado este cuadro, Modigliani agonizaba, tres mujeres estuvieron a su lado, Jeanne Hébuterne, Hanka la esposa de Zborowski y Lunia Czechowska. Este cuadro en concreto, fue robado el 20 de mayo de 2010 del Musée d’Art Moderne de la Ville de París junto con otros cuadros de Picasso, Matisse, Braque y Léger y cuyo valor conjunto superó los cien millones de euros. Hasta la fecha no han sido recuperados.





La suerte, que se pasea envidiosa por encima de las cabezas de los mortales. El azar, la casualidad que nace de la nada y se basa en el destino, es esa misteriosa circunstancia que no se alió en absoluto con Amedeo Modigliani, pero no sería él quien escribiera el último párrafo de su tragedia, sería su última compañera, quien, como si se tratara de un apasionado relato de trágico romanticismo hasta su última consecuencia, de un epitafio escrito con lágrimas negras en la piedra caliza de un sepulcro maldito, escribiría el drama en el que intervienen la pasión y la fatalidad, el amor y, quizás la desesperación de la siniestra locura, en un funesto desenlace, más que dramático, se diría que terrible, del que ni siquiera mi personal imaginación de escritor de relatos, es capaz de dibujar en el último cuadro de la vida de Modgliani…Toda una historia de amor, enterrada en un mito, y lapidada en la más cruel de las tragedias de la que nadie es capaz de imaginar, ni en la peor de las pesadillas.


La joven Jeanne Hébuterne, su última compañera sentimental, madre de una niña que tenían en común, y embarazada ya de nueve meses a punto de dar a la luz a otra criatura, horas después de la muerte del pintor maldito, se suicidaba arrojándose por un balcón. Una joven amable, tímida, tranquila y delicada, que se convirtió en el tema principal de la pintura de Modigliani. Ella, que trajera al mundo una niña a la que dio su mismo nombre, y que fue entregada al nacer a una institución, para asegurarle unos cuidados que sus padres no podían darle, pero no fue dada en adopción. Jeanne saltó por la ventana del quinto piso de su antigua habitación en el apartamento de sus padres...Por aquel entonces, el padre de Jeanne trabajaba como cajero en una mercería. Era un hombre cultivado, apasionado de la literatura del siglo XVII, convertido al catolicismo, de costumbres austeras, por lo que no vio con buenos ojos su relación con el pintor judío al que consideraba un depravado, y que posiblemente lo fuera, pero, a pesar de la opinión de su padre, Jeanne se instaló con Modigliani en la rue de la Grande-Chaumière, en Montparnasse. Días antes de la muerte de Modigliani, los padres de Jeanne Hébuterne y su hermano André discutían sobre su futuro y el de sus hijos ilegítimos. El 27 de enero Modigliani fue enterrado como un príncipe en el cementerio de Père-Lachaise después de que el cortejo fúnebre formado por toda la comunidad de artistas bohemios acompañara su cuerpo por las calles de París. Jeanne, en cambio, fue enterrada en secreto por sus padres en el cementerio de Bagneux. No fue hasta diez años más tarde cuando Emannuele Modigliani, el hermano mayor del pintor, convenció a la familia Hébuterne para trasladar los restos de Jeanne a una tumba junto a la de Amedeo, en el cementerio de Père Lachaise. Desde 1930 reposan juntos bajo el epitafio: "Compañera devota hasta el sacrificio extremo"...Sobran más palabras para escribir un epitafio del resultado de la más cruel de las tragedias. Mientras, en uno de esos viajes de cultura y recuerdo romántico a la melancolía, un viajero anónimo deposita una rosa negra en recuerdo de una mirada y una cálida caricia en un atardecer. En la siguiente imagen, Jeanne Hébuterne.





Desde que fuera su musa, nunca, jamás, retrata a su amada desnuda, y siempre en escenas de interior, con escaso mobiliario y actitud recatada, esa era su musa, esa, su imagen, la imagen de su verdadero amor, ese amor que no soñaba en las noches lascivas de soledad, el amor verdadero del que era capaz de dar hasta el último estertor de la muerte, y con la mirada de la muerte, postrado en la cama, de un lado, el abrazo de la tuberculosis, del otro, la mano temblorosa de Jeanne Hébuterne que, conocedora de su triste realidad, escribiría el final de un relato que marca la lectura de una vida, la entrega de su sacrificio, engendrado sin oportunidad de ver la luz en el aurora del amanecer. En la imagen siguiente, retrato de Jeanne Hébuterne, sentada, en 1918.





De todas las mujeres que pasaron por su vida, y también por sus vicios, solo dos dejaron una huella imborrable, pero sólo una merece la pena recordar, ya que este artículo engañoso, no conduce realmente a la vida y artes de Modigliani, primero, porque como pintor maldito, no lo merece, y segundo, porque como aficionado a relatos escondidos detrás del oscuro telón del romanticismo melancólico y, a veces, siniestro, mi atención es para Jeanne Hébuterne. De las dos mujeres a las que me refiero, una es Beatrice Hastings, y la otra, por supuesto, Jeanne Hébuterne. La primera, que compartía nombre con la musa de su adorado Dante, era una poeta británica que viajó a París en busca de aventuras. Lo suyo no fue un flechazo, pero vivieron un tórrido romance. El whisky y los celos fueron malos compañeros de un viaje al infierno. Beatrice Hastings también se convirtió en una de las musas de Modigliani, gracias a ella, volvió a la pintura, ya que había renunciado a pintar como resultado de la falta de éxito y se había volcado en la escultura.


