sábado, 5 de diciembre de 2020

TEMPLARIOS. GUARDIANES DE LA ETERNIDAD.

 

TEMPLARIOS. GUARDIANES DE LA ETERNIDAD. 


Una espesa y ponzoñosa niebla se extiende por el valle, allá donde una batalla acaba de terminar casi al mismo tiempo que la luna empieza a asomar, para escribir una vez más en el libro sagrado del recuerdo, la historia de los templarios, que mueren y dan muerte, e incluso son derrotados. Dueños de un conocimiento y una hermandad deliberada con sufíes y más tarde cabalistas e incluso ashashins, llevan consigo tradiciones esotéricas y llenas de misterio, esencia de su más absoluta tradición. Fueron, sin duda, un núcleo de elegidos entre los elegidos, poéticamente herederos de un fin filosófico ritual cuya idea era el colofón de su identidad, es decir, la gloria, aún a pesar del sacrificio de la propia muerte. Combatientes de primera línea, los templarios son la fuerza de choque por excelencia de todas las batallas, y también en los territorios hispánicos en su lucha contra los reinos moros y sarracenos. Así, se distinguen en numerosas batallas y la pertenencia a la orden resulta un galardón inapreciable en el mundo de la caballería…tenemos ejemplos de órdenes militares templarias en España como la Orden de Santiago, la de Alcántara, la de Calatrava, la de Montesa, la Militia Christi, Santo Sepulcro, la Cofradía de Belchite, la Orden de Monreal, la Cesaraugustana, la Orden de Monte Gaudio entre otras, e incluso Órdenes femeninas vinculadas, como la de las Comendadoras de Santiago. 




Paladines de una magna causa, cabalgaban o caminaban hacia el sacrificio pertrechados de un valor difícil, sino imposible de superar, leales siempre a la cruzada, sólo superados por el poder de la traición. Los caballeros templarios, fueron el baluarte del honor, y víctimas de la codicia y el interés del papado y los príncipes de la política. Su espíritu, estaba alentado por el de Jerusalén, la bienamada, e incluso en los peores momentos, encima ya de la derrota, conservaban el valor y el sacrificio sagrado y abnegado de su propia vida hasta en el último estertor.

No existe parangón que se pueda igualar a la entrega, el arrojo y coraje de estos guerreros, ni a su devoción a la causa cristiana con tan probada integridad moral. La bienamada Jerusalén, es la meta de sus tres credos, a la que muchos llegan desfallecidos, consumiendo sus últimas fuerzas, tras recorrer penosamente miles de kilómetros, para besar el suelo del Santo Sepulcro y luego morir, morir en la Jerusalén terrenal para ascender a la Jerusalén celestial, y aun perdida la terrenal, pero disputada con tanto ahínco, que quedaba grabada a fuego y sangre en sus espíritus, en una lucha a muerte en un paraje cualquiera con la única añoranza de la sagrada eternidad.




Jerusalén, origen de grandes padecimientos y derramamientos de sangre, la ciudad se levanta impasible y observa a sus templarios elevar sus almas. Princesa y reina, Jerusalén se yergue misteriosa y sublime ante la desolación del desierto que la contiene, mostrando el esplendor de sus murallas, que encierran los tesoros más anhelados por la cristiandad. Jerusalén, vestida de negro, hermosa en el Cantar de los cantares, sublime y santificada in aeternum, es testigo silencioso de la tragedia de aquellos hombres que, entregados, saben luchar, y saben morir. Jerusalén, un claro que emerge de la oscuridad, alumbra las tinieblas que amenazan al Santo Sepulcro, como si de una tea perenne se tratara, y desde la lejanía, se observa brillante en el afán de los corazones que la contemplan aun en sus sueños. 

Los ojos de Jerusalén, desbordan lágrimas en un llanto amargo que acongoja los corazones intrépidos de aquellos que con su vida la defienden, como si de una noble dama inocente se tratara. Sabedores de su sacrificio final, no escatiman esfuerzo y entrega, ni grito de aliento ante la terrible adversidad, superados en número, pero crecidos ante el dulce aroma de la bienamada, su recuerdo evoca en sus almas la añoranza de tiempos pasados que jamás regresarán. 




Acontecía el año 1306, a la vez que unas grises nubes se cernían en el sur de Francia sobre una inaccesible fortaleza aparentemente inexpugnable. El gran maestre templario, Jacques de Molay, se negaba reiteradamente a aceptar la idea de una fusión de las órdenes militares bajo el cetro del rey francés del momento y la más que evidente coacción del papa Clemente V so pena de excomunión. Hacia el 6 de junio del mismo año fue llamado a capítulo a Poitiers para hacerle entrar en razón y de paso, ser digerido por la insaciable voracidad de Felipe IV de Francia. Su negativa sellaría el destino de una orden coherente con los más elementales principios cristianos, generando una causa general contra la Orden. En el año 1307, el papa Clemente V y Felipe IV ordenaron la detención de Jacques de Molay junto con la de los demás caballeros templarios bajo la acusación de sacrilegio contra la Santa Cruz. 



Esta, que vamos a aclarar y no otra, fue la razón de aquella salvaje persecución contra unos hombres fieles a un ideal cristiano de solidaridad y compasión, de lucha por los valores propuestos por el profeta con más predicamento de la historia en beneficio de la colectividad, y de lo que es clave, de la acumulación de una inmensa fortuna que no solo permitía a los templarios actuar como prestamistas, sino que también en la economía doméstica y local con pequeños créditos o préstamos sin usura que permitían a muchísimos beneficiarios vivir una vida más digna en aquel calvario de sociedad medieval. Todo esto, creaba recelos y envidias en un sistema que buscaba la más absoluta alienación de los siervos o súbditos bajo el poder real, ésta fue la razón, y la abominable causa de de la más ingrata de las perfidias.




