sábado, 28 de diciembre de 2019

LA MALDICIÓN DE NOTRE DAME



Fue en uno de esos baches de la vida, en los que el tedio y la desolación se habían propuesto hacer guardia y enclaustrarme dentro del presidio de mi conciencia, para buscar ahí alguna lógica a ese paso del tiempo en el que uno, empieza a hacerse demasiadas preguntas a las que no puede contestar…me dio entonces por indagar en la lectura, por la que había perdido un poco de afición, y retomar de nuevo la senda de las letras, esta vez, en clásicos franceses como la comedia humana de Honoré de Balzac, Madame Bovary de Gustave Flaubert, Alexandre Dumas y el Conde de Montecristo, Víctor Hugo, con quien hice doblete con Nuestra Señora de París y Los miserables, y algunos poemas de Charles Baudelaire, del cual me quedé con una frase que dice que hay un invencible gusto por la prostitución en el corazón del hombre, del cual procede su miedo a la soledad...y quizás fue ese miedo a la soledad, lo que me hizo tomar la decisión de salir en busca de algo que ya había perdido la ilusión de encontrar. 





Tengo que reconocer, que nunca me apeteció demasiado viajar a París, pero la esperanza se había abierto de nuevo paso de entre las malezas del desengaño, y la decepción por uno mismo empezaba a plantearse más como un yerro del destino, al cual lo separa un pequeño paso de la casualidad, o la mala suerte, con lo que empecé a creer más en aquel pensamiento, no sé de quién, que dice que del único destino que podemos estar seguros, es el de la muerte, y recordé e hice mía una frase de Mahatma Gandhi que leí en uno de esos libros sobre los pensamientos negativos para intentar ahuyentar a los cuervos de mis reflexiones, que dice que el hombre se convierte en lo que él cree de sí mismo…



No estaba como se dice, el horno para bollos, pero tras una amigable y entretenida charla nocturna en compañía de un doctor escocés de doce años de nombre Cardhu, me templó el espíritu, y acepté la invitación de Agnes, una entrañable señora, algo ya entrada en años, como un servidor, y que intentaba aferrase, quizás por última vez, al tren de la esperanza, también como un servidor, y con la que tuve ciertas aspiraciones sentimentales tiempo atrás, que por razones de intendencia emocional, se habían quedado en otra estación… Agnes había estudiado y dado clases de danza en Londres… bella como la luna, menuda y morena, pero de una mirada radiante cuya gracia envenenaba de pasión el corazón. La llegué a conocer gracias a cierta negociación de compra y venta de antigüedades, en este caso, de una serie de libros, de los que su padre, era propietario, y el cual, era de origen español, cosa que avivó el interés de nuestra simpatía. 


Agnes me había invitado a París, donde sus padres residían, y con los que hice una buena amistad, como ya he dicho. Me dijo que no era el mejor de los momentos para ver París, puesto que la ciudad estaba sumida en la tristeza por el incendio sufrido por el alma de la ciudad, la Catedral de Notre Dame, pero siempre sería buen momento recordar que París era la ciudad del amor, y no Agra, con su espectacular maravilla del mundo, el Taj Mahal, gran palacio que fue construido en honor a la esposa favorita del emperador Shah Jahan, como pensaba yo.


El encanto del río Sena, un beso pasional frente a la Torre Eiffel, el Temple Romantique que se sitúa en Île de Reuilly, un lugar para susurros prohibidos en mitad de un pequeño lago, el barrio bohemio de Monmartre y su muro de “los te quiero”, e incluso un puente del que no recuerdo su nombre, lleno de candados, pero sobre todo, la Catedral de Notre Dame…




Una fina lluvia, casi imperceptible, bañaba la tarde noche de París, y a lo lejos, en las alturas de Nuestra Señora, nos observaban las gárgolas, esos animales fantásticos que prolongan los canalones, y más arriba, las quimeras que nacen de la imaginación y las lecturas de Eugène Viollet-Le- Duc, que miran de reojo a su reina, la Stryge, esa vampiresa insaciable que representa a la lujuria…





Agnes, me miró en silencio, divertida ante mi admiración, al observar y tocar con mis manos los muros de la Catedral de Notre Dame atacada por la quimera del fuego. Mi dulce compañera se apiadó de mí, y me contó la hazaña de esta hija de campesinos, que comenzó con la aparición del arcángel Miguel que protegía el reino de Francia. Juana de Arco escuchaba los mensajes divinos que en su día la incitaron a la acción; debía unirse al ejército del rey de Francia y recuperar los territorios ocupados por los ingleses. Se limitó a cumplir la voluntad de Dios, según confesó posteriormente ante los jueces de la Inquisición que la sentenciaron.