En ese momento, comenzó a desarrollar ese estilo inconfundible que lo haría inmortal. Pintó a su musa y amante Beatrice más de diez veces, en retratos que muestran a una mujer segura de sí misma, pero que fue interpretada con gran sensibilidad por su amante. Pero la tormentosa relación entre Hastings y Modigliani también tuvo sus desventajas, porque el consumo de opio y alcohol del artista, afectado por una delicada salud desde su infancia, aumentó considerablemente. Además, a menudo se producían enfrentamientos feroces entre los dos personajes de fuerte carácter. La relación amorosa finalmente terminó después de dos años, en el verano de 1916. Ambos recurrieron a nuevos amantes: Modigliani se iría con Simone Thiroux, estudiante de arte nacida en Canadá y amiga de Beatrice Hastings y Hastings se iría con el escultor Alfredo Pina.Finalmente, Amedeo Modigliani encontró su último gran y trágico amor en la persona de Jeanne Hébuterne. Beatrice Hastings abandonó su disoluta vida parisina en 1931 y regresó a Inglaterra, donde no pudo disfrutar de un reconocimiento profesional. Sola, enferma y empobrecida, el 30 de octubre de 1943 Beatrice Hastings se suicidó en su apartamento de Worthing (Inglaterra). En la imagen siguiente, Retrato de Beatrice Hastings por Amedeo Modigliani en 1915.





Pero, en realidad, el primer y último amor de su vida fue Jeanne Hébuterne, a la que llamaban Noix de Coco, un corazón entregado, con un espíritu angelical y casi se diría que trazado en un cuadro al óleo por Dios, con un semblante divino de de ojos claros y largas trenzas rubias, que hacía sus esencia como pintora en una academia de aquel París de las luces, y también de las sombras, porque a pesar de las luces, sombras, las hubo, y fueron muchas.

Volviendo de nuevo sobre su arte, tras años buscándose sin acabar de encontrarse, el príncipe vagabundo de Montparnasse, en apenas cinco años, desarrolló una corta pero deslumbrante carrera, deslumbrante y triunfal, se entiende que después de la tragedia de su muerte, y sobre todo, después de la muerte de Jeanne. Modigliani había coqueteado con la escultura, pues, sin duda, era un maestro del dibujo que pensaba en piedra, pero se consagró como un grandísimo pintor, con sello propio, reconocible a primera vista, pues su característica es que alargaba en exceso el cuello de sus modelos, cuellos alargados como si fueran cilindros, miradas ciegas sin apenas pupilas, a imitación de máscaras, cabezas ladeadas que irradian melancolía, trazos repletos de una expresión muy particular, creando así una pincelada propia que sólo se parece a sí mismo. Hay una anécdota en este sentido, y fuera aparte de que el polvo del cincel dando formas a la piedra, no era muy bueno para su delicada salud, pero no fue el polvo arrancado a la piedra lo que dio final a su escultura, sino las bromas de sus amigos en su último viaje a Italia, que tras un ataque de rabia incontenida, arrojó sus esculturas al vacío en el canal de Livorno.





Tras la muerte de Modigliani, la perversidad del mundo muestra su esencia, pues su muerte, lo convirtió en inmortal. Los desnudos recostados de Modigliani, son símbolo de un nuevo arte cubista, y sus retratos, al igual que sus figuras cinceladas de piedra, casi dan pie a acariciar y venerar su historia, pero no es su historia la que prevalece en este escrito, sino la esencia del amor ciego, hasta sus últimas consecuencias, como lo fue la de aquella mujer que fuera su musa, y que desbordada por la vida, optó por saltar por encima de la barandilla que separa la muerte, y lo poco que le quedaba por luchar. Difícil decisión, que nadie es o puede ser capaz de juzgar. En la imagen siguiente, Desnudo Rojo, óleo sobre tela, 1917, de Amedeo Modigliani, subastado en 2015 por 170 millones de dólares.






A pesar de los intentos, es imposible desmontar el lastre romántico y bohemio del pintor maldito. Sus trazos de tragedia y melancolía, de vicios y frustraciones, de culto, seductor y atormentado en brazos de aquellas jóvenes que posaban ante él para servir su inmortalidad en un lienzo, o para satisfacer sus instintos en otros lienzos de cama, decidido caminante solitario, nos observa de reojo ante un caballete de madera, en una mano, la paleta, y en la otra, un vaso vacío que refleja la mirada ausente de Jeanne Hébuterne. Amedeo es, sin duda, uno de esos mitos frustrados, elevados a los altares, por el final solemne de la dramática fatalidad. Con elegante traje desgastado de pana, Amedeo atisba en la cercanía la sentencia que representará su imagen al mundo. Mientras, lienzos de mirada ciega observan expuestos en la pared la tez ladeada de Jeanne, en otra perspectiva. La desdicha, sirve de culto a la sinrazón. La Bohemia de París, rinde su último tributo.


Aingeru Daóiz Velarde.-



 


martes, 23 de noviembre de 2021

LAS VACUNAS DEL RESPETO

LAS VACUNAS DEL RESPETO


Un poco ya cansado de este asunto, tengo que confesar que me vacuné, y lo hice con Pfizer, porque era la que me tocaba en suerte. Probablemente si me vuelve a surgir, lo haga otra vez, aunque si bien es cierto, también tengo que decir que no estoy en condiciones de conocer qué tiene esta vacuna, ni tampoco aquellas que me pusieron cuando era un chiquillo, ni después en el Servicio Militar, ni ya cuando he sido más mayor, y al no ser ni médico, ni científico, desconozco también todo ese tipo de tratamientos para la larga lista de esas terribles enfermedades que asolan las vidas, y las almas de tanta gente, ni los efectos secundarios que producen, como también desconozco, a pesar de que intente leer y comprender esos largos prospectos, los efectos secundarios y demás circunstancias de todo tipo de medicamentos que se suelen utilizar de forma habitual tanto para las dolencias más comunes, como las más graves, pero ahí están, y también tengo que confesar que cuando los he necesitado, los he utilizado, pues a pesar de los pesares, no soy mucho de hierbas y esos tratamientos milagrosos a base de medicinas naturales, o como quieran llamarse, la verdad sea dicha.






