domingo, 15 de marzo de 2015

LARRA, FÍGARO O LA HISTORIA DE UN DESENGAÑO



Se han escrito muchos libros y artículos sobre Larra y casi todos con reconocimiento de su obra y comprensión de su forma romántica de afrontar la vida. En este artículo, no se pretende escribir una biografía clásica del escritor, ni pormenorizar el contenido de sus artículos, es simplemente un recorrido por la historia de una vida que le tocó vivir, relacionada con la historia de una España dividida en dos frentes. Mariano José de Larra, Fígaro, o la historia de un fracaso personal, sería el perfecto epitafio de este genial escritor, víctima de una contradicción interna tan pasional como apasionada, y de la frustración de una España que le angustiaba y le desesperaba, visionario precoz, posiblemente, de una tragedia nacional, que se debatía entre la crisis resultante de un Antiguo Régimen que al diluirse trajo las consecuencias inesperadas de una Revolución Liberal en favor de la Constitución de 1812, la violenta y desmesurada reacción del Absolutismo, con ayuda exterior, el cambio de una modalidad de la Monarquía, y una guerra civil cainita como resultado de ese cambio. 


Todo esto, sin olvidar una desamortización eclesiástica con más carácter de desacierto que de consecuencia positiva en un periodo de tiempo que comprende desde 1823 a 1837, catorce años tan importantes como decisivos en la Historia de España, y de los que Larra, no sólo fue testigo presencial, si no más bien, cronista y partícipe ilustrador de la época.



La crispación convulsa de la historia de España del siglo XIX que comienza con la derrota de Trafalgar en 1805 y la Guerra de la Independencia, además de la emancipación de las provincias hispanoamericanas, termina con el desastre del 98 dejando atrás episodios sangrantes como las guerras carlistas, aparte de pronunciamientos militares, golpes de estado, revueltas, revoluciones, restauraciones monárquicas y un sin fin de conspiraciones en las que la masonería, tuvo quizás, demasiado que ver. Apellidan a este tiempo los mismos males que postreramente se mantienen en el siglo XX, dando razón y consecuencia de los mismos al que sin duda, puede ser considerado el peor monarca de la Historia de España, Fernando VII, y la razón, es que fue un rey que no supo reinar, y contagió su mal hacer después de su muerte trayendo a su vez el germen maligno de los futuros problemas de una España a la que de haber sobrevivido, posiblemente el mismo Larra le habría pegado un tiro.




La existencia de Larra, podemos dibujarla en dos imágenes. Una, ligada a la fatal anécdota sentimental de sus amores con Dolores Armijo, su amante frustración, que nos presenta a nuestro protagonista en este recuerdo de la historia como el arquetipo de un romanticismo convencional, manifestado de forma literaria tiempo atrás del trágico desenlace que dio final a su vida en su novela “El doncel don Enrique el Doliente” y en el drama “Macías”. 


La otra imagen repercutiendo a su vez en su caso personal, enlaza con la tragedia nacional del momento político de la época y la desesperación de un Larra como angustiado remedio de una tragedia nacional y una insoluble problemática humana que el escritor vive de una forma intensa plasmada de forma exquisita en sus artículos, por lo que no es atrevimiento concluir que lo que armó la mano de Larra contra sí mismo, el cúmulo de circunstancias en los que deciden la historia de su hogar deshecho y sus amores contrariados no fueron más que la gota que colmó el vaso de su impaciencia, aunque si bien, no debemos minimizar a Larra como escritor ni a su mensaje simplemente por el echo de aquel arrebato sentimental que le llevó a tomar la decisión de fatal desenlace, ya que esto se agotaría como anécdota en sí misma pero, como ya hemos comentado al principio, no se pretende analizar aquí su vida y su obra, si no más bien dar unas pinceladas particulares de forma generalizada, para dar un cierto sentido al cuadro del momento político y social de la España que le tocó vivir. En la imagen, Larra y Dolores Armijo.





LOS PRIMEROS AÑOS Y EL EXILIO


Mariano José de Larra y Sánchez de Castro nace en Madrid el 24 de marzo de 1809, a las ocho y media de una mañana sin llanto ni dolor, como escribiría en su primera biografía su querido tío Eugenio, sólo quince años mayor que él, y como especifica la partida de bautismo de la Parroquia de Santa María la Real de la Almudena, donde fue bautizado el mismo día de su nacimiento. Hijo único de mariano de Larra y Langelot, y de María de las Dolores Sánchez Castro y Delgado, aunque tuvo un hermano que murió antes de que naciera Mariano José, de nombre Mariano Vicente Tadeo, que nació en Corella (Navarra) el 27 de octubre de 1806. Su padre era médico militar del Ejército de Napoleón en una España ocupada y en guerra contra éste, y cuyo servicio fue mucho más que la mera simpatía de un "afrancesado". Nació y vivió en un principio en la casa de la Cuesta de Ramón de la calle Segovia, cerca del viaducto, en unas circunstancias nada tranquilizadoras de aquel Madrid en guerra, hambre, enfermedad y miseria, en la residencia para empleados de la Real Casa de la Moneda, antes utilizada como Hospital de San Lázaro, de donde su abuelo, Antonio Crispín de Larra y Morán de Navia, era Director de la Administración.


El Madrid de Larra era la capital metropolitana de un imperio en decadencia que empezaba a agonizar, con su población, cuya mayor parte vivía en casas insalubres, en calles apenas urbanizadas y llenas de basuras, canales de líquidos putrefactos, donde la necesidad y la enfermedad debida al hambre se llevó en aquel entonces la vida de más del 10 por ciento de la misma, cuyos cadáveres, recogidos por las calles, eran conducidos por carros hasta las fosas comunes, punto final y de partida de la miseria de una nación, donde una guerrilla popular se debatía en una lucha nacional en defensa de la monarquía y de la religión que de forma paradójica no supieron defender ni los reyes, ni la nobleza, ni el poder eclesiástico de la propia religión. Son unos años en los que Mariano José de Larra escribe su obra literaria y periodística (1827-1837) en los que España está inmersa en una situación política, económica, social y cultural algo más que complicada. Un Madrid, también en abundancia de tertulias y cafés donde Mariano José, se integra en una vida cultural muy joven, a mediados de los años veinte del siglo XIX, y lo hizo con un inusitado entusiasmo, en una época de proliferación de periódicos, estigma o signo también del momento bullicioso en el que Larra hizo sus primeras armas literarias, tratando con gente como Espronceda, Ventura de la Vega, Mesonero Romanos o Bretón de los Herreros, un Madrid, donde los autores literarios se descomponían en las buardillas descosidos por el hambre y la miseria en viviendas más para pájaros, que para hombres, un Madrid donde el teatro, puerta de entrada a la miseria o a la gloria, gustaba por igual a nobles y a villanos, de suerte que los estrenos se convertían en auténticas fiestas populares a las que asistían todas las capas de la sociedad desde condes hasta simples menestrales, siendo estos últimos, curiosamente, los que llevaban la voz cantante, pues dirigían al grupo de artesanos y comerciantes que, bien provistos de carracas, pitos y otros objetos sonoros, decidían si una comedia se convertía en un éxito, o en un fracaso. Eran los llamados “Los mosqueteros” y su actitud, fue el terror de los autores, y el éxito o fracaso de una obra dependía de su comportamiento, de ahí que muchos de ellos estuvieran pagados para evitar los escándalos.


Grabado de Madrid en la época de Larra.



Al contrario que su padre, que representa la España aperturista hacia una Europa revolucionaria en todos sus sentidos, posiblemente inducido por sus estudios de medicina en París, su abuelo, don Antonio Crispín de Larra, representa la España tradicionalista, y en este ambiente, de las dos Españas enfrentadas como costumbre nacional, pasó sus primeros años Larra encerrado a cal y canto en esa residencia de la Casa de la Moneda, en un ambiente de perpetua o casi enfermiza protección de sus abuelos, sobre todo su abuela Eulalia quien le enseñó a leer y a empezar a escribir sus primeras letras, y su tío Eugenio, quienes le dieron todo un cariño fuera de toda mesura que ni su madre, ni su padre, le supieron dar. Parece ser, y no es de extrañar dada la manifiesta precocidad de su vida, que su inteligencia y su interés por conocerlo todo se manifestaron desde muy temprana edad y que, con gran admiración de la familia y de las amistades que solían ir de visita a casa de sus abuelos, participaba en las reuniones con preguntas y comentarios atinados. 