La joven doncella se desplazó a Chinon, donde se encontraba la corte de Carlos VII, y ataviada con ropas masculinas, tal y como le habían indicado las voces, convenció al delfín de que ella era la enviada para ayudarle a reconquistar Francia. Equipada con una armadura blanca y portando un estandarte, como ha sido representada en numerosas pinturas, se puso al frente de las tropas y obligó a los ingleses a levantar el sitio de Orleans, derrotó al general británico Talbot en Patay y, ese mismo año, Carlos VII fue coronado rey en Reims, el 17 de julio de 1429. Sin embargo, un año después, y tras el fracaso de la ofensiva contra París, fue hecha prisionera y entregada a los ingleses, que la acusaron de herejía y la condenaron a morir en la hoguera.


Juana de Arco no se retractó, sino que reafirmó sus revelaciones y atada a una estaca y condenada por herejía, fue quemada viva en la plaza del Mercado Viejo de Ruán, al noroeste de Francia, y sus cenizas fueron arrojadas al río Sena… Por cierto, Juana de Arco, jamás fue beatificada en Notre Dame, pero en su interior, la imagen de la joven santa, daba un calor especial al alma de las gentes que la observan en silencio.



Recordé las palabras de Nostradamus, “Un símbolo de la cristiandad en Francia o España arderá en fuego purificador. Nuestra Señora llorará por todos nosotros y brillará en la lejanía. Con la entrada de la primavera una iglesia de todos los tiempos arderá por los pecadores”…


La Isla de la Cité, a orillas del Sena, estaba desierta, y el manto oscuro de la noche empezaba apenas dejar pasar la luz del cuarto menguante de luna… paseábamos en silencio, con el único sonido del compás de los zapatos de Agnes, y con el pensamiento en la evocación de nuestro último encuentro un par de años atrás, cuando salí de París por un incendio del espíritu, y regresaba de nuevo tras un incendio del alma de la ciudad, no podía recordar quién dijo alguna vez que la casualidad, es la otra cara del destino, ¿o era que el destino, era una simple casualidad?...


En estas cosas estaba, mientras Agnes, con la mirada perdida en el ocaso de las emociones, se atrevió a tararear una canción para un recuerdo de tiempos, para no olvidar en el mejor de los casos, o para borrar para siempre de la memoria y romper el disco, cuyo título era “Venecia sin ti” de un tal Charles Aznavour, víctima de un proyecto en común que jamás pudimos llevar a cabo, cuando de repente, desde un lateral de la Catedral, se entreabrió la puerta del Diablo, bautizada como puerta de Santa Ana, y desde cuyo interior salió una fantasmagórica figura , presentándose como el cerrajero Biscornet, quien vendiera su alma al diablo para que le ayudara en su trabajo de orfebrería, puesto que según nos dijo él era el artesano del trabajo en la citada puerta…miramos hacia uno y otro lado sin saber qué hacer, y Agnes, aterrada, se aferró a mi brazo con fuerza, y la impresión, nos dejó mudos a los dos…




Nos invitó a pasar con un gesto de silencio, y en susurros, nos contó la maldición de Notre dame. Al poco de su muerte, tras unos días después de haber terminado su trabajo, nadie sabía cómo abrir la Puerta del Diablo que llevaban la ornamenta de Biscornet… pero cuando comenzó la ceremonia de apertura, un sacerdote, contratado para bendecir la catedral, oró y arrojó agua bendita a sus puertas para finalizar la bendición. Ahí, para sorpresa de todos, las puertas se abrieron…el Diablo, contrariado, colocó con su mano las gárgolas como símbolo de su poder y escupió sobre ellas, dando la sentencia a la Catedral que unía los caminos de Francia, y por ende, de la Europa entera…el alma de Biscornet, quedaría condenada eternamente a vagar por las inmediaciones de la Catedral.