Como leí no hace mucho por ahí en un documento parecido, y sobre el cual me apoyo para dar mi explicación, también desconozco lo que contienen las tintas para esos tatuajes tan significativos que acostumbra a dibujarse la gente en la piel, desde un simple nombre, una frase, o una bonita imagen. No se tampoco, y casi hasta prefiero no saberlo, lo que realmente contienen las salchichas de Frankfurt, o las longanizas frescas, las exquisitas hamburguesas, las masas de las pizzas, la coca cola, la rica ginebra del Gin Tonic de algún sábado, el contenido de otros refrescos u otros licores y no tengo ninguna intención de volverme abstemio, ni conozco el tratamiento de la carne de los mataderos, la morcilla, la txistorra, la forma en que alimentan a esos animales para el consumo y el comercio, el pescado o el marisco con sus metales pesados, dicen y hablan de mercurio o incluso arsénico, ni siquiera si las verduras u otros alimentos del campo han sido tratados con sustancias transgénicas o no transgénicas, al igual que frutas sin hueso cuando deberían tenerlo, o uvas sin pepitas y un largo etcétera.


Tampoco tengo en cuenta la elaboración del vino en sus distintas variedades, ni si su conservación o almacenamiento lleva consigo algún tipo de manipulación que pudiera resultar preocupante, o si la curación del jamón y su manipulación lleva un proceso higiénico adecuado, ni conozco hasta qué punto puede resultar perjudicial por sus ingredientes el jabón o el champú, el desodorante de varios tipos, las cremas corporales o las colonias y perfumes, porque mi Invictus es intocable.

También desconozco, ya que estamos en ello, el efecto del uso a largo plazo de la telefonía móvil, del ordenador, de Internet, o de las propias redes sociales y sus consecuencias, o de los mismos males de la televisión. No se tampoco, y me resultaría muy difícil saber si en el restaurante donde casi siempre invito yo a comer o cenar, se ha cocinado con la higiene adecuada, y la calidad de los alimentos es la que debe ser, o si el cocinero o el ayudante se han lavado las manos después de orinar entre plato y plato, o si el agua embotellada tiene todos los requisitos de salubridad, o los ingredientes del arroz o la pasta son naturales o no, y un sinfín de cosas que aparentan hacernos la vida más fácil y placentera.





No estoy de acuerdo con que se le cuelgue una estrella de David a todas esas personas que han decidido no vacunarse, como hicieron con los judíos en su momento, ni que se les obligue a hacerlo, ni mucho menos que se les trate como apestados, o se les culpabilice de la expansión de este bicho que en vez de unirnos, nos separa, no, y lo digo con mayúsculas, NO. Pero, dicho esto, tampoco me gusta que me comparen con ovejas, o rebaños, o que me traten como un ignorante de la vida, porque no sería justo, de hecho, no lo es, y es lo que en muchos casos, casi todos los días y a todas horas, intentan hacer aquellos que han tomado la libre decisión de no vacunarse, y si me permiten, me voy a ahorrar el adjetivo con que se les suele conocer, porque no me gusta, la verdad sea dicha.


Si conozco, y sí se, como decía aquel artículo en el que me he inspirado intentando elaborar este, que quiero poder vivir, y por esa razón, confié en la ciencia y en mi doctora cuando dijo que la vacunación era necesaria. Estoy vacunado, no para complacer al gobierno, porque al gobierno actual, le pueden dar por aquel sitio donde la espalda pierde su noble nombre, no sé si me entienden…Y no soy ninguna oveja, ni formo parte de ningún rebaño, y me considero un buen español que ama a mi patria, tanto como el que más, porque estoy en condiciones de asegurar que mi nuca ha podido formar parte del blanco de tiro de algunos hijos de…Pero me vacuné, y lo hice para poder disfrutar de tomarme una cerveza en un sitio a gusto, con buena música y mejor compañía, y poder bailar mis sevillanas, salsas o bachatas, y olvidarme de esta mierda, con perdón, que sacaron de algún lugar en China y se les fue de las manos, y de eso estoy tan seguro, como de que en verdad, existe, y mata, y lo hace además mucho, ya que por desgracia, lo he podido ver muy de cerca, y no con casos con patologías previas, ni por asomo de la casualidad.


Me vacuné, porque quiero vivir sin el morral que nos imponen las circunstancias, irme de vacaciones, besar, abrazar sin miedo o precaución, y un sinfín de cosas que hoy por hoy, hago, con demasiadas restricciones e inconvenientes.