Las relaciones de la familia, más que posiblemente enturbiadas por el patriotismo de los abuelos de Larra y sus tíos, debido a la muerte del hermano mayor del padre de Mariano José, Antonio Cesáreo en junio de 1808 luchando contra las tropas del ejército invasor en la batalla de Cabezón, y el ideal del padre de Larra y su relación con el ejército francés, conocedor como era de las ventajas y desarrollo del país vecino, su cultura afrancesada y progresista, le llevaron a abandonar la casa familiar en 1811, tras una disputa entre ambos por la solicitud del padre de Mariano José de una plaza en las filas del ejército francés como médico, abandonando la casa familiar a instancias del abuelo Antonio Crispín, y con las reticencias y ruegos de la abuela Eulalia, dejando a su mujer y a su hijo, quien fue internado en un colegio que podría ser el de San Ildefonso, en calidad de interno, debiendo ser terrible para el niño alejarse de sus abuelos, dado el cariño y el trato especial que le dispensaban.


Tras este episodio, el padre de Mariano José regresó a por ellos en 1813 para llevárselos finalmente al exilio francés, tras el desgarrón producido por la derrota del ejército galo en Vitoria, que obliga a las tropas a un repliegue que más parece una retirada, pero no fue la primera retirada, aunque sí fue esta la que afectó de lleno a la familia Larra. 


Digamos que ya anteriormente, después de la derrota de las tropas borbónicas en los Arapiles en el mes de julio de 1812, el monarca intruso francés, José I Bonaparte, se vio con pocas posibilidades de seguir reinando en España con cierta garantía, y en agosto de ese mismo año se replegó junto a su ejército del centro a Valencia, donde le siguió el doctor Larra y su familia.


Sobre la primavera del año 1813 se evacuó Madrid, bajo el mando del General Joseph Léopold Sigisbert Hugo, padre de Víctor Hugo, quien viajaba con él, y dio comienzo la retirada con más de trescientos carros en los que viajaba el Gobierno y las familias de los «afrancesados», unas doce mil en total.

Larra niño viajó al exilio con sus padres en la segunda y definitiva retirada, como ya hemos comentado, la de la derrota de Vitoria. El viaje fue difícil, incómodo y no exento de riesgos. La primera acampada tuvo lugar entre Galapagar y Guadarrama, pasando posteriormente por Segovia y Cuéllar, donde el general Treilhard, con su división de Dragones, esperaba para reforzar la protección del convoy. Tudela y Valladolid fueron otras ciudades de la ruta. El convoy atravesó el río Ebro a mediados de junio y bordeó la ciudad de Burgos, camino del norte, el 14 de ese mes. La derrota definitiva del ejército invasor en Vitoria, pocos días más tarde, permitió recuperar el botín de obras de arte y riquezas usurpado por los franceses. Es imaginable la alegría del doctor Larra, y de todos los exiliados, por este hecho que posibilitó la permanencia en suelo español de los tesoros de cientos de iglesias, conventos, museos y residencias privadas.


La batalla de los Arapiles (conocida por la historiografía inglesa como Batalla de Salamanca), uno de los enfrentamientos más importantes de la Guerra de la Independencia española, se libró en los alrededores de las colinas del Arapil Chico y el Arapil Grande, en el municipio de Arapiles, al sur de la ciudad de Salamanca el 22 de julio de 1812. Tuvo como resultado una gran victoria del ejército anglo-hispano-portugués al mando del general Arthur Wellesley, primer duque de Wellington, sobre las tropas francesas al mando del mariscal Auguste Marmont. En la imagen, Sir Arthur Wellesley, Duque de Wellington.




Desde luego, la que tiene una significación especial, por lo que tiene que ver en relación con nuestro protagonista, Mariano José de Larra y su familia, fue la batalla de Vitoria, librada el 21 de junio de 1813 entre las tropas francesas que escoltaban a José Bonaparte en su huida y un conglomerado de tropas españolas, británicas y portuguesas al mando de Arthur Wellesley, Duque de Wellington.


La victoria aliada sancionó la retirada definitiva de las tropas francesas de España (con la excepción de Cataluña) y forzó a Napoleón a devolver la corona del país a Fernando VII por el tratado de Valençay de 1813. Sin embargo, tras la victoria española en San Marcial en 1813 las operaciones militares proseguirían, así en 1814 un Cuerpo de Ejército español acompañó a las tropas británicas de Wellington en su invasión del Sur de Francia. El acuerdo definitivo de paz entre la España del ya rey Fernando VII y el nuevo rey de Francia Luis XVIII se firmó el 20 de julio de 1814. Previamente el 30 de mayo se firmaba un primer acuerdo en París, aunque el embajador español no lo pudo firmar a no tener poderes plenipotenciarios, pero esto forma parte de otra historia, lo que si podemos decir es que finalizaba así la Guerra de la Independencia Española.

Una hora dramática para los afrancesados, y para la familia Larra, por el exilio que les ocasionó, es por lo que nos limitaremos a hacer reseñar aquí este acontecimiento bélico, junto al de los Arapiles, por la importancia que tuvo en la vida de nuestro protagonista, y no los demás acontecimientos bélicos, que fueron muchos en esta guerra, e importantes, pero no de igual trascendencia en la vida privada de Mariano José.


Ilustración del Archivo Municipal de Vitoria sobre la huída de las tropas francesas, y Batalla de Vitoria (1813). El General Álava, con el 15º de Húsares del Ejército británico, junto al puente de Trespuentes, artista Augusto Ferrer Dalmau.








Una vez en Francia, Larra fue internado en un colegio de de Burdeos, mientras que sus padres se instalan en París, donde regresaría con ellos cuatro años después. Solo en un principio, con sus padres alejados a muchos kilómetros, fue una de las circunstancias que favorecieron una incipiente introversión, difícil raíz para seguir creciendo.


En 1815 muere su abuelo Antonio Crispín de Larra, y la marcha de su nieto, primero de la casa, y después del país, tuvieron mucho que ver en su muerte. Casi 11 años permaneció el pequeño Mariano José, internado entre Madrid y Francia. Un periodo de tiempo en el que le fue robada no sólo su niñez, si no su idioma, pese a los sólo cinco años que estuvo internado en Francia, desde los 4, a los 9 años de edad. El español, como le llamaban en Francia, el afrancesado, como le llamaban en España, como veremos después.

LOS PRIMEROS AÑOS Y EL REGRESO

El Doctor Larra, su esposa y su hijo pudieron regresar a España en la primavera de 1818, teniendo Mariano José 9 años, gracias a que aquél había entrado al servicio del Infante Don Francisco de Paula, hermano de Fernando VII, en un viaje que hizo a Francia entre 1817-1818, y una amnistía decretada por este, pero nunca olvidará el entorno europeo y cosmopolita sobre el que las circunstancias le han arrojado casi sin piedad. Para Larra niño, esta experiencia europea hará mella de forma tan importante, que nunca olvidará, y quedará para siempre en el recuerdo aperturista y renovador de sus artículos, europeo convencido, adelantado generador de ideas, maestro del periodismo y un excelso prosista, su obra es un llamamiento angustiado que busca con una pluma satírica y burlona en ocasiones, pero de forma y manera inteligente, la mejora de un pueblo español pobre e inculto, que realmente nunca le acabó de gustar, pero que a la postre, era el suyo, su pueblo, y nunca obvió el amor a su patria.