Más allá, desde las apagadas tinieblas del interior, se escuchó un gemido, un llanto tenue, casi un lamento, y de entre las cenizas de la Catedral de Notre Dame, surgió sucia y ennegrecida la imagen de una legendaria mujer, con una espada en el flanco izquierdo, y una bandera entre sus brazos, cuyas manos unidas en un gesto de plegaria, levantaba su mirada hacia el cielo desde el mismo pedestal de roca adherida a las paredes de la Iglesia…su suerte de campesina, se unió a la historia que Víctor Hugo le diera a su vez a la gitana Esmeralda, rompiendo el corazón, y avivando la llama de la leyenda. 


De pelo corto, y un vestido casi masculino, casi parecía hablarnos, para contarnos la maldición del diablo, después de que fuera condenada viva a la hoguera por el duque Juan de Bedford, y las gárgolas cobraran vida al caer la noche, abandonando su caparazón de piedra para vengar su muerte y arrasar la ciudad, por la injusticia de su ejecución. 





Vencido ante la majestad del dolor, imploré al Reino de los cielos, para que desde allí, Juana de Arco tocara mis oídos para que yo también pudiera escuchar la voz de Dios y cumplir los cometidos que Él envía a la humanidad carente ya de corazón. Pedí a la imagen de piedra, que me observaba ahora desde la tenue luz de mis pensamientos, que me prestara su espada para librar a los enemigos de mi alma, y que la sombra de su escudo me protegiera de los golpes del enemigo traidor, y con el dulce calor de su aliento, cuidara mis heridas. Supliqué a la dama de roca, para que acariciara mis ojos, y alumbrara la luz que dejara ver el camino de la justicia a aquellos desprotegidos por la crueldad del mundo, y me ayudara a socorrer a los necesitados. Rogué aferrado a sus fríos pies de mármol, que me diera un beso en los labios, y con él, el aliento y la sabiduría necesaria para albergar el espíritu de la verdad, y defenderla de los ataques de la infamia y la traición, y dar testimonio con mi ejemplo a todas esas almas perdidas en las tinieblas del infierno.

Oré sin voz, desde lo más profundo de mi alma, para que Juana acariciara con su pétrea mano mi corazón, y supiera tener el valor de defender la Cruz de Cristo con el coraje necesario hasta el último rincón del dolor y la muerte. Apelé a la dama de Arco, cuya mirada de piedra dejaba resbalar una lágrima en mi honor, para que me acompañara en su espíritu, por todos esos malos trances que el camino de la vida se empeña en ponernos como piedras con las que tropezamos una y otra vez. Insté a mi Señora, cuyas cenizas habían dado alimento a mi espíritu esparcidas en el Sena, que intercediera por mí en el reino de Dios, cuando llegando ya al final de mi peregrinar en el camino de mi vida, me llegara la hora de rendir cuentas, y pidiera por mí compasión al Altísimo para purgar mis deudas y mis muchos pecados, y pudiera reencontrarme con todos mis antepasados y allegados en el dulce calor de la eternidad.

Levanté al final la mirada, me puse de nuevo en pie, y observé a Agnes, seria, con los ojos humedecidos quizás, por el llanto apagado de la tristeza, o de la misericordia del alma, al observar la magnitud del desastre del fuego, y no pude sino recordar en su imagen la misma de Esmeralda, aquella a la que Víctor Hugo inmortalizara para siempre en “Nuestra Señora de París”. 