Finalmente, antes de despedirme, quisiera recordar un hecho histórico que ocurrió hace tres siglos, cuando la viruela, se llevó la vida de más de 60 millones de personas solo en Europa, y un español, Francisco Javier Balmis, a bordo de la corbeta María Pita, el nombre de una heroína española, llevó en una expedición con el nombre del doctor Balmis, con la ayuda de su colega José Salvany y de la enfermera Isabel Zendal. Una expedición que logró una proeza técnica: mantener la vacuna activa durante viajes transoceánicos. Fue la primera expedición sanitaria de ámbito mundial, en la que 22 niños huérfanos, serían el recipiente humano de la vacuna. Al llegar a América, la expedición Balmis llevó la vacuna a la ruta del Caribe: Puerto Rico, Cuba y México, durante tres años. A continuación, la expedición se dividió. El grupo de Balmis, con Isabel Zendal y 26 niños mexicanos partió hacia Filipinas, Macao y Cantón, llevando la vacuna a Asia. El otro grupo, dirigido por el segundo de Balmis, el doctor José Salvany, puso rumbo a Latinoamérica, a Venezuela, Colombia, Bolivia, Perú y Chile, a través de la cordillera de los Andes. Todos los países conocían la vacuna de Jenner, su descubridor, contra la viruela, pero ninguno puso en marcha un proyecto tan ambicioso, pero la corona española sí, orgulloso de mi patria por delante. Balmis consiguió dar la vuelta al mundo y vacunar a la población en solo dos años y medio. Mientras que Salvany extendió la vacunación por Sudamérica. Con la difusión de la vacuna se frenó la mortalidad y, por tanto, se favoreció el crecimiento económico de los territorios. No hay en la historia de la Humanidad un ejemplo de filantropía tan noble y extenso como este de la Expedición Balmis, a pesar de que a lo mejor algún día, los presidentes de naciones hermanas nos exijan pedir perdón, o lo hagan podemeríos y otras basuras que pululan por el gobierno de nuestra nación, queda advertido.





Los que se niegan a las vacunas, pueden decir lo que más les plazca, y conjeturar todo lo que quieran esas personas que son reacias a la vacunación, son libres para hacerlo, y merecen mi respeto, por eso, yo, también pido ese mismo respeto, y sobre todo, pido comprensión…Que no nos separe este virus, y respeten mi decisión, igual que yo respeto a los que deciden lo contrario. No involucren a nadie con la idea de no vacunarse, o de hacerlo, que cada cual se informe en los medios adecuados, y no por internet, o Facebook, consulten a sus médicos, y por favor, eviten esas propagandas baratas que sólo se utilizan en muchas ocasiones para desinformar. Muchos grupos de las redes sociales, están repletos de gente que ejerce la función de divulgar el miedo y la inseguridad, y eso es una gran pena. Déjenme vivir, y decidir, por favor. Pido humildemente disculpas si alguien se ha sentido ofendido. El que crea interesante mi pensamiento, que lo comparta, y el que se sienta ofendido, que pase de largo, y que si lo considera necesario, que me borre de su amistad, o me condene al bloqueo, allá cada cual con su conciencia, Facebook lo hace de vez en cuando, así que estoy vacunado también de espanto. Sé que pierdo muchos amigos ahora, y que se convierten en mis enemigos para siempre, pero soy un caballero cortés, y si delante del enemigo, la cortesía puede llegar a ser heroica, delante de la incomprensión, para mí, es sublime, y me aferro al ideal del Glorioso para hundirme en la miseria, o en el memorable recuerdo, así que ya pueden disparar. Muchas gracias.

Aingeru Daóiz Velarde.-









sábado, 20 de noviembre de 2021

LA LEYENDA DE LA TORRE DE LA MALMUERTA, Y ALGO MÁS.


LA LEYENDA DE LA TORRE DE LA MALMUERTA, Y ALGO MÁS.



La Leyenda de los comendadores de Córdoba o leyenda de la torre de la Malmuerta está basada en un hecho histórico ocurrido en 1448 en la ciudad de Córdoba.




Fernando Alfonso de Córdoba era uno de los caballeros más relevantes de la ciudad de Córdoba, donde destacaba por sus enormes posesiones y su inmensa fortuna, y además gozaba de la amistad del rey Juan II de Castilla, padre de Isabel la Católica, lo que le proporcionaba una sólida y respetable posición en la Corte castellana.


Este noble estaba casado con Beatriz de Hinestrosa, dama muy joven y de gran belleza, a la que amaba profundamente. La dama era respetada y admirada a causa del lujo y posición social que había alcanzado con su matrimonio. Pero a pesar de ello, la pareja tenía una frustración, y era la de no haber tenido hijos, lo que enturbiaba la felicidad del matrimonio.
Las crónicas de la época señalan que ambos cónyuges hicieron todo lo posible por lograr descendencia, desde solemnes votos y promesas religiosas hasta conjuros de adivinos orientales y sortilegios de hechiceros mahometanos.



Un día recibieron la visita de dos primos de Fernando Alfonso, los comendadores Fernando Alfonso de Córdoba y Solier y Jorge de Córdoba y Solier, que eran hermanos de Pedro de Córdoba y Solier, obispo de Córdoba. Ambos visitantes eran caballeros de la Orden de Calatrava y cada uno de ellos era comendador en una localidad. El comendador Jorge de Córdoba se enamoró perdidamente de Beatriz y pronto ese amor pasó a ser una incontrolable pasión. Los comendadores continuaron durante algún tiempo en Córdoba y nada hacía sospechar que Jorge tuviera ni siquiera la posibilidad de declararle sus sentimientos a la bella esposa de su primo, aunque un acontecimiento totalmente imprevisto modificó sustancialmente el devenir de los protagonistas de esta historia.

El caballero tuvo que desplazarse a la Corte del monarca a petición del ayuntamiento de Córdoba. Su estancia en la Corte se alargó y las cartas de Beatriz comenzaron a ser menos frecuentes hasta que un día recibió una Corte de un fiel criado solicitando urgentemente su presencia en Córdoba por la infidelidad de su esposa con su primo, y sorprendiéndoles, los asesinó.