Amanece el alba en la Isla de los Judíos, o Isla de San Luis, pero una espesa neblina, como premonición a lo que va a acontecer, apenas deja asomar las ténues rayos de sol en aquel sombrío lugar que baña el Sena. Al lado del río, rostros curiosos y expectantes pueblan ambas orillas, a la espera del acontecer, y un tenebroso silencio se adueña del sitio, mientras que a los alrededores del gentío, la fiesta aclama a los vicios mundanos de la implacable humanidad desheredada, atrayendo a las meretrices al olor del dinero y los vapores del vino que, desde hace ya rato antes de la amanecida, había empezado a verter la locura de la sinrazón, del triste espectáculo convertido en celebración y feria, a cuyo tétrico banquete presentaba la condición de presa a un despojo hecho girones tanto en la ropa, como en cuerpo y alma a Jacques de Molay...


Unos años antes, en 1306, tras la expulsión de los judíos, el estado de la economía francesa rozaba la ruina. El rey Felipe IV había pedido varios prestamos a la Orden del Temple, que no podía devolver. Por este motivo hizo devaluar la moneda varias veces, ante el disgusto de sus súbditos. El monarca, desesperado, hizo correr la voz de que los templarios tenían un comportamiento poco cristiano, y junto con Guillaume de Nogaret, un personaje sin escrúpulos, y el confesor real, Guillem Imbert, urdieron un plan para destruir a la Orden y quedarse con sus bienes.


Esta fue su condena, y la razón de aquella injuria contra unos hombres fieles hasta más allá de la misma muerte. 




Antes, 113 caballeros templarios habían sido ya asesinados en la hoguera por los hombres de Felipe, en medio de un sinfín de irregularidades y el recelo del pueblo llano. Aquel era el último que quedaba en Francia. 


El Regidor mira a Molay con compasión no exenta de culpabilidad. Sabe que la confesión ha sido arrancada de forma cruel. Tras siete años de prisión, el anciano ha quedado reducido a una sombra de lo que fue. Pese a ello, cuando la sentencia se proclamó en firme, Molay fue tan torpe de no aceptarla con la sumisión esperada, rechazando la falsa misericordia de Felipe IV, proclamándose inocente, retractándose de su confesión de culpabilidad obtenida bajo tormento. Un 18 de marzo de 1314, Jaques de Molay, Gran Maestre de la Orden del Temple, moría quemado en la hoguera, frente a la catedral de la Notre Dame. Antes de expirar volvió a retractarse de forma pública de todas las acusaciones, proclamando la inocencia de la Orden y lanzando una maldición a los culpables de la conspiración, a los que emplazó ante el tribunal de Dios en el plazo de un año. 




Efectivamente, poco después esta supuesta maldición se cumplió, ya que el papa Clemente V falleció el 20 de abril de 1314 y el 29 de noviembre fallecía Felipe IV, víctima de un accidente de caza. Finalmente, ese mismo año también murió envenenado el conspirador Guillaume de Nogaret, Advocatus Diáboli, Abogado del Diablo de la causa contra los templarios. 




A las afueras de Aceldama, el campo que los sacerdotes compraron con las treinta monedas que recibiera Judas Iscariote por vender a Jesús, descansa el guerrero después de la ardua batalla, una más de las que carga a sus espaldas, librada en aquellos parajes regados por tanta sangre. La lluvia, cae ahora con fuerza refrescando el intenso calor del ambiente, y empapando de frescor las heridas sobre los cuerpos sufridos. Un silencio roto únicamente por los lamentos de los heridos de muerte, y algún que otro suspiro de aceros, rompe la paz concluyente de la hostilidad. Miradas llenas de vacío de cuerpos abandonados por la vida observan mudas el resuello del caballero cruzado, hoy vencedor, pero sabedor a su vez del incierto futuro del mañana. Un recuerdo de los momentos más apasionados de la orden, pasa por las mentes de aquellos que hoy se han batido con la fiereza que les simboliza y encarna. Al mismo tiempo, como si los mismos acontecimientos respondieran a una llamada o señal del destino, cuyo hado o fatum se eleva sobre sus cabezas retando a la voluntad de los hombres, el maligno teje el manto de sombras que marcará el destino salpicado por el oscuro y amargo sabor de la apostasía, y el calvario de su último gran Maestre, Jacques de Molay, que sancionaría para siempre en el futuro el terror y la suerte de la orden con el final de una maldición. Las ruinas de Jerusalén, la bienamada, observan en la distancia el acontecer, y en esa misma soledad se cruza la mirada y el aliento de un hombre postrado a lo lejos, oteando los últimos suspiros que resisten la embestida sarracena un día más. 




Como un presagio escrito sobre una lápida yacente en el Sacro Monte de los Olivos, el guerrero cruzado se aleja despacio hacia un rincón apartado del espectáculo de la muerte. Ha cesado ya la lluvia, y la luna asoma de nuevo llena y rebosante de luz, apartando nubes y tinieblas, para alumbrar el anhelo y el camino a la vez. Es un momento sublime en el corazón de un hombre rendido ante el altísimo, que desde las alturas, lo observa derrumbándose de rodillas ante el simbolismo sagrado del sacrificio por la humanidad. Desgarrado su espíritu, ora desolado ante al fatal espectáculo del apartado campo de batalla, y solicita hundido en lo más profundo de su ser, el perdón de Dios, suplicando la fuerza necesaria para combatir de nuevo otra vez, en defensa del madero en el que reposan los restos yacentes de su devoción. El Gólgota, a lo lejos, derrama la última lágrima al albor del anochecer.


Aingeru Daóiz Velarde.-