Observando la dulce belleza morena de Agnes, y en los pensamientos aturdidos por el entorno y la noche, albergué cierto temor en volver a caer en las redes de Eros o Cupido, ya que a cualquiera de los dos les guardaba el mismo resentimiento, y como si de un pasaje novelado de Víctor Hugo se tratara, cuya mirada nos observaba en silencio en mitad de unas imágenes de devastación y soledad que pasmaban los sentidos, me sentía a la vez como uno de esos personajes de su novela “Los miserables”, con la clara idea que alguien dijo alguna vez de que la raíz del sufrimiento, es el deseo, así que para no sufrir, hay que librarse de los deseos, y si el amor es uno de ellos, mejor olvidarlo, dar media vuelta, y salir en la oscuridad de la noche, de la ciudad de la luz…

Al instante un sobresalto terrible espantó el silencio con la atronadora irrupción de un ser de aspecto pavoroso, como bajado de la Galería de las Quimeras que une las dos torres de la Catedral, descolgándose de una oscura balaustrada del fondo, y el mismo aspecto de la muerte, con unos ojos abiertos a la demencia, que se le salían casi de las órbitas, enrojecidas como la sangre, y de mirada, no amenazadora, si no más bien de sentencia firme de expiración, vestido con una especie de toga de Juez o sotana larga, negra como su propia alma y una especie de gorro o birrete del mismo color, y unas manos huesudas de dedos largos y afilados como los de una guadaña, sacando espumarajos de cólera por su deformada boca, vociferando no se qué angustias incomprensibles en latín, y en cuyas manos, llevaba una alarmante soga trenzada, con la que sujetó brutalmente a Agnes por el cuello a la vez que bramaba:

- Me han cerrado las puertas del infierno por terror a mi presencia, Belial, el demonio del amor estéril y la pasión inconfesable ha sucumbido a mi ira, Agramon, el demonio del miedo, me rinde pleitesía, Araziel me ha vendido su secreto por mi alma, solo yo he probado la esencia inmortal de la Piedra Filosofal…lo juré en el pasado, si no es mía para siempre, no será de nadie…




Me quedé exánime y aterrado por un momento, el cual aprovechó el aparecido para darme un zarpazo descomunal que me tiró de espaldas al suelo, y lo vi desaparecer con una viveza asombrosa casi inhumana, arrastrando tras de sí a la pobre Agnes detrás del monumento a la Piedad.

Me levanté medio aturdido y agarré la pata rota de un banco destruido para salir lo más rápido posible intentando rescatarla de las fauces de la bestialidad, cuando al instante, vi derrumbarse la cruz de oro de detrás de la Piedad, con el consiguiente estruendo que me estremeció, todo lo poco que me quedaba por estremecer…un silencio absoluto después, y al instante, una voz dulce y serena, dijo detrás de mi…

- He escuchado tus súplicas desde más allá de donde el entendimiento de las almas vivientes puede siquiera imaginar, y como desde este Sagrado lugar, elevaron las plegarias por mi devoción, y me elevaron a los altares del cielo, también desde aquí se ha cumplido por dos veces el castigo de la injusticia, una, por el fuego de la maldición, otra, por mi súplica durante el martirio, para que sostuvieran la Cruz en alto, y así poder verla a través de las llamas de mi muerte…hoy, esa Cruz forrada de oro, ha hecho la justicia de Dios en mi nombre, y el maligno volverá al abismo del averno para su eterno encierro...




Me giré, y aún pasmado como estaba, no vi a nadie…sólo la estatua de la Doncella de Orleans a la que antes me había encomendado, y me rehíce al instante como pude, para salir tras La Piedad, donde estaba la Cruz caída, y Agnes, en el suelo, desmayada, pero sana… ni sombra de la aparición que se la intentó llevar; Claude Frollo, el archidiácono que Víctor Hugo inmortalizara en su novela, había pagado su pecado. Recogí del suelo a Agnes, que aterida de horror, empezaba a despejarse, y nos recostamos en el Altar que permanecía intacto pese al fuego de las fechas pasadas, para recuperar el aliento, y entrar en lucidez, pero abrazados, nos quedamos dormidos los dos.