La leyenda de la torre de la Malmuerta, también conocida como leyenda de los comendadores de Córdoba, está basada en un hecho histórico del que da fe un cuadro de José María Rodríguez de Losada fechado en 1872 y que se exhibe en la Diputación de Córdoba. La venganza de Fernando Alfonso también alcanzó a otros individuos, entre otros a varios criados y familiares suyos.

No obstante lo anterior, hay una versión que cuenta que Fernando Alfonso de Córdoba mató a su esposa, creyéndola erróneamente adúltera, por lo que, arrepentido, solicitó perdón al rey Juan II de Castilla, quien según la leyenda le ordenó construir una torre en Córdoba como expiación por su crimen, llamándose desde entonces dicha torre la Mal-muerta. No obstante, la torre de la Malmuerta.

Ahora llega la curiosa historia, vestida de política, y es que resulta que la Diputación de Córdoba ha decidido cambiar de sitio, a peor sitio, un cuadro que se refiere a la leyenda de una de las torres albarranas mejor conservadas de Córdoba, la torre de la Malmuerta o torre Malmuerta, según sean los usos populares.

Se trata del cuadro del pintor sevillano José María Rodríguez Losada que representó en 1872 el crimen pasional legendario de Fernando Alfonso de Córdoba, caballero Veinticuatro de la ciudad de la Mezquita, que asesinó a su esposa, Beatriz de Hinestrosa, y a sus propios primos, los comendadores Jorge y Fernando de Córdoba y Solier, por creer que el primero había seducido a su esposa y el segundo a una sobrina. Ocurrió en la primera mitad del siglo XV, seguramente en 1448, hace casi 600 años.






En el cuadro, ahora "exiliado" desde el salón de Plenos de la Diputación, donde ha estado tradicionalmente, a una pared de escalera, puede verse al asesino con cara de loco, pertrechado con una espada en la mano derecha y un puñal en la izquierda, contemplando los cuerpos acuchillados de quienes suponía eran una infiel esposa y un desvergonzado primo.


El motivo del "exilio" del cuadro, decretado por el gobierno que en coalición, sustenta la Diputación cordobesa, ha sido que el salón de Plenos no era el mejor lugar para exhibir una pintura que retrataba un "crimen machista", por lo que los encargados del Patrimonio de la institución obedecieron y trasladaron el cuadro a una escalera del edificio. La perfecta idiotez de la vida política, convertida en Leyenda, por esa razón, la política, sea del color que sea, jamás se debe mezclar con la cultura.

 

domingo, 24 de octubre de 2021

EL CAN DEL AVERNO, LA CONCIENCIA, LA CULPA Y LA SOLEDAD.


EL CAN DEL AVERNO, LA CONCIENCIA, LA CULPA Y LA SOLEDAD.


Abordar una situación como asunto de vida o muerte, es morir muchas veces. En este pensamiento se encuentra el alma que al rayar la media noche, justo al albor de aquella hora en la que el halo abandona los cuerpos dormidos, el Can Cerbero asoma desde su oscura guarida, emitiendo un aullido negro, como un nubarrón silencioso, solamente audible para aquellas almas que no creen en la Ley del más allá, y pasan por la vida al libre albedrío de las tentaciones, probando los vicios mundanos de sabores dulces y amargos desprecios. El aullido silencioso se presenta de forma inesperada apenas se vislumbra la tenebrosa silueta, capaz de espantar de una mirada al más valiente y osado de los mortales. Una mirada anunciadora de la más terrible de las muertes venideras, cuando no de alguna de las más aterradoras desgracias que la quebradiza alma humana pueda soportar. La intriga, el suspense y el miedo se aferran al aliento, haciéndolo más pesado en incapaz de inhalar y exhalar con fluidez natural, arrastrando un cavernoso y espeso ruido bronquial, que incluso llena el ambiento de un hedor terrible a muerte.






El fantasmal can se yergue entre las brumas que apenas dejan entrever el círculo rojizo que circunda la luna llena, que vestida ahora de luto en esos momentos, se corona de un aura magenta en el contorno que la dibuja, como si irradiara sangre, vistiendo la zona boscosa allende las puertas del averno, de un escenario nocturno de tinieblas difuminadas, con el susurro de los suspiros de los condenados que se apagan ante la implacable y terrible presencia del perro maldito, cuya enorme musculatura y ojos brillantes, buscan con el olfato a su próxima víctima, capaz de perseguirla implacable hasta más allá de los sueños.


Cerberus, el rey de los canes malditos, intuye una mota de aliento en el ambiente con su hocico husmeante, y arruga sus tres rostros para profundizar más con su olfato, y deja asomar sus terribles dentaduras, blancas como la piedra de la luna, como la tinta que escribe la condena en el epitafio de aquellos que incrédulos, pasean su arrogancia por el mundo que los pare, creyéndose inmunes a cualquier tipo de mal.





La criatura infame y maligna tironea con furia de la gruesa cadena que la sujeta a la roca, de cuya hendidura asoma la espectral figura de Beelzebub, el príncipe maldito de las tinieblas del Tártaro Abismo, el Señor de las moscas de la carne putrefacta, que emerge del submundo, arrogante conocedor de su poder, dueño y señor de las pesadillas, cuya figura omnipotente otea el horizonte, del que percibe la débil luz de un alma perdida más allá de los sueños, justamente en aquel lugar a ninguna parte, donde en su viaje astral, el alma permanece extraviada y desamparada entre dos mundos, incapaz de regresar.