Así lo decía al final de un interesante artículo del pobrecito hablador titulado “Carta a Andrés escrita desde la Batuecas”, y ese fue su compromiso en la vida, en una España afligida por la injusticia y el atraso total, un compromiso, como decimos, que le supuso un conflicto interior, un dolor por su España que le supuso el mismo final que tuvo Ganivet y el mismo pensamiento que tuvo Ortega y Gasset, el primero, en su obra “Idearium” lo interpreta a la perfección, y el segundo en toda su obra, pero más concretamente en su discurso “Rectificación de la República”, donde hace gala de un pensamiento pródigo y el ideal de un cambio de postura para prevenir un mal que a la postre apareció sin avisar, pero a sí mismo, también sufrieron este mismo pensamiento y el mismo dolor Valle-Inclán y Unamuno, un pensamiento que ya estaba tiempo atrás en el alma de otros desarraigados como Larra, que eran Quevedo, o el propio Goya, un Quevedo, por cierto, sobre el que Larra tenía un proyecto de escribir un drama con el mismo Quevedo como protagonista.

En este sentido, la obra de Larra hace que tenga un interés especial en los tiempos que hoy nos tocan vivir, como lo tuvo en los tiempos que le tocaron vivir a él mismo, utilizando el periodismo como el mejor medio para hacer llegar las ideas en las que creía firmemente, al mayor número de personas posible, pero, continuemos con los avatares de su infancia.


De regreso a su Madrid natal, es un niño sin niñez, metido dentro de sí, que apenas habla el castellano. Es, ahora, un afrancesado en Madrid, donde comienza su camino como estudiante en los colegios de la época marcado por el estigma de ser el hijo de un traidor, en una sociedad fernandina montada sobre la derrota de los hombres como su padre, en mitad de una clase alta cuyos hijos acudían al colegio de San Antonio Abad, escolapios. Un traidor, un exiliado francés, unos estigmas que hicieron reaccionar a Mariano José de Larra, que se adentra en un camino del conocimiento por la vía de un idioma que no es el de cuna, y que acabará escribiendo el castellano más recio y clásico de su época, mediante la vía de la concentración, el silencio y el estudio excluyendo el juego de las emociones para crear la propia supervivencia de un niño que ha jugado poco, y aún menos, con otros, encerrándose más en la precocidad de una infancia intelectual fuera de toda razón, y que tampoco tuvo nunca una sensación confortante de un hogar fijo, ni de una estable residencia.


Su trabajo intelectual, fue, en resumen, toda una suerte de cobijo para el. Rara era la vez que dejaba de derramar lágrimas al desprenderse de sus amigos, los libros, para tener que ir a descansar. Más adelante, en el internado de los padres Maristas, sólo el ajedrez, al que jugaba con su amigo el hijo del conde de Robles, que simpatizaba con él en gustos e inclinaciones, le servía de ocio y era la afición que después del estudio, más acostumbraba a practicar. Era en este internado donde Mariano José empezaba a fraguar su identidad española dentro de la personalidad de un adulto prematuro en medio del aprendizaje de los textos clásicos que tan bien llegara a conocer.


Durante estos primeros años del niño y después del joven Larra, cabe destacar la primera etapa del reinado de Fernando VII, y su relación con otro acontecimiento importante en la historia de España, y su relación con el sentimiento liberal, tendencia que posteriormente también recibiría las críticas irónicas del escritor. Nos referimos a la Constitución de 1812, la Pepa, y que tras la llegada al trono del que en un principio fuera el Deseado, de los años bélicos, pasara a ser "El Narizotas" frustrando las esperanzas de modernización que las mentes más abiertas de la nación tenían sobre un siglo que acababa de comenzar, con un régimen absolutista y absoluto implantado nada más acceder al trono, recalando nuevamente el cuadro de las dos Españas o la conspiración de una logia masónica frente al conspirador, esas dos Españas que como más tarde diría el propio Larra, se espían mutuamente, sin descanso. De esa Constitución, la de 1812, no hablaremos aquí, en particular, pues merece capítulo aparte. En la imagen, Fernando VII




Fernando VII, al que el pueblo llamaba "El Deseado", suprimió la Constitución y los escasos pasos hacia el progreso que se habían dado y encarceló lo mismo a los constitucionalistas que a los antiguos enemigos de aquellos, los afrancesados, sin faltar héroes de la guerrilla o del Ejercito que habían luchado por devolverle a él un Trono que no merecía. 

En una España con poca libertad de expresión, que coincidió con la etapa de Fernando VII, "el rey más siniestro de la historia de España", acarreó a Larra dificultades en su trabajo después y tuvo muchos problemas como columnista, que ya comentaremos en su momento, pero cabe destacar una especie de apego de nuestro protagonista con el rey felón, en la década absolutista que también, más adelante, nos dedicaremos a explicar, sirva ahora este apunte como referencia.




En la imagen la detención de un afrancesado, aunque igual podría ser un liberal o alguien que leía libros o periódicos traídos de Gibraltar sin el visado y censura de la Inquisición. Y en un país donde la cultura resultaba peligrosa, America había comenzado a independizarse y la economía estancada entraba en ruina total, la ruptura de la sociedad española en dos bandos irreconciliables es total, a muerte.


Pero, el malestar producido por la política del rey y de su camarilla originó varias sublevaciones que fracasaron, pero triunfó la de 1820, y con once años, en Madrid, Mariano José de Larra vive la apoteosis callejera del frustrado meteoro liberal que va desde 1820 a 1823, conocido como el Trienio Constitucional. Esta sublevación se conoció como la sublevación de Riego, o el Pronunciamiento de Riego. El ejército acantonado en las cercanías de Cádiz, destinado para marchar a América con el fin de intentar aplastar el movimiento separatista o de independencia de nuestras provincias, se sublevó el día 1 de enero a las órdenes del comandante don Rafael Riego, en Cabezas de San Juan, proclamando la Constitución de 1812. Riego estuvo encarcelado en Francia durante la Guerra de la Independencia cuando le hacen prisionero en la batalla de Espinosa de los Monteros, y allí tuvo contacto con la masonería, así como con las corrientes liberales de la época que le llevaron a asumir los principios de la propia revolución francesa, los cuales tanto habrían de influir en su conducta posterior. En un acto solemne y brillante de parada militar, en la plaza de Cabezas de San Juan, Riego emite un bando que promulga la hasta entonces derogada Constitución Liberal española de 1812:

“Las órdenes de un rey ingrato que asfixiaba a su pueblo con onerosos impuestos, intentaba además llevar a miles de jóvenes a una guerra estéril, sumiendo en la miseria y en el luto a sus familias. Ante esta situación he resuelto negar obediencia a esa inicua orden y declarar la constitución de 1812 como válida para salvar la Patria y para apaciguar a nuestros hermanos de América y hacer felices a nuestros compatriotas. ¡Viva la Constitución!"


Con este golpe de estado, termina el gobierno absolutista desarrollado por Fernando VII durante la primera etapa de su reinado, y se establece un gobierno liberal, es el denominado Trienio Liberal: 1820-1823, o Trienio Constitucional, como hemos dicho antes.


En la imagen, Rafael de Riego.



Imagen de la marcha tras el pronunciamiento de Riego



En el mes de marzo, el rey juró la Constitución de 1812 que había despreciado cuando regresó de Francia. La familia liberal, se divide en dos facciones, los moderados y los exaltados, o doceañistas y veinteañistas, con el tiempo, estas dos facciones representarían al partido moderado, los primeros, y al partido progresista, los exaltados. Los moderados fueron los que asumieron el poder, también eran llamados gaditanos, o facción templada, intentando un cambio con la corona, pero los exaltados o veinteañistas pretendían una ruptura con el Antiguo Régimen. Así empezaron los partidos políticos.