Cuando desperté recostado en el sofá, miré alrededor para cerciorarme de que no estaba soñando, y pude garantizar de realmente estaba en mi hogar, y me había quedado dormido leyendo a Nuestra Señora de París, y con la compañía algo inmoderada del doctor Cardhu vestido de vidrio, al que le censure su comportamiento guardándolo en el mueble aparador bajo llave, al tiempo que hice lo propio con el acomodo en su estantería de Nuestra Señora de París y toda la literatura francesa que tenía esparcida por el salón, y que me dio por pensar si no estaría yo en las costumbres y cabales de un caballero andante inmortalizado por un manco de Lepanto, de cuyos nombre no me puedo acordar, y que debió tener sus vivencias allá por un lugar de La Mancha…sonó el teléfono y lo cogí, era Agnes, recién llegada de Londres, y tras un intercambio de recuerdos, buenos argumentos y parabienes, me invitaba a visitar Paris en su compañía, y así, recuperar el tiempo perdido…

El sol, empezaba a entrar por el ventanal del salón de mi casa, y me paré a pensar un instante mientras recordaba una frase de Paulo Coelho que dice “No dejes que la persona imaginaria que está dentro de tu cabeza te impida amar a la persona correcta que está delante de ti”, consentí en olvidar a Esmeralda y me propuse aceptar la invitación de Agnes, con la condición de que, como le decía Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en "Casablanca", siempre tendremos París, pero de momento, prefería tener el recuerdo de un reencuentro en Venecia, y sus paseos en una góndola romántica por los canales de la ciudad…Por la causalidad, Esmeralda había nacido con el nombre de Agnes en la novela de Víctor Hugo, y había acaparado mi corazón en una fantasía, y era ahora la verdadera Agnes de mi conciencia, quien tomaba posesión de la digna necesidad del sentimiento, y recordé que había olvidado  la casualidad de haberla conocido en un sueño.

Aingeru Daóiz Velarde.-











lunes, 2 de diciembre de 2019

LA LEYENDA DEL NEGRO DE TRIANA


LA LEYENDA DEL NEGRO DE TRIANA

Las leyendas nunca mueren, sobreviven, y se transmiten en la memoria, de generación en generación, como si de un caro regalo se tratara del pretérito de la historia, envuelto en el misterio de la tradición y el credo, como un dulce que mezcla el sabor del pecado a veces, la lucha contra la resignación las más, y siempre, todas, con el calor de la esperanza.

El rey Alfonso X, que tenía una enfermedad en la vista que se le denominaba el dolor de clavo, los glaucomas actuales, era muy devoto de Santa Ana, la madre de la Virgen María, y le pedía cada día por la desaparición de su dolencia. Le prometió llevar a cabo algo grande en su nombre si conseguía mejoría y así ocurrió en 1266, haciendo construir la Iglesia de Santa Ana, la más antigua de Sevilla.

La Parroquia de Santa Ana es conocida también como la Catedral de Triana, y la razón es que durante siglos, la iglesia de Santa Ana fue a Triana lo que la catedral era a Sevilla. Hasta el XIX era destino de la estación de penitencia de las hermandades del barrio de Triana que partían en procesión de Semana Santa, en tanto que las de la otra orilla del río se dirigían a la Catedral. En 1.830, la Hermandad de Nuestra Señora de la O fue la primera en cruzar el puente de barcas para hacer estación de penitencia a la Santa Iglesia Catedral, a lo que en años sucesivos se sumarían el resto de las hermandades trianeras. El puente de Isabel II, conocido popularmente como puente de Triana, se terminó de construir en 1.852, lo que permitió una más fácil comunicación entre Triana y Sevilla. Aunque a simple vista si la observamos a pie de calle no nos parezca tan antigua, esto se debe a las muchas reformas exteriores que ha vivido a lo largo de la historia, especialmente la que sufrió a causa del famoso Terremoto de Lisboa (1755) que dañó gravemente su estructura externa. 




Sin embargo adentrándonos en su interior, entre sus secretos, tiene entre sus muros un gran número de obras de arte de gran importancia histórica fruto de sus más de 700 años de antigüedad, pero en la nave derecha del templo, junto a la capilla de la Divina Pastora, a poca distancia del suelo se encuentra un sepulcro con una lapida de azulejos de la que es fruto una de las leyendas más particulares de Sevilla, pero no por ello es muy conocida.