El alma perdida, se acurruca en el suelo, entre las brumas de la noche que la luz de la luna dejan apenas adivinar. La intensidad de su energía se apaga poco a poco, y se derrumba bajo el peso abrumador de su conciencia, esa dolorosa compañía que tiende a cargar de angustia los oscuros momentos de la vida, y el camino al más allá. Una cristalina lágrima resbala por el perfil de su amarfilada mejilla, fría, solitaria, perdida en su propia piel, hasta desprenderse y caer al infértil suelo que la contiene.




Beelzebub suelta la cadena que sujeta a la bestia, y con un bramido atronador ordena a Cerberus que de caza a su presa, al tiempo que se relame de gusto al adivinar el sabor de la sangre inocente que pronto, llenará de gozo su orgullo, poseyéndola a la fuerza como sólo él, sabe hacerlo, con furia brutal, y sin compasión alguna.


La bárbara, colérica y violenta figura de la fiera infernal de tres cabezas, sale impetuosa con rugidos y ladridos espantosos y ensordecedores en busca de su débil víctima, perdida en aquella realidad alternativa, poseída quizás por un mal espíritu que la abandona a su suerte en aquel terrible lugar, solitario y estéril a la esperanza, frío al alcance del calor pasional y al entendimiento del corazón, débil, fatigada, vacía y desolada, hundida en su propia amargura de sabor a hiel, a sábila y a retama, a quinina, y sobre todo, al amargo sabor de la culpa.


La culpa, ¿qué es la culpa?, se debate así misma mientras más lágrimas postreras acompañan a la levedad del sonido del llanto desesperado, que van surcando en pos del camino de aquella naciente, perdida ya en el sustrato de su esencia. La culpa, la tentación, el descuido, la imprudencia, el yerro…La soledad. La soledad que alumbra una ilusión en la distancia, una leve luz en la oscuridad, una voz en el vacío del silencio, un suspiro de flaqueza en el rincón del anhelo, un canto en prosa en el libro en blanco de la vida. La culpa, un reproche de la conciencia, una censura del sentimiento. La soledad, una distancia del alma rota por el tormento de la noche, la ausencia del calor de una caricia o el sonido de un deseo que se desvanece nada más nacer. La soledad, convertida en escarcha del pensamiento, y el alma, perdida, lánguida y exhausta, yace hundida deseando haber tenido, y no poder. La tentación se convierte en culpa, cuando la soledad se abandona a la sugestión, y en realidad, es entonces cuando la culpa perece en su propia naturaleza, y deja de existir.


La bruma nocturna, si cabe, se hace más espesa, y el silencio, roto únicamente por las apagadas lamentaciones de las almas condenadas, prisioneras al amparo de la eterna consternación, hace estremecer ya no de culpa, sino de terror al alma perdida, que sospecha el incierto final del ambiente que envuelve su pesadilla, su locura, su atrocidad, esa intimidación que se presiente en la zozobra ante la incertidumbre de la tiniebla, que a pesar de sus sombras, puede casi olfatear la inminencia del peligro que la acecha, masticar el sabor del miedo, del agobio y de la doliente turbación. Optó en su desesperación por el éxodo astral fuera de su cuerpo, para encontrar un alivio, o, quizás, una respuesta, tomando ese camino entre el sueño y la vigilia, entre la consciencia y el subconsciente sensorial, y en el trayecto, en un cruce de senderos entre la imprudencia y la expía, la censura y la absolución, se perdió en la dolencia en la que incurre la conciencia, desconocedora de la causa y la ausencia del reproche, y la cual, tiende a desconocer casi siempre la propia existencia del entorno, y de los más profundos sentimientos del corazón.


Beelzebub emite ansioso e impaciente un estentóreo bramido en la lejanía, incapaz de soportar más el fragor del deseo en su fuero interno, y el Can Cerbero araña el suelo en su zancada infernal, dirigida hacia la tenue luz del alma perdida, que a sus pies, asombrada ahora, ve nacer velozmente unas raíces regadas por las lágrimas de su lamento, que sustentan la figura del Ángel de la Guarda, aquel de la dulce compañía, el poderoso protector de los momentos difíciles. La bestia infernal se lanza poseída hacia el alma perdida que lo observa aterrada, pero una brazada del custodio, lo derriba, lanzándolo hacia atrás. El custodio ni lo mira, se limita a señalar con el brazo extendido, ante la atónita mirada del can Cerberus que, ofuscado, se aleja mirando de soslayo hacia atrás.





La conciencia, de repente, tapa sus ojos avergonzada, e  intenta en vano argumentar una escusa, pero es acallada por el Ángel Custodio, que, bajando lentamente la mirada, observa a los ojos del alma perdida la cual, exhibe ahora sí, la leve sonrisa de la sagrada Inocencia. El berrido frustrado de Beelzebub se ahoga en el fragor del despertar, y un gélido sudor empapa las sábanas, mientras una figura doliente, aterida y trémula, se encoge en el recuerdo de un Ángel del amparo y la conmiseración. La sombra de la luna llena, refleja la humana figura, desnuda ante el abismo que separa la culpa, de la soledad.


Aingeru Daóiz Velarde.-




domingo, 3 de octubre de 2021

LA LEYENDA DEL MOTÍN DE LA TRUCHA

 

LA LEYENDA DEL MOTÍN DE LA TRUCHA


Hay eventos que por su espectacularidad y ausencia de lógica quedan difuminados en la historia. Los monarcas y autoridades no están interesados en que se conozcan por las repercusiones que pudieran acarrear en el futuro: unos peligrosos precedentes. Este es el caso del llamado Motín de la Trucha, asunto silenciado durante años, pero que trae a la memoria el trasfondo de una desdicha, disfrazada de Leyenda que, como pueblo con conciencia de su propia identidad, narra de generación en generación, y la adornan y la circunscriben a lo legendario.