Aparecieron nuevas sociedades secretas, los Comuneros, a cuyo frente se hallaba Riego, y era una sociedad secreta cuyo nombre, Comuneros, lo toman de la sublevación del siglo XVI. La sociedad trataba de ser una alternativa radical a los masones, y entre sus ideales estaban los de tratar de rescatar las luchas por las libertades. Su pensamiento puede catalogarse de democrático radical y republicano. Contaron con un periódico con el significativo nombre de El eco de Padilla, y tenían su propio himno, el himno de Riego, que era el himno que cantaba la columna volante del entonces Teniente Coronel Rafael de Riego tras la insurrección de éste contra Fernando VII el 1 de enero de 1820 en Las Cabezas de San Juan, aunque también había quien cantaba El Trágala, que fue la canción que los liberales españoles utilizaban para humillar a los absolutistas tras el pronunciamiento militar, a principios del Trienio Liberal.


También apareció la sociedad de los carbonarios, que aspiraban sobre todo a la libertad política y a un gobierno constitucional. Pertenecientes en gran parte a la burguesía y a las clases sociales más elevadas, se habían dividido en dos sectores o logias: la civil, destinada a la protesta pacífica o a la propaganda, y la militar, destinada a las acciones armadas, también hubo nobles entre sus miembros, y también aparecieron ciertas sociedades patrióticas modeladas al estilo de los clubs de la Revolución francesa, como la del Café de Lorenzini (Puerta del Sol), o La Fontana de Oro, aunque posteriormente fueron suprimidas para evitar algaradas como ocurrió con la aparición de Riego en Madrid, con el argumento de no ser necesarias para el ejercicio de la libertad.


Más influyentes que las sociedades patrióticas fueron las sociedades secretas entre las que destacó la masonería que, como reconoció en su tiempo el marqués de Miraflores, perdió su objetivo filantrópico para sustituirlo exclusivamente por el político.

En 1822, la situación del país se deteriora y la guerra civil, buscada por los absolutistas estalla como un previsible incendio, sus comienzos fueron cuando el 7 de julio se sublevaron los cuatro batallones de la Guardia Real que estaban en el Pardo y entraron en Madrid vitoreando al rey absoluto, pero fue rápidamente aplastada por la Milicia Nacional, que era una guardia cívica creada por el nuevo régimen. Los padres de Mariano José, que residen en Valladolid, y como el caos se extiende como si de una mancha de aceite se tratara, llaman a su hijo, y juntos parten hacia Corella, un pueblo de Navarra donde su padre encuentra una plaza de médico, encontrando la familia un nuevo contexto de guerra y frustración del que huyen, y donde Mariano José vive por primera vez una prolongada experiencia familiar.


Allí, recibiría los cuidados de una madre que hasta ese tiempo no le había dado, siempre dentro de los límites de la personalidad de la madre, y de la capacidad del hijo para aceptarlos. Allí se afana, como siempre, en su trabajo, aunque deja rienda suelta a sus más subjetivas inquietudes. Con catorce años traduce del francés al castellano la Ilíada de Homero y empieza los trabajos de una gramática castellana, comenzando en Larra su pasión por ser escritor, una vocación ya irrefrenable. Atrás quedó Madrid, con su ebullición política en busca de libertades. Luego llegarían el escepticismo y la misantropía, y más tarde la desilusión y la desesperanza.


A la postre, Larra heredaría parte de esa tradición que representó su abuelo, y parte de esa otra España aperturista más propia de un liberalismo esperanzador, siendo el germen posiblemente, de un conservadurismo liberal, o un liberalismo conservador del que de forma discutible podríamos definir nuestra pretensión. Así se define, según sus palabras, la visión que deseaba de su España, una visión que, por cierto, se parece bastante, por no decir de forma gemela, a la que tuvo Cadalso en su momento, y que bien puede apreciarse en sus “Cartas Marruecas”:


"Una sólida educación que se limite a tomar del extranjero lo bueno, no lo malo, lo que está al alcance de nuestras fuerzas y costumbres, y no lo que es superior todavía, y más concretamente religión verdadera, bien entendidas virtudes, energía, amor al orden, aplicación a lo útil y menos desprecio de muchas cualidades buenas que nos distinguen de otras naciones". 

Finalizada la guerra civil, Mariano José regresa a Madrid, mientras sus padres lo hacen a Valladolid. Del Colegio San Antonio, pasa al Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, para estudiar matemáticas. Agoniza el Trienio Liberal. Se reúnen en Verona los monarcas y ministros que formaban la Santa Alianza, que en principio fue un tratado de carácter personal firmado por los monarcas de Austria, Rusia y Prusia el 26 de septiembre de 1815 en París tras las guerras napoleónicas. Los tres monarcas, invocando los principios cristianos, prometen mantener en sus relaciones políticas los «preceptos de justicia, de caridad y de paz», y al que más tarde se adhirió Francia.

En la imagen, Luis Antonio de Artois, duque de Angulema, delfín de Francia y pretendiente al trono. También conocido como Luis Antonio de Borbón.




La Santa Alianza decide prestar el auxilio que anteriormente había reclamado Fernando VII, a pesar de la oposición de Inglaterra, que se separó de la misma. Se pedía la abolición de la Constitución de 1812, lo que fue rechazado por el gobierno, que se preparó para iniciar la guerra. Luis XVIII de Francia envió a su sobrino, el duque de Angulema con los Cien Mil Hijos de San Luis, de los cuales 35.000 eran voluntarios españoles, que atravesaron la frontera en los primeros días del mes de abril y encontraron por todas partes la ayuda del clero y de los realistas. Las tropas recibieron este nombre a causa de un discurso que el rey galo Luis XVIII había pronunciado en enero, en el cual había dicho que "cien mil franceses están dispuestos a marchar invocando al Dios de San Luis para conservar en el trono de España a un nieto de Enrique IV'".


La invasión se convirtió en un paseo militar debido a que, realmente, el régimen constitucional no tenía arraigo en las masas populares, acostumbradas a una tiranía secular. Sería un error sostener que aquellos liberales eran malos políticos porque no supieron ni fueron capaces de afianzar el constitucionalismo, ya que, desde un principio, se encontraron con una grave dificultad, que era la resistencia del rey, y los absolutistas, el propio Fernando VII derramó gran cantidad de oro en conjuras anticonstitucionales, levantando partidas que promovían la anarquía en el país. Luego, los veinteañistas o exaltados se impusieron a los doceañistas o moderados, lo que hizo más impopular al régimen, se legisló aboliendo la Inquisición, y se acordó la disolución de las órdenes religiosas. Medidas anticlericales que perjudicaron mucho al gobierno, en una nación de tradición católica como lo era. Lo cierto es que nada pudo detener la victoria de la reacción absolutista, y Fernando VII es liberado en octubre de 1823.

En la imagen, los 100.000 hijos de San Luis.







Larra ve con sus propios ojos el regreso triunfal de Fernando VII a la capital, como antes había visto la figura de Riego que ahora, es pateada en la madrileña plaza de La Cebada. Sus ojos de adolescente miran con horror el espectáculo. El juicio a Riego no tuvo las garantías procesales, fue una farsa legal. No le admitieron pruebas, testimonios ni documentos. La verdad es que Riego está condenado a muerte de antemano.

Para humillar a la España liberal, se le hicieron concebir falsas esperanzas de salvarse si escribía una carta en la prensa retractándose de sus ideas constitucionalistas. En este último acto de su vida, Riego no estuvo a la altura de su fama de héroe. Cuando se le notificó la sentencia, escribió una vergonzosa carta pidiendo perdón a Dios y al Rey por su comportamiento y reconociendo los crímenes que se le habían imputado.

Riego fue condenado por Lesa Majestad arrastrado por la calles de Madrid dentro de un serón arrastrado por un mulo, y luego ahorcado y descuartizado en la plaza de La Cebada, ante una muchedumbre que le había acompañado con insultos, entre vivas al rey absoluto.