Cuenta esta leyenda popular, que en el año 1842 , después de un invierno de terrible crudeza, un alfarero del barrio de Triana, acudió a la parroquia trianera de Santa Ana para dar gracias a la Santa por ser curado de unas fiebres que lo habían tenido postrado varios meses, casi al borde mismo de la muerte, y para ofrecer para bautizar a un nieto suyo, estando rezando frente al altar de las Ánimas del Purgatorio lo que hoy es actual capilla de la Virgen del Carmen junto a la capilla de la Divina Pastora, un anciano apareció de la nada junto a él y le dijo enérgicamente mientras señalaba el altar de Santa Cecilia: – “Ahí está enterrado el esclavo asesinado por un Marques... Sorprendido por tal repentina intervención, el alfarero giró la cabeza y miró donde apuntaba la mano del hombre pero cuando volvió la vista a éste no se encontraba nadie en dicho lugar.

Aterrado y confundido, Castro , que así se llamaba el alfarero, salió de la Parroquia y volvió a su taller para intentar olvidar esta aparición, y debió pensar que con total probabilidad, se trataba de una especie de ofuscamiento fuera de la realidad, debido a la enfermedad y las fiebres que había sufrido hacía poco tiempo, con lo cual, ya creyendo que estaba totalmente repuesto de fiebres y de visiones, pasadas unas semanas, decidió regresar a la Parroquia, para acabar de dar las gracias con sus oraciones, y mientras rezaba en el mismo altar de las Ánimas, en la misa de doce, notó que lo agitaban del hombro y el mismo hombre de la anterior vez le refería aun con más excitación: -“ ¡Castro, Castro! Ahí está el esclavo asesinado, el que te dije la última vez, debes comunicárselo al Señor Cura… ¡Ahí está!”- .

En esta ocasión, convencido de la veracidad de dicha aparición, Castro corrió a comunicarlo a los curas de la Iglesia obteniendo solo burlas y respuestas incrédulas, siendo pronto extendida esta historia por el barrio acompañada de la fama de loco y embustero sobre el alfarero, mácula que perduró hasta que murió el pobre hombre al poco tiempo.

Después de tres años y ya fallecido el señor Castro, se llevaron a cabo unas obras de restauración y ajuste de dicho altar de Santa Cecilia, para las cuales se debió retirar la parte inferior de éste, descubriéndose detrás un sorprendente sepulcro…Ante tal descubrimiento, de forma inmediata, todo el mundo empezó a recordar la historia del alfarero y las apariciones, con lo cual, el cabildo de la Parroquia decidió retirar permanentemente el altar y dejar al descubierto la susodicha lápida. Además de ello se comenzó a investigar la identidad de dicho personaje y se dio con unos legajos que hacían referencia al tal Íñigo Lopes…como así consta…En la imagen siguiente, antigua foto de la Lauda (Lápida) sepulcral de Iñigo Lopes, aun con el rostro reconocible, sin sufrir los pormenores de los que hablaremos seguidamente.




La sepultura que guarda una curiosa historia, tiene una altísima calidad artística, y cuyo autor no es otro que Francisco Niculoso Pisano, uno de los más grandes ceramistas de la historia, el cual tiene muy pocas obras documentadas y que introdujo el oficio de la alfarería en el arrabal, y es una historia que se cuenta en la obra de José Gestoso y Pérez, “Sevilla monumental y artística”, la cual se compone de tres tomos, y cuya primera edición data de 1889, y aquí dejo constancia de la curiosidad…

En la páginas 186 y 187 del Tomo I, el cual he podido inspeccionar, se lee lo siguiente… (sic) En el ángulo opuesto al en que se halla la capilla de San Francisco, hay otra igual á ésta y de tan desatinado gusto que no contiene nada notable, y pasada la inmediata, en el trozo de zócalo que desde ella se comprende hasta la puerta lateral del templo, hay una laude de azulejos ante la cual hemos de detenernos. Es de forma rectangular, mide de largo 1 Metro 43 de largo y 0,71 de alto, y se representa en ella sobre fondo azul muy oscuro la figura yacente de un hombre con un bonetillo morado en la cabeza, el cabello cortado á la usanza del siglo XVI, las manos cruzadas sobre el pecho y vestido de una loba ó sotana amarilla, calzas verdes y zapatos negros. Por dos aberturas laterales, aparecen los brazos con mangas de tela morada. En la parte lateral derecha de la figura tiene el siguiente letrero con caracteres góticos:

ESTA FIGURA ES DE IÑIGO LOPES

Otros han leído en vez de Iñigo mingo como contracción de Domingo.