Zamora era a mediados del siglo XII una ciudad importante y próspera. Desde la reciente independencia del reino de Portugal, se trataba de la ciudad que guardaba la frontera del Duero. Por otra parte, era uno de los principales centros de la Vía de la Plata y del Camino de Santiago del sur. Por estas razones había allí una pujante burguesía y un concurrido mercado, aparte de una numerosa población de plebeyos que comenzaba a demandar más protagonismo social frente a los caballeros y el clero que la gobernaban.




Corría el gélido enero de 1158 cuando Pedro, el hijo Benito el Pellitero, de apenas veinte años que vivía y trabajaba en un negocio de pieles, en lo alto de la cuesta de Balborraz hace espera, junto a la plaza del mercado, hasta que la campana dé la señal para poder realizar las compras. A las 9 de la mañana, sonaba una campana y daba paso al mercado al resto del pueblo para adquirir las migajas que habían dejado los nobles, que es lo que esperaba el joven Pedro.


Son las 9 en punto cuando la campana anuncia el derecho de los plebeyos a entrar en el mercado. Una multitud de gente se abalanza por los puestos que llenan la plaza. Pedro se dirige al puesto de un pescador amigo suyo, el cual le ofrece una magnífica trucha sanabresa, que por milagro la habían dejado los ambiciosos nobles. En ese instante aparece el criado de Don Gómez Álvarez de Vizcaya (arrogante y poderoso señor que menosprecia a los plebeyos) exigiendo con soberbia, aún habiendo pasado su hora, la trucha para su amo. Comienza una discusión acalorada en la que el criado no solo quiere para él la trucha sino que, además, se mofa de que un plebeyo como el hijo de un Pellitero pretenda el amor de su ama la hija de Don Gómez Álvarez de Vizcaya. Pedro, al verse humillado pierde la razón y tras un fuerte forcejeo clava su daga en el corazón del grosero criado. La multitud arremolinada, fuera de asustarse se entusiasma con lo acaecido, pues hasta ahora nadie se había atrevido a poner justicia ante los atropellos de los nobles. Entre vítores jalean y cogen a hombros al joven Pedro que no sale de su asombro.


Poco duró la alegría, pues Don Gómez, al tener constancia del atropello dio cuenta a la Justicia Mayor y pidió venganza. Pedro el Pellitero y los que lo llevaban a hombros fueron arrestados en medio de una multitud silenciosa pero encolerizada.





Al día siguiente en la iglesia de San Román estaba todo preparado para celebrar el consejo de los hijosdalgos, y así a las doce en punto da comienzo, presidido por el joven Don Ponce de Cabrera, cuyo padre era el secretario de Fernando II de León.


Muerte y escarmiento fue el clamor unánime de los nobles ante la afrenta de los plebeyos. Había que cortar de una vez por todas los derechos que el fuero del Rey les había otorgado.


Pronto las decisiones del Consejo llegaron a oídos del indignado pueblo que no dudó en manifestarse al frente de Benito el Pellitero, que pedía calma a la muchedumbre y súplica ante los nobles para conmutar la pena de muerte a la que habían impuesto a su hijo. Entre tanto, la iglesia se ve rodeada por una multitud acalorada y ansiosa de justicia, en su interior, los nobles armados se proponen aplastar el levantamiento.


Al grito unánime de: “¡Quemarlos dentro!”, el pueblo corre a la Plaza de la Leña y acarrea tanta que, al poco, el templo arde como una tea. Todo el edificio termina por derrumbarse y aplasta en su interior a cuantos allí estaban. Solo Ponce de cabrera consigue huir con espada en mano, pero es inmediatamente dado muerto por la multitud. Su cuerpo yace en un sepulcro olvidado en la catedral.

Al mismo tiempo, prenden fuego a la cárcel que estaba en la misma plaza, liberando así a los hombres que habían sido injustamente apresados por los pérfidos nobles.


En medio del fuego y destrucción, ante el atónito de la gente, las Sagradas Hostias abandonaban el Sagrario por una grieta, cerca del púlpito, y volando por el aire se refugia en la Capilla de las Dueñas, un edificio a escasos metros de la iglesia devastada. La Dueñas era un grupo de viudas, en mayor parte de caballeros caídos en el campo de batalla, y que habían decidido, sin ser religiosas, vivir en comunidad y practicar la asistencia a los más desfavorecidos.


La revolución llegó hasta las mismas puertas de la casa de Don Gómez Álvarez de Vizcaya que, al igual que el templo de San Román, fue también fruto de las llamas. Inés, que así se llamaba la hermosa hija de Don Diego, imploraba socorro desde uno de los ventanales. Pedro el Pellitero, que ya había sido liberado, no dudó en entrar, aún a riesgo de su vida, para salvar a su amada. Ambos pudieron salir de milagro de ese infierno. Pedro, arrepentido del escenario en que se había convertido su desdén, renuncia al amor que siente por Inés, como expiación a sus pecados. Ésta, afligida, decide vivir en comunidad con las Dueñas.


Pasado el alborozo, el pueblo teme la represalia que seguro han de tomar los nobles de otras ciudades, y sobre todo de las tierras de Zamora, con el representante del rey, el Conde Ponce de Cabrera, Tenente de la ciudad. Con gran tristeza deciden abandonar la ciudad. Eran más de siete mil con mujeres e hijos los que parten, gobernados por Benito el Pellitero, hacia tierras portuguesas, por el camino de Ricobayo.