Tampoco su juicio, tuvo las garantías procesales adecuadas, y digamos que Riego, estuvo condenado a muerte desde el principio, pero en este sentido, y llegados a tal punto culminante en la historia de España, que Larra ve pasar ante sus ojos captando la honesta sinceridad de la misma, es importante reseñar una de las curiosidades que a la sazón, se han convertido en lo que podríamos considerar uno de los mitos que la historia escrita se ha empeñado en hacer transmitir, refiriéndonos a el carácter de Riego como protagonista máximo del episodio que llevó a fin al gobierno absolutista, el levantamiento de Riego, y es que en realidad, en un principio, Riego no figuraba en los preparativos de la Revolución, ya que quien asumía la responsabilidad era el Coronel Quiroga, pero , asumió un papel protagonista de primer orden al arengar, el 1 de enero de 1820, a sus soldados del Regimiento Asturias con las palabras que la historia le atribuye, y que a partir de ese momento, Riego se sintió cómodo en ese papel principal de líder revolucionario y, tal vez, esa exaltación le supuso una muerte prematura, y la evidencia total de la ayuda de la masonería americana y más concretamente, la argentina, en el suceso, una trama

Ciento doce personas fueron fusiladas o ahorcadas en los dieciocho primeros días, y en total, Las Comisiones Militares y las Juntas de Fe iniciaron una ola de crímenes, asesinatos y proscripciones que rondaron las 100.000 personas, entre ellas, muchos que habían sido verdaderos héroes en la guerra de la independencia. Era el tiempo de la España profunda, aquella que desgarra las gargantas del enemigo invasor, lo hace igual con el hermano proscrito, acatando la sentencia firme que dicta el Juez profano en justicia, en el silencio más triste de la cognición.


En las imágenes, la Plaza de La Cebada, y ahorcamiento de Riego en la misma.






Larra escribió en contra de la pena de muerte varias veces, pero sobre todo, en uno de sus artículos plasmaría su repulsa, de una forma más directa, recordando precisamente aquel espectáculo que le tocó vivir en el Madrid de 1823. 

Entre las vicisitudes de su vida de adolescente, en Valladolid, donde se encontraba estudiando, dejó de asistir a los exámenes durante el periodo de un año, y la causa de esta conducta fue al parecer el primer desengaño amoroso de su vida, una más de sus infortunadas tragedias, y es que Larra se enamoró de una mujer, bastante mayor que él, y de una manera simple, este amor juvenil no hubiera tenido mayor importancia que el pasajero idilio de un corazón joven, inexperto y apasionado, propios de la edad y las circunstancias personales, de no ser que la frustración fuera tan incisiva como lo fue, ya que resulta que esa mujer, era la amante secreta de su propio padre. Este acontecimiento trastocó el sentimiento del joven Larra, hasta el punto de hundirlo en una profunda depresión que le condujo a no asistir a los exámenes, los cuales, acabó aprobando más tarde. 


APARECE EL LARRA LITERARIO

Digamos que la vida académica de Mariano José estuvo marcada de un carácter impreciso y ambiguo, ya que su padre, en un principio, quiso que dirigiera sus estudios para convertirse en cirujano como el, por lo que comenzó sus estudios en medicina durante una año, pero no pudo soportar algo que en realidad no le gustaba, y abandonó, para posteriormente, intentar ser abogado, pero le ocurrió lo mismo, así que decidió abandonar sus estudios en la Universidad, desalentado, y en este momento, tomó la decisión de trabajar y dedicarse a lo que consideraba su verdadera vocación, el periodismo, un periodismo que venía acompañado de la parodia, la sátira y un especial humor en lo que él concebía como el verdadero razonamiento de un pueblo español del que hacía gala en sus artículos a los que aludía desde la forma que adoptó con el pseudónimo de “El Duende”, primero, y de “Fígaro”, después, con el intermedio entre ambos de “El pobrecito hablador”.

Como “El Duende” empezó Larra su vida periodística, el primer proyecto de una de las más destacadas figuras del romanticismo y el costumbrismo español, que a los diecinueve años, publica a lo largo de 1828, en un momento de liviana apertura de la dura censura del final del decenio ultrarrealista calomardino, y que dará paso a una prensa de carácter literario. A lo largo de ese año, Larra dará a la estampa un total de cinco cuadernos bajo esta cabecera, utilizando para ello hasta cuatro imprentas (las de José del Collado, Norberto Llorenci, Repullés y L. Amarita), y entre 36 y 72 páginas cada uno, y que contiene una serie de artículos de costumbres y de crítica literaria y teatral, entre los que destacan “Diálogo: el duende y el librero”, “Corridas de toros”, “El café” o “Donde las dan las toman”, escritos en un estilo sarcástico, crítico y mordaz, aunque no político, ya que cabe recordar que en esos momentos, no era opositor al régimen absolutista, y pertenecía a los llamados Voluntarios Realistas, un cuerpo paramilitar formado por fervientes absolutistas, y en el que había ingresado en 1827.


Con El Duende satírico, Larra se muestra asimismo favorable al neoclasicismo y polemizará con el Correo literario y mercantil, de José María Carnerero, quien obligó a cerrar El Duende Satírico del día. Sobre este hecho, cabe explicar que por aquel entonces, Larra forma parte de un grupo de jóvenes inquietos y disconformes que se reúnen en el Café del Príncipe, en Madrid. La tertulia, denominada El Parnasillo es frecuentada por Ventura de la Vega, Juan Gonález de la Pezuela, Miguel Ortiz , Bretón de los Herreros, José de Espronceda, Ramón Mesonero Romanos, entre otros. En diciembre de 1828 tiene un enfrentamiento en el café con José María de Carnerero, director de El Correo Literario y Mercantil, al que había criticado en sus últimos números. Carnerero logra que las autoridades cierren la publicación, aunque Larra ya se había ganado cierta popularidad como agudo observador de las costumbres y de la realidad cultural, social y política del momento.

Don Eugenio, el tío de Larra, atribuía la supresión de la revista a una decisión del Gobierno. Según él, Carnerero había presionado con sus influencias para hacer callar al Duende Satírico del Día. Los artículos de “El Duende” tuvieron tan escaso mérito, que él mismo no quiso reconocerlos posteriormente por suyos. Sin embargo, hay estudiosos sobre la vida de Larra que se inclinan a pensar que fueron las dificultades económicas lo que impidió a Larra continuar la serie de cuadernos. 


Sea como fuere, el caso es que El Duende feneció, pero no sin armar bulla, en una España miserable, oscura, gris, destartalada y en ruinas; un país arrumbado y sumido en el más profundo abatimiento en el que ni siquiera se atisbaba el consuelo de la dulzura que a veces provoca una cierta forma de melancolía, y Larra empezaba a cambiar su postura política, la misma postura con la que había sido perfectamente sincero al recomendar como una especie de talismán infalible para superar los defectos de una transición española en una sociedad que debe conducir sus pasos hacia una educación sólida que se limite a tomar del extranjero, como él decía, “lo bueno, no lo malo, lo que está al alcance de nuestras costumbres, y no lo que le es superior todavía, religión verdadera, bien entendidas virtudes, energía y amor al orden y un cúmulo de bien entendidas virtudes inherentes a la tradición española que nos distinguen de otras naciones”.





Podríamos decir que de una manera que puede parecer insólita, el equilibrio característico de la madurez que se percibe en aquel Larra juvenil de 1833 queda desplazado a un radicalismo creciente a medida que transcurren los años, más concretamente a partir de 1834 cuando da comienzo el llamado Estatuto Real promulgada en la regencia de María Cristina de Borbón tras la muerte una año antes de Fernando VII, en una apertura hacia el liberalismo en un equilibrio difícil en el que Martínez de la Rosa intenta, de una forma civilizada, evitar la guerra civil en un tiempo crucial para España poniendo en pie un régimen de monarquía limitada con el que se considera el primer parlamento bicameral de la historia de una España que se debatía entre la búsqueda de apoyo de la opinión liberal a la causa de Isabel II contra las pretensiones al trono del hermano de Fernando VII, don Carlos, decretando una amnistía para los liberales encarcelados durante el absolutismo y a la vez, desde una posición siempre centrista, humanizando de la mejor forma que pudo la guerra contra los carlistas, una moderación que pronto fue sobrepasada por un radicalismo progresista liderado después por Mendizábal, imponiendo sus propios modelos liberales sin ver ni respetar consecuencias, piedra angular de la filosofía radical más cerrada.

