sábado, 27 de abril de 2019

EL CADÁVER ERRANTE DE FELIPE EL HERMOSO.


EL CADÁVER ERRANTE DE FELIPE EL HERMOSO.



Cuadro Doña Juana "la Loca",1877, de Francisco Pradilla y Ortiz. Museo del Prado, Madrid.




El lienzo despliega la más bella visión romántica de la figura de la reina Juana I de Castilla (1479-1555); personaje en cuya historia se reunían, bajo la alta dignidad de su condición regia, aspectos tan especialmente atractivos para el espíritu decimonónico como la pasión arrebatadora de un amor no correspondido, la locura por desamor, los celos desmedidos y la necrofilia. Pintado en Roma como tercer envío de pensionado de la Academia de España, su exposición pública en la Ciudad Eterna en mayo de 1877 no hizo más que prologar el desbordante éxito que la pintura obtendría después. Ejecutado con la extraordinaria maestría plástica de que Pradilla hizo gala a lo largo de toda su vida, es sin duda alguna uno de los cuadros más cautivadores e impactantes del género; razones en las que reside buena parte de su bien merecida fama y del clamoroso éxito con que fue acogido en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1878. A punto de terminar el año 1506, comenzó el viaje de Juana la Loca con el cuerpo embalsamado de su esposo por Castilla.

El cadáver errante en el que se convirtió Felipe el Hermoso iba en un carruaje tirado por cuatro caballos, sin destino. Deambulaban hasta llegar a algún lugar donde doña Juana obligaba a que hubiese siempre una guardia de nobles velando el cadáver. El amor de Juana por su esposo llevó a ordenar la apertura del ataúd en varias ocasiones para comprobar la belleza del hombre con quien se casó y besar los pies del cadáver. Solo ella poseía la llave del féretro, que llevaba colgada de su pecho.



Juana no quería escuchar de alojarse en lugares más importantes porque decía que era "mujer de un solo amor y su castidad le obligaba a buscar pueblos pequeños y apartados. Fue en el camino entre Torquemada y Hornillos cuando encontrándose con un convento de monjas, se imaginó Doña Juana que éstas querían robarle el cuerpo de su marido…Montó en cólera, ya que no soportaba que ninguna mujer se acercase a su marido, ni vivo, ni muerto. Ese día, los sufridos cortesanos no tuvieron más remedio que acampar a la fresca, y es de tener en cuenta la crudeza del invierno en Castilla.

Esta es precisamente la escena que pinta Pradilla en este impresionante cuadro. La reina ha hecho parar a la enorme comitiva a las afueras del monasterio para rezar ante los restos su marido.
La joven reina centra la composición dominando poderosamente la escena, erguida en pie delante de su sencillo asiento de tijera cubierto por un almohadón. Viste traje de grueso terciopelo negro, ocultos sus cabellos con tocas, como corresponde a su condición de viuda. Con la mirada completamente enajenada, el perfil de su vientre acusa su avanzada gestación de la infanta Catalina de Austria (1507-1578), y muestra en su frágil y menuda mano izquierda las dos alianzas que testimonian su viudedad. Impasible al frío estremecedor del desolado paraje en que se ha detenido la comitiva, apenas sofocado por la improvisada hoguera prendida junto a ella, la soberana vela el féretro de su amado esposo, que había muerto el 25 de septiembre de 1506.


 El ataúd está adornado con las armas imperiales y colocado sobre unas simples parihuelas, cuyos asideros muestran el brillo de su desgaste por el uso, flanqueado en su cabecera por dos grandes velones mortuorios, a punto de apagarse por la fuerte ráfaga de viento que sopla en el paraje, levantando en la hoguera una gran humareda. Sentada junto al catafalco, una dueña joven, con un breviario abierto en su regazo, contempla vigilante a la reina con resignada paciencia, mientras un monje de hábito blanco, arrodillado a su lado, con su rostro barbado prácticamente cubierto por la capucha, lee en voz baja una plegaria empuñando un cirio. A la derecha de la reina, resguardados al calor del fuego y apostados junto al tronco desnudo de un árbol, los miembros de su Corte que la acompañan en tan fúnebre travesía descansan de su fatigado camino, reflejándose en sus rostros una mezcla de cansancio, aburrimiento y compasión por el desvarío de su soberana, a la que contemplan con expectación dos cortesanos en pie y otra de las damas, vestida con un lujoso traje brocado. Al fondo puede verse la silueta del monasterio, escenario de la ira de doña Juana al saberlo regentado por monjas, y en el extremo contrario aparece el resto de la comitiva regia, todavía formada, aproximándose al lugar bajo las luces del último atardecer, envuelto en un cielo completamente encapotado.



Pradilla demuestra en esta pintura su habilidad absolutamente maestra en la utilización escenográfica del espacio exterior y su sentido rítmico y perfectamente equilibrado de la composición, estructurada en aspa y envuelta en la plenitud atmosférica del paisaje abierto en que se desarrolla el episodio. Junto a ello, su puesta en escena está resuelta con un especial instinto decorativo en la representación de los diferentes elementos accesorios, así como en el tratamiento de las indumentarias y, sobre todo, de los elementos orográficos y atmosféricos que refuerzan la tensión emocional del argumento, subrayada por la intensidad expresiva de los personajes. El artista transmite perfectamente la sensación de frío mediante el cielo gris, el humo de la hoguera y el fuerte viento que agita las llamas de los cirios y las ropas de los personajes. Juana, vestida de negro, se ha levantado del taburete y mira fijamente hacia el ataúd, ajena a las inclemencias del tiempo y al malestar de sus acompañantes. Para aumentar el patetismo de la figura de la reina, Pradilla la ha pintado embarazada, a pesar de que por aquel entonces la niña ya había nacido (tuvieron que detenerse varias semanas en Torquemada para que pudiese dar a luz). La extraordinaria variedad de las expresiones de hartazgo, aburrimiento, cansancio o paciencia de los nobles, criados y clérigos que la rodean.

 Todo ello está interpretado con un realismo intenso, de ejecución vigorosa y segura, con un toque justo y certero, atento al dibujo definido y riguroso pero de técnica libre y jugosa, plenamente pictórica, con la que este maestro cuajó un lenguaje plástico enteramente personal, que llegaría a ser bautizado en la época como estilo Pradilla; reflejo en realidad del realismo internacional vigente en el género histórico en toda Europa en el último cuarto del siglo, y que a partir de entonces siguieron incondicionalmente la mayoría de los pintores de historia de esos años.