Antes de cruzar el Duero, para entrar en tierra extraña, Portugal, acuerdan enviar una comitiva al rey, que por entonces se encontraba en Galicia, para pedir clemencia al Monarca. Si éste la acepta volverían a sus hogares, en caso contrario repoblarían el país limítrofe.




Al joven rey de León, pues tenía 21 años y llevaba un año en el trono, se le creó un gran dilema. Si aceptaba la petición quedaba muy socavada su autoridad y los nobles podían incluso derribarle. Fernando había sido proclamado cuando su padre había desgajado León de Castilla, por lo que aceptar la petición de los exiliados podría provocar que bastantes nobles pudieran abandonarle y apoyar a su hermano (que quería reunificar el reino). Por otra parte, ese importante contingente de zamoranos representaba un gran refuerzo para el rey de Portugal, que era tan o más agresivo que los castellanos. Finalmente, el rey entendió que la ira popular tenía alguna justificación y que el naciente Portugal podría ser incluso más peligroso que Castilla.


Fernando II, desoyendo a los revanchistas nobles, y ante el temor de despoblarse Zamora, perdona a los rebeldes imponiéndoles dos condiciones: reedificar la iglesia a su costa y acudir a su Santidad el Papa Alejandro III para que les impusiese penitencia. Apenas retornaron gozosos a Zamora, comenzaron a reconstruir la iglesia devastada por las llamas, que habiéndola dedicado a la Virgen la empezaron a llamar Santa María la Nueva.





Como penitencia, el Papa ordenó hacer para el Altar Mayor un frontal o retablo que llevara de plata cien marcos, ciento dieciséis piedras preciosas, y cien ducados de oro para dorar toda la obra. Un siglo después la obra vio la luz, primero como pináculo del Altar de San Salvador y, más tarde convertido en Custodia procesional del Corpus.


A la zaga de estos acontecimientos, subyace el milagro de las Hostias anteriormente descrito. Aún hoy, y tras multitud de vicisitudes, permanecen incorruptas en el Coro Alto del convento de las Dueñas.


Poco tiempo después de que las Sagradas Hostias tomaran refugio en la casa de las Dueñas, éstas, las dueñas, en una visita de Santo Domingo a nuestra ciudad, tomaron los votos religiosos de la Orden Dominicana, a las que favoreció Doña Blanca, prima de Don Sancho III, construyéndoles un nuevo edificio junto al Campo de la Verdad, a la vereda del Duero. A mediados del S.XIII una crecida lo destruyó.


Bajo el mecenazgo de Doña Jimena y Doña Elvira, hijas de Don Rodrigo Peláez, se trasladan a una casa de campo en el barrio de Rabiche. La desgracia vuelve a sobrevenir a la congregación y un incendio destruye la residencia.

Nuevamente la comunidad se ve forzada a trasladarse a un palacio, que reciben en donación, en el Arrabal de los Caballeros, hoy Cabañales, donde actualmente viven en devoción con las Sagradas Hostias que han permanecido incorruptas a lo largo del tiempo y de las vicisitudes de la historia hasta hoy.


Como dato, se conserva el testimonio arqueológico de la iglesia de Santa María “La Nueva”, lugar en el que se desarrolló uno de los principales actos de este suceso. En la actualidad, la ciudad de Zamora conserva la denominación de Motín de la Trucha en una de las calles adyacentes a la citada iglesia.





A la luz de las lumbres, en las noches de invierno, contaban antaño los abuelos las ilustradas leyendas que con arrugadas manos dibujaban en el aire las fábulas alumbradas por unos ojos surcados de arrugas que embellecen el alma, y mantienen el vilo en aquellos corazones menudos poco antes de la hora de dormir. Historias que acompañaban los sueños, y que a la amanecida, dejaban ese sabor de boca, y mil preguntas que surgían a las madres atareadas de aquellas historias que ya desde niñas, habían escuchado mil y una vez. La España de nuestras luces y sombras, nos acompaña por estos Caminos de Hispania una vez más, para hacernos soñar, y dibujar en la comisura de los labios el precioso boceto de una sonrisa, y el recuerdo grato de un ayer.

La mozas casaderas, y las no tanto, sueñan en la soledad de sus momentos en aquel que traspasado su corazón por la flecha de Cupido, escala una torre, o un balcón, a sabiendas de ser devorado por las llamas y perecer por el noble intento, para aferrar con sus brazos la razón de su existencia, mientras una descarada y traicionera lágrima desciende a su vez por la mejilla de la nostalgia, al tiempo que un suspiro en el silencio acaricia el ensueño al atardecer.

Una bodega del siglo antigua con su aljibe, presta el marco a una historia en el recuerdo, donde tras sus puertas hechas con barricas viejas, se escucha el cantar de los juglares que en aquel Camino de Santiago, relatan a las gentes el suceso ya lejano en el tiempo, de una historia y leyenda que, escrita en el fondo de una vasija de barro, trata Pedro, el antiguo plebeyo, de olvidar, a fuerza de vaciar a largos tragos el amargo sabor del recuerdo del amor imposible, la desolación de las llamas, la expiación del pecado y el cántico final, épico, redondo y vibrante, y el nombre imborrable de Inés, cuya figura, asoma todas las tardes tras el enrejado del convento de las Dueñas, en una furtiva mirada en la remembranza de un ayer.


Aingeru Daóiz Velarde.-