Las relaciones entre Larra y el poeta y político granadino son la quinta esencia necesaria para poder entender su propia evolución ideológica, y así lo demuestra cuando escribía sobre las andanzas de un Ministro honrándose con el cultivo de las letras que con la inspiración de las musas daba paso al Estatuto Real en unos tiempos en los que el autor de “La Conspiración de Venecia” daba paso a la visión de una España premonitoria del drama, en el que Larra no perdonaba a Martínez de la Rosa haber defraudado sus esperanzas con el ritmo cansino del gobierno cuestionando, además, la propia causa liberal. En la imagen, Martínez de la Rosa.




En aquellos tiempos, el escepticismo en el que Larra veía los intentos desesperados de Martínez de la Rosa, caminaban emparentados con una vida familiar rota por un amor y la sombra del desengaño, y así lo plasmo en uno de sus artículos titulado “El casarse pronto y mal”, ya que pronto fue cuando se casó, con tan sólo veinte años de edad.

Desde sus primeros textos (“El café” se llamó su primer artículo) Larra mostró el dolor por España que sería una marca de su estilo. Lamentó el atraso del país, criticó la exclusión de España del proceso romántico, defendió los derechos del pueblo y propugnó un mejor uso de la lengua castellana. Atacó constantemente los vicios nacionales, entre los que destacó la pereza. Criticó, además, a los políticos falsos, los malos actores y traductores y, en general, a los que no trabajaban por el progreso del país. Naturalmente, sufrió la censura, que le persiguió incansablemente, cerrando algunas publicaciones fundadas por él y prohibiéndole artículos o el estreno de algún drama. “Su obra es una llamada permanente y angustiada en busca de la mejora del pueblo español, una llamada en la que no sólo puso su pluma muchas veces satírica y burlona, desde luego, pero siempre inteligente y suspicaz, y además, también puso su vida… Una llamada comprometida que le causó un gran conflicto interior”, su dolor por España, el mismo que antes que él habían sentido Quevedo o Goya, anticipa el que sentirían luego Ortega, Unamuno, Valle-Inclán o Ganivet. 


Su incansable labor de escritor y fundador de publicaciones era fruto de la necesidad que sentía de “escribir para denunciar y de denunciar para corregir”. En esa labor, destaca la creación de numerosos personajes a través de los cuales se expresó. Fígaro, del que ya hemos hablado, es el que ha acabado por identificarse con su persona. La razón del nombre, según el propio Larra, está en que, como Fígaro, él era charlatán, enredador, curioso y dado a tirar de la manta sacando a la luz los defectos de los ignorantes y maliciosos, pero de Figaro hablaremos después.

EL DESAMOR Y EL AMOR

En estos saltos sobre la vida de Larra, en los que recorremos su camino adelante y atrás en una forma de visionar en perspectiva no sólo su obra y su vida, si no la historia de su época, rememoramos el tiempo en el que desaparece “El Duende”, en las circunstancias que ya hemos comentado antes, corriendo el año 1829 en el que Mariano José contrae matrimonio con la joven madrileña Pepita Wetoret , un amor del desamor cuando el amor no existe y se convierte en desdicha, puesto que más dicha hubiera sido no casarse sin amor. Larra fue desde luego un mujeriego que se equivocó al casarse, como él mismo plasmaría en uno de sus artículos titulado “El casarse pronto y mal”, del que ya hemos hablado En la imagen, Josefa Wetoret Velasco, esposa de Larra, con la que tuvo tres hijos, Luis Mariano, Adela y Baldomera.



Un matrimonio temprano en la triste soledad que la tentación disfraza en pasión desbordada, que al levantarse el telón de la afligida realidad representa el drama de un futuro incierto con un sinfín de argumentos en contra que contraponen la pervivencia de un matrimonio con una dama de corte tradicional, posiblemente incapaz de asumir la rebelión de Larra, y el fuego de la pasión desaparece de forma lenta y gradual en la simple monotonía de una vida vacía tanto de amor, como de estómago.

Mariano José, se dedica durante ese año a traducir obras francesas para adaptarlas al teatro y comienza también a escribir obras suyas dejando de momento a un lado la sátira, con el fin de sobrevivir a la dificultad de su economía, con el seudónimo de Ramón de Arriala, que utilizará de forma profusa para estos menesteres de comediante. Se ha definido a Larra con muchos adjetivos, inteligente, orgulloso, enamoradizo, inconstante, versátil, sarcástico, misántropo, escéptico, mordaz, generoso, hipocondríaco, pero el mejor adjetivo de Larra son sus artículos periodísticos, lo mejor y más característico de su producción, aunque Larra cultivó también la poesía, el teatro y la novela. No fue un destacado poeta, pero su poesía está dentro del estilo de la de su tiempo, que tampoco fue brillante, y algunas composiciones son algo más que aceptables. Aunque escribió algunas obras de teatro, como ya hemos comentado con anterioridad, su mayor contribución a este género la hizo como crítico.


En sus críticas, no sólo demostró su conocimiento del teatro, sino su propósito de reformar las malas condiciones en que se desenvolvía en su tiempo, pese a la abundancia de estrenos que se daba. Con todo, es el autor de uno de los primeros dramas históricos del teatro romántico español, El conde Fernán González y la exención de Castilla. En ese drama, en otro como Macías y en la novela El doncel de don Enrique el Doliente, Larra, junto con Espronceda, fue el escritor que mejor y de manera más completa asumió el Romanticismo. Larra fue un ilustrado con un corazón romántico, un corazón que más pronto que tarde, se fijaría en una mujer que marcaría su destino, Dolores Armijo.

El amor, que llena el alma a bocanadas constantes de dicha y deseo, ciega la vista del que no quiere ver, agradecido por la dulce música que hace danzar al alma. No importan los gritos que desde la voluntad serena de la cordura, quemen con arduo fuego los oídos del que no escucha, ya que amen de no oír, ni siente, ni vive más allá de lo que los latidos de su corazón le permiten soñar, pese a lo tenue del gozo del que cata la miel prohibida.

Como la Elvira de su novela “El doncel don Enrique el doliente”, Larra pierde la cabeza por Dolores Armijo, a quien conoce en un salón madrileño, poco tiempo después de casarse con Pepita Wetoret, concretamente en 1830, y estaba casada con el hijo de un conocido abogado afrancesado de nombre Manuel María Cambronero, quien ocupara cargos importantes durante la etapa de José I Bonaparte, y regresó del exilio también tras una amnistía, propiciando una relación de doloso adulterio.

Llegamos así a una época de esperanza y desesperanza para el liberalismo español que conspira en las logias alimentando el sueño del fin del absolutismo, que se atisba cercano, y que María Cristina de Borbón, la reciente esposa de Fernando VII, está embarazada, dando así al traste con las pretensiones del hermano del rey, Carlos, y su ideal continuador de monarquía absoluta, pero a la esperanza y la desesperanza las separa una fina línea que se confunde a la vez en ensueño y pesadilla , fantasía y congoja, que como un río turbulento arrasa con su corriente infernal llevándose consigo la dicha e inundándolo todo con la fatal desolación de los campos del anhelo inundados por el desengaño y la frustración con el fusilamiento del conocido General Torrijos en 1831 cuando una trampa lo atrapó en las costas de Málaga en el desembarco desde el exilio quedando inmortalizada para la historia la imagen de unos rasgos de nobleza y serenidad épicas propios de un héroe romántico eternizados para siempre en un cuadro de Gisbert.