Siguen unas carclinas de estilo ojival, y después En caracteres romanos esta fecha:

EN EL AGNO DEI MIL CCCCCIII

En una cartelilla sobre la cabeza de la figura;

NICVLOSO FRANCISCO—ITALIANO ME FEClT 

Curiosa tradición corre acerca de esta sepultura, asegurándose por ella que en el espacio destruido en el epitafio después del apellido del difunto, Lopes, se leía la palabra esclavo, la cual se destruyó, quizá, para evitar las hablillas del vulgo, que señalaban al sugeto allí sepultado como víctima del asesinato del Marqués de…y aquí, enlaza con la Leyenda antes comentada del Alfarero.

De los legajos encontrados, se pudo conocer la historia que aquí dejamos. El 16 de noviembre de 1493, las naves españolas comandadas por Colón avistaron la isla caribeña de Borinquén, lo que hoy se conoce como el actual Puerto Rico. Los españoles no tardaron en encontrar un poblado habitado por indígenas, gentes dóciles y ermitañas, que se sometieron a los que entendían ellos que eran dioses. Colón dispuso su marcha y pidió como tributo a algún joven que le sirviera de ayudante, lejos de negarse el jefe de la tribu le ofreció a su propio hijo. Colón a su vuelta a España lo manda a un convento Sevillano de San Francisco. Allí el Negro, como así le apodaban, aprendió a seguir la llamada de Dios a amarlo y como buen fraile permaneció en el convento, algo más de 8 años. Durante ese tiempo, fue bautizado por su padrino y benefactor de la orden franciscana, un Marqués, cuyo nombre desconocemos, por las razones que luego, vendremos a dar…

Poco a poco, el Marqués fue consiguiendo que el Íñigo Lopes “el Negro“, confiara en él, hasta tal punto que consiguió un día arrancarlo del convento para ponerlo a su servicio. Íñigo no tardó en adaptarse al nuevo cambio, disponía de todo lo que podía desear, ese mismo deseo fue lo que le costó la vida…Una mañana, Íñigo se estaba bañándose desnudo en un estanque de la casa, cuando el Marqués le asaltó y le pidió, o más bien le obligó, a que le dejara estar junto a él para bañarse juntos, lo que Íñigo por su educación de castidad que había recibido en el convento se negó. Poco acostumbrado a que nadie le llevara la contraria, lo mató a golpes acabando así con la vida de Íñigo. Arrepentido de dicho acto, el Marqués estableció que el esclavo tan amado por él debía ser enterrado en el suelo sagrado de la parroquia con una lápida lujosa y con azulejos renacentistas.

Debido a esta historia que se escuchaba por Triana del amante asesinado, se extendió el rumor que las mujeres solteras en busca de maridos, tendrían que ir a la tumba del popularmente conocido como Negro de Triana, y que dieran siete patadas con el zapato a la tumba y en poco tiempo se casarían. Es por ello que desde su descubrimiento hacia 1850, mujeres de todo el barrio se han acercado al sepulcro de Íñigo Lopes a cumplir dicho ritual, con el consiguiente daño sufrido por los azulejos. En las imágenes siguientes, se puede observar el estado actual de la lápida sepulcral.





En los años 70 del siglo XX se coloco una reja protectora para que de esta manera no dañara así la tumba de unos de los personajes más conocido en toda Triana.