Acompaña a este suceso la historia de la subida al patíbulo de Mariana Pineda, que podía incluso ser novelada como un suceso de amor y desamor, o de pasión desmesurada que la literatura liberal en un intento desmedido quizás por simbolizar su ideal de memoria histórica en obras, poemas y cine, pero quede a la postre la imagen de esta bella mujer que en un último intento de guardar su dignidad se negó a que en el momento de su ejecución le quitaran las ligas para no subir al patíbulo con las medias caídas, en un tiempo en el que Calomarde profesaba su oficio con la libertad prestada que ofrece la insensata mentalidad de un monarca fatal para la historia de un pueblo que no ha sabido más que luchar y saber morir por una serie de reyes a los que el destino de una nación, les ha importado lo mismo que el destino de una hoja seca caída de un árbol en tiempo otoñal.


A Calomarde ya le queda el semblante que retrata Galdós en sus Episodios Nacionales, con otro episodio propiciado por la hermana de la reina Luisa Carlota de Borbón-Dos Sicilias, amarrándole una bofetada en la dignidad fruto de los sucesos de 1832, conocidos como “Los Sucesos de la Granja”, cuando el entonces Ministro de Gracia y Justicia consiguiera que el agonizante Fernando VII en su lecho final, firmara la restauración de la Sálica Ley a favor de su hermano Carlos María Isidro de Borbón, en lugar de su hija Isabel, a lo que la infanta se empeñó en no dar aliento consiguiendo que su cuñado, el rey, firmase un decreto posterior que abolía la Ley Sálica de forma definitiva en un episodio cuya frase final fuera que manos blancas no ofenden pero que desencadenaron tres guerras civiles que sacudieron la España del siglo XIX, las guerras carlistas. En la imagen, Mariana Pineda en su camino al patíbulo.



Tras los sucesos de La Granja del 14 de septiembre de 1832, que acabamos de comentar, Céa Bermúdez fue llamado por María Cristina para que formase gobierno y neutralizara a los sectores absolutistas, colaborando con el moribundo Fernando VII en su pugna con el infante Don Carlos. Fue nombrado nuevamente Secretario de Estado el 1 de octubre de 1832, y promulgó la Pragmática Sanción que anulaba la Ley Sálica y abría el camino al trono a su hija, la futura Isabel II.

Mientras esto sucedía, la misma España, que retratada en blanco y negro en su cruenta realidad por Goya en “Los desastres de la guerra”, repartía ahora bofetadas más a siniestro que otra cosa, teniendo en consideración la ruptura total del ideal liberal, mientras que en la diestra, también quebrada en dos bandos, los postulados ultra-realistas herraban sus monturas y calaban bayonetas en los cauces de un río de odio, en una España sumida en la corriente de desconfianza y desgobierno, ante la atenta mirada de las tres damas oscuras hijas de la guerra: la miseria, la crueldad y la horca, en una desmesurada pasión, que no pudiera calmar más, que la mordedura fatal de una lanza. Los seguidores de don Carlos preparan su momento.

La infelicidad conyugal, que Larra se ha labrado a pulso con su propia inmadurez, agudizan su ironía y su mordacidad, dentro de un contexto febril, crispado, repleto de tensiones y esperanzas donde nace el que sería “El pobrecito hablador”, el segundo episodio periodístico de Larra en el que el bachiller Don Juan Pérez de Munguía mantiene una correspondencia sutil con gracia e ironía entre Las Batuecas y Madrid con Andrés Niporesas, corresponsal de El Pobrecito Hablador, y notario de su muerte en marzo de 1833 en la que sale el último número, aquejado de la dolencia fatal del silencio pese al intento de robar la atención de un lector fugaz y mantenerle en vilo en un cuento, dentro de un artículo del que Azorín diría que este escritor, tenido por el más extranjerizado de su tiempo, es el único escritor que enlaza con la tradición clásica y castiza del momento, un momento en el que a la par, termina la vida de uno de los monarcas más ineptos que mal parió España, en un contexto en el que ya sería oficial heredera de la corona aquella que en el futuro la apodaron como “La de los tristes destinos” y en el que Don Carlos, hermano del monarca esgrime sus derechos a la corona aferrándose a la invalidez legal de la Pragmática sanción de marzo de 1830 que derogaba el auto acordado por Carlos IV en 1713 que impedía reinar a las mujeres, y sus partidarios llamados ahora carlistas, dejan de mover sus peones a favor del destino de un trono, y los cambian por el fuego de guerra y la bayoneta calada en una vorágine atroz de muerte y sangre, dando comienzo a la que sería conocida como Primera Guerra Carlista. En la imagen, ataque carlista a bayoneta calada.




FÍGARO NACE Y ASOMA EL DESTINO FATAL

Larra, que ya había colaborado antes con la “Revista Española” que dirige Carnerero, y con quien había tenido sus más y sus menos en su etapa de “El Duende”, como ya hemos visto, el mismo Carnerero se rinde ahora y se abre ante el indiscutible talento de Fígaro, mucho más que una promesa de escritor, y entre 1833 y 1835 aparecen en la citada revista un total de 111 artículos con su firma, a la vez que colabora con “El correo de las Damas” para posteriormente en 1834, iniciar su colaboración con “El Observador” hasta finales de diciembre del mismo año, encontrándonos a un Fígaro periodista por excelencia creador del periodismo moderno que destila vida que una noche se acostó autor de folletos y comedias ajenas y al despertar de una clara mañana se levantó periodista con un nuevo nombre de un personaje famoso de Beaumarchais que le sugirió su amigo Juan Grimaldi, el autor de “La pata de Cabra”, y Fígaro se vuelca en sus artículos contra el Carlismo, de una manera cada vez, más agresiva si cabe.

La figura de don Tomás Zumalacárregui, el héroe carlista por excelencia, brilla con todo el esplendor del momento mientras se apaga el brillo de Céa Bermúdez y los exaltados liberales para dar paso a los moderados de Martínez de la Rosa, del que ya hemos hablado, en un año, 1834, que se dibujará como decisivo en el cuadro de la vida de un personaje tan singular como Fígaro y la tragedia del amor prohibido, subterfugio y razón de vida de una relación innombrable con una mujer de elegancia cultivada en el más fino de los salones en los que luce el atrevimiento de la pasión sin cuartel, y el atrevimiento es el arma tras la que se refugia de un aburrimiento conyugal para después dar un tiro al aire negando el desafío del corazón perdido de Larra y presentarle la carta de un amor discreto y tranquilo.

Los acontecimientos se suceden con la rapidez que proporcionan las prisas, y con el mal consejo de la estúpida embriaguez engañosa de un corazón sin medida, cuya sed, acelera sus pasos hacia la insidiosa fuente de la desventura amarga, y es que Larra se separa de su mujer, y lo mismo sucede con Dolores Armijo y su marido, al ser ambos descubiertos después de que Pepita Wettoret, sospechosa de las infidelidades de su esposo, decidiera descubrir una carta en la que se citaban Larra y su amante, propiciando la venganza remitiendo la misiva al marido de Dolores Armijo con la dolorosa escena de la ruptura. El marido de Dolores Armijo, Cambronero, se marcha a Manila para ocupar un cargo de importancia, y Dolores se retira a Extremadura, y posteriormente a Ávila a casa de un familiar.

Es en este mismo año de 1834 donde Larra escribe lo más importante de su producción literaria, una novela, El Doncel de don Enrique el Doliente, historia del amor imposible de Elvira, casada con un hombre al que no quiere, por obediencia a su padre, y “Macías”, un drama que recupera al mismo personaje, y a la misma problemática.


Ya en 1835, Larra das signos de cansancio pero mantiene la esperanza de Dolores Armijo. La nación no da visos de cambio político y el gobierno de Martínez de la Rosa empieza a desmoronarse cuando los liberales exaltados ponen en serias dificultades su continuidad, al tiempo que prosigue la guerra carlista, hasta que en junio de ese año cae el gobierno de Martínez de la Rosa y los llamados exaltados, la facción más radical del liberalismo, asume el poder con José María Queipo de Llano, conde de Toreno en la presidencia, y con un hombre, Juan Álvarez de Mendizábal en el Ministerio de Hacienda, el protagonista de la famosa desamortización eclesiástica que no sirvió para nada, más que para enriquecer más a los poderosos.

Larra viaja en 1835 fuera de España, para finalmente decidirse a seguir a Dolores Armijo a Extremadura, en compañía de un hombre que será su mejor amigo, José de Negrete, Conde de Campo Alange, al encuentro de Dolores en una relación más de tormento que de otra cosa, de encuentros de amor y desencuentros de odio que conducirán a un desenlace fatal, mientras que en España fracasa el Estatuto Real a la vez que el liberalismo se divide cada vez más, y continúa la Guerra Carlista que va tiñendo de rojo la piel de toro y las esperanzas de nuestro protagonista escritor, visionando y sintiendo un pesimismo cada vez más marcado, y un escepticismo palpable consciente de una derrota tanto de ideal y esperanza política, como de conciencia de amor, donde confluyen los dos caminos fatales en la vida de Larra, de los que consigue salir del primero, a duras penas, pero sucumbe ante el dolor del segundo en un arrebato del alma, ciega en su desdicha fatal, y ahogada en su particular desengaño.

En 1836 Fígaro retorna al trabajo en un Madrid que lo espera con los brazos abiertos y brilla nuevamente con sus artículos, mientras que la vida política desciende peldaños a marchas forzadas en una Revolución Liberal propiciada por un nuevo Jefe de gabinete, José María Calatrava, en el que Mendizábal era el hombre fuerte, y Larra arremete con virulencia contra una política desastrosa en la que el Estatuto Real y la Constitución gaditana han pasado a ser papel mojado, convirtiéndose Larra en abogado defensor de una España contra un poder político monótono e incapaz de solucionar los problemas consumiéndose en rodeos sin sentido, y el fracaso de la desamortización de Mendizábal, hace que el pueblo salga a la calle contra la Iglesia, lo que sume a Larra en la tristeza, y nuevamente llegan los moderados al poder con Francisco Javier Istúriz, lo que supone una nueva esperanza para nuestro protagonista, pero durará tan poco, como lo poco que dura el gobierno, cayendo nuevamente en una nueva decepción.

Larra contempla su entorno y apenas encuentra nada memorable, sino una sociedad arcaica, anclada en costumbres y valores fosilizados, atenazada por la parálisis y la inacción, envuelta en estériles contiendas dinásticas que no sólo empobrecen el país, sino que frenan decisivamente su necesaria modernización, además de que los intentos de desamortización han sido un fracaso para la deuda pública y no han hecho más que consolidar a la aristocracia en perjuicio del conglomerado de clases medias por las que Larra clamaba. Comprende que su misión radica en mirar a su alrededor, en no perderse en disquisiciones sobre el pasado y en abrir los ojos a sus compatriotas acerca de la necesidad de una transformación social indispensable, tal y como lo viera Cadalso, el primer romántico europeo. 

Toma entonces la decisión de convertirse en Diputado tras la llamada de Istúriz para la entrada en el poder a hombres de su generación, y se presenta por Ávila, donde vive su amor imposible, Dolores Armijo, pero nuevamente la insoportable levedad de la esperanza larriana se desvanece con el simple suspiro del viento del viento de la contradicción, y un mes más tarde de tener el acta de diputado en la mano, cae el gobierno de Istúriz que acababa de celebrar y ganar las elecciones, en un ambiente hostil de tal manera que se ordena a los gobernadores civiles facilitar escoltas a los diputados electos ya que los conocidos como exaltados, los correligionarios de Mendizábal, no han sabido aceptar su derrota en el silencio que aconseja la prudencia y la libertad, y saltan a la calle cual lobos hambrientos a la caza de sus presas, cargados con el talante conspirador y la amenaza airada hacia el gobierno de Istúriz, característica innata de toda izquierda radical, de tal manera que incluso se aborta una intentona de rebelión en Madrid para proclamar la Constitución gaditana, y levantamientos y motines por gran parte de España. En la imagen, Juan Álvarez Mendizábal.



Aquéllos que son colocados en los mausoleos de la libertad, cuya parte superior es esculpida por el insigne cincel de Ponciano Ponzano dando triste nombre de lo que no representa si no a la memoria que la historia pretende atribuir a marchas forzadas, son recordados como héroes hoy de un pasado turbulento parecido a los presentes de la leyenda como si nunca hubiéramos terminado de aprender. El 12 de agosto de 1836, tiene lugar la rebelión de los sargentos de La Granja, que es de sobra conocida, y cuyos efectos condujeron a obligar a la reina a estampar su firma en un Real Decreto que restablecía la Constitución de 1812, y ante una reina perpleja, y maniatada, subía al poder José María Calatrava, instigador, junto a Mendizábal, de Los sucesos de La Granja, nuevas elecciones, nuevo gobierno, y con los exaltados al frente, y cuyo precio de traición forzada fue dos onzas por cabeza en nombre de una mentida libertad que arrastró a Larra a un diagnóstico final de pesimismo y desesperación frustrante al borde mismo de un desastre personal que ya plasma en su artículo “El día de Difuntos de 1836” en noviembre de aquel año, en que Larra ve a Madrid como un inmenso cementerio, en el que cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, y cada corazón, la urna cineraria de una esperanza o un deseo, y al finalizar casi el año, escribe lo que sería la perfección larriana como escritor y periodista en “La Nochebuena de 1836” en, como siempre, una artículo excepcional dentro de un cuento fantástico en un contexto romántico y puro hasta la más absoluta saciedad del espíritu dolido de Larra. 

Como estamos viendo, el mundo se derrumba ante Larra, que lo observa con una mirada inexpresiva desde lo más profundo de su ser, pero la angustia persigue al desgraciado hasta su total y absoluta miseria, y el 15 de enero de 1837, muere su amigo el Conde de Campo Alange, del que ya hemos hablado antes, y lo hace de una forma que sólo un héroe romántico puede hacer. Enrolado en las filas del ejército liberal a favor de Isabel II contra los carlistas, muere en Portugalete, en los enfrentamientos previos a la batalla de Luchana. Larra pierde al mejor de sus amigos, compañero de viaje en un camino de espinas, soporte en los traspiés del destino, palabra de aliento en el silencio de la amargura. Ante esta situación Larra es ahora un sentimiento desbordado en su total sinceridad de pasión, y así lo demuestra, como no podía ser de otra manera, en sus últimos escritos y críticas.


En los primeros días del mes de febrero de 1837, Larra escribe una carta a Dolores Armijo, anunciándole que va a ir a visitarla a su casa, a lo que ella le contesta que no fuese de ninguna manera a su casa, y que sería ella misma la que lo visitaría a el en la tarde noche del mismo 13 de febrero, y después de haber pasado la mañana con un amigo, después de la comida se dirige a su casa, en espera de la llegada de Dolores Armijo, que lo hace acompañada de una cuñada, y le hace saber que ha tomado la decisión, después de dos años de separación, de regresar con su marido a Filipinas, donde éste ocupa el cargo de Secretario de la Capitanía General, a la vez que le solicita rescatar sus cartas de fechas anteriores, y poner así fin a la aventura. Todo esto, con las palabras justas y sin ningún tipo de protocolo.


Lo que ocurre a continuación, lo hace en pocos instantes, casi sin dar tiempo a que el sirviente de Mariano José despidiera a las damas en la misma puerta, con la pragmática de que el amor prestado, dura menos de lo que un suspiro dura en el aliento final de un condenado, pese a que la siniestra mano haga esfuerzos supremos para detener el impulso suicida de su hermana diestra, obstinada y tenaz en su empeño postrero, sabedora y creyente en su magna tragedia, la fatal profecía de un destino roto ante la impasible mirada del color de un espejo. 

Aingeru Daóz Velarde.-







BIBLIOGRAFÍA

Vida de don Mariano José de Larra conocido vulgarmente bajo el pseudónimo de Fígaro . Cayetano Cortés


Larra. Biografía. Marcos Sanz Agüero. 


Larra. Biografía de un hombre desesperado. Jesús Miranda de Larra.