A continuación del apellido Lopes, algo está borrado, como ya se ha comentado, y además, intencionadamente y no como consecuencia de las patadas...la pregunta sería, ¿pudo haber otro apellido, y otra sería ¿Quién lo borró? A buen seguro la historia real sería más interesante que esa siniestra leyenda. La cabeza es la parte más deteriorada del cuerpo, posiblemente también de una forma intencionada. Según testimonios como el de Antonio Murillo, coadjutor de la parroquia, corroboran la certeza de las patadas de costumbre, aunque también dice que posiblemente ninguna moza llegó a darle las siete patadas de rigor, porque allí estaba, al quite, El Mudo, que se había convertido en fiel vigilante y guardián de la lauda sepulcral del negro o esclavo.

Aparte de la leyenda, invita la posibilidad puede realizar un breve estudio histórico artístico del sepulcro.

En realidad no se sabe si dicha tumba es efectivamente del sirviente o de dicho Marqués, ya que ha desaparecido la palabra que prosigue al nombre “Iñigo Lopes” y no se tiene constancia de la razón de dicha pérdida aunque se piensa que fue eliminada intencionadamente por algún interesado en el desconocimiento del dato que ella ofrecía, y que ya hemos podido exponer con anterioridad, como también se ha expuesto que aparece un hombre de apariencia joven de piel oscura, con ropajes tardo medievales y de buen aspecto, con una cruz en el pecho y un gran almohadón bajo la cabeza...No aparece por tanto ningún elemento que dé a pensar que se tratara de un caballero ni de un clérigo. Tampoco existe algún elemento característico de alguna familia nobiliaria de la época, pero las ropas y la novedad de la técnica de la sepultura para dicho momento da a pensar que se trataría de un miembro de alguna familia importante de Sevilla ya fuese legitimo o no, y es que la ausencia de elementos que ayuden a su identificación hacen decantarse más por esta segunda opción. 


En relación a la cara del difunto, a pesar de ser conocido como el Negro se debe decir que Niculoso Pisano efectúa la misma técnica en toda su obra para reflejar el color de la carne humana siempre de un tenue color azulado por lo que no se puede extraer de esta que fuese un hombre de otra etnia diferente a la europea. Por último se debe indicar que algunos historiadores del arte piensan que no se encuentra en su lugar original por las diferentes marcas que muestran los azulejos en sus bordes, siendo probable su origen en el suelo y posteriormente su traslado a la pared donde hoy se sitúa…De ahí, surge una incógnita, pues no se sabe si está enterrado Íñigo López o uno de sus sirvientes negros, a quien asesinó. De ahí el nombre de la leyenda.

Ésta es la legendaria historia de aquel indio conocido como El Negro, que murió asesinado, fue enterrado como un noble y acabó recibiendo patadas de las trianeras sin novio, quién sabe si como recuerdo a ese amor no correspondido hacia el marqués, que le provocó la muerte… tal vez como consecuencia de siete patadas recibidas…en conclusión, leyendas de enamorados, que como muchas de sus historias, acaban con un final trágico y regado de la tragedia cruel, pero retraigámonos en el tiempo para culpar a la diosa Astarté, estrella de la tarde, diosa del amor apasionado, la cual huyendo de la persecución amorosa de Hércules, fundador mitológico de Sevilla, vino a refugiarse en la orilla occidental del Guadalquivir fundando Triana, y aquellos que navegan la historia del río Guadalquivir, conocen bien interesantes historias de las leyendas del amor y el desamor que sus aguas atestiguan, ahí tenemos el ejemplo de dos alfareras trianeras, Justa y Rufina, que al no sucumbir a los deseos de Diogeniano, las asesinó, o el de Florinda, la hija del conde don Julián, cuyo palacio se encontraba en la vega de Triana, y el ardor no correspondido de don Rodrigo, último rey visigodo, la convirtió para siempre en La Cava, y en mito y leyenda de España a costa de una traición…no creo que las muchachas casaderas de Triana, necesiten darle siete patadas a compás a una lauda sepulcral, para oler el aroma eterno del azahar, el simple brillo del espejo del río, es testigo directo de su belleza, y ésta, navega más allá de su imagen, justo en las profundidades del sentimiento sincero de su corazón, y sus leyendas.

Aingeru Daóiz Velarde.-