domingo, 24 de octubre de 2021

EL CAN DEL AVERNO, LA CONCIENCIA, LA CULPA Y LA SOLEDAD.


EL CAN DEL AVERNO, LA CONCIENCIA, LA CULPA Y LA SOLEDAD.


Abordar una situación como asunto de vida o muerte, es morir muchas veces. En este pensamiento se encuentra el alma que al rayar la media noche, justo al albor de aquella hora en la que el halo abandona los cuerpos dormidos, el Can Cerbero asoma desde su oscura guarida, emitiendo un aullido negro, como un nubarrón silencioso, solamente audible para aquellas almas que no creen en la Ley del más allá, y pasan por la vida al libre albedrío de las tentaciones, probando los vicios mundanos de sabores dulces y amargos desprecios. El aullido silencioso se presenta de forma inesperada apenas se vislumbra la tenebrosa silueta, capaz de espantar de una mirada al más valiente y osado de los mortales. Una mirada anunciadora de la más terrible de las muertes venideras, cuando no de alguna de las más aterradoras desgracias que la quebradiza alma humana pueda soportar. La intriga, el suspense y el miedo se aferran al aliento, haciéndolo más pesado en incapaz de inhalar y exhalar con fluidez natural, arrastrando un cavernoso y espeso ruido bronquial, que incluso llena el ambiento de un hedor terrible a muerte.






El fantasmal can se yergue entre las brumas que apenas dejan entrever el círculo rojizo que circunda la luna llena, que vestida ahora de luto en esos momentos, se corona de un aura magenta en el contorno que la dibuja, como si irradiara sangre, vistiendo la zona boscosa allende las puertas del averno, de un escenario nocturno de tinieblas difuminadas, con el susurro de los suspiros de los condenados que se apagan ante la implacable y terrible presencia del perro maldito, cuya enorme musculatura y ojos brillantes, buscan con el olfato a su próxima víctima, capaz de perseguirla implacable hasta más allá de los sueños.


Cerberus, el rey de los canes malditos, intuye una mota de aliento en el ambiente con su hocico husmeante, y arruga sus tres rostros para profundizar más con su olfato, y deja asomar sus terribles dentaduras, blancas como la piedra de la luna, como la tinta que escribe la condena en el epitafio de aquellos que incrédulos, pasean su arrogancia por el mundo que los pare, creyéndose inmunes a cualquier tipo de mal.





La criatura infame y maligna tironea con furia de la gruesa cadena que la sujeta a la roca, de cuya hendidura asoma la espectral figura de Beelzebub, el príncipe maldito de las tinieblas del Tártaro Abismo, el Señor de las moscas de la carne putrefacta, que emerge del submundo, arrogante conocedor de su poder, dueño y señor de las pesadillas, cuya figura imponente otea el horizonte, del que percibe la débil luz de un alma perdida más allá de los sueños, justamente en aquel lugar a ninguna parte, donde en su viaje astral, el alma permanece extraviada y desamparada entre dos mundos, incapaz de regresar.






El alma perdida, se acurruca en el suelo, entre las brumas de la noche que la luz de la luna dejan apenas adivinar. La intensidad de su energía se apaga poco a poco, y se derrumba bajo el peso abrumador de su conciencia, esa dolorosa compañía que tiende a cargar de angustia los oscuros momentos de la vida, y el camino al más allá. Una cristalina lágrima resbala por el perfil de su amarfilada mejilla, fría, solitaria, perdida en su propia piel, hasta desprenderse y caer al infértil suelo que la contiene.




Beelzebub suelta la cadena que sujeta a la bestia, y con un bramido atronador ordena a Cerberus que de caza a su presa, al tiempo que se relame de gusto al adivinar el sabor de la sangre inocente que pronto, llenará de gozo su orgullo, poseyéndola a la fuerza como sólo él, sabe hacerlo, con furia brutal, y sin compasión alguna.


La bárbara, colérica y violenta figura de la fiera infernal de tres cabezas, sale impetuosa con rugidos y ladridos espantosos y ensordecedores en busca de su débil víctima, perdida en aquella realidad alternativa, poseída quizás por un mal espíritu que la abandona a su suerte en aquel terrible lugar, solitario y estéril a la esperanza, frío al alcance del calor pasional y al entendimiento del corazón, débil, fatigada, vacía y desolada, hundida en su propia amargura de sabor a hiel, a sábila y a retama, a quinina, y sobre todo, al amargo sabor de la culpa.


La culpa, ¿qué es la culpa?, se debate así misma mientras más lágrimas postreras acompañan a la levedad del sonido del llanto desesperado, que van surcando en pos del camino de aquella naciente, perdida ya en el sustrato de su esencia. La culpa, la tentación, el descuido, la imprudencia, el yerro…La soledad. La soledad que alumbra una ilusión en la distancia, una leve luz en la oscuridad, una voz en el vacío del silencio, un suspiro de flaqueza en el rincón del anhelo, un canto en prosa en el libro en blanco de la vida. La culpa, un reproche de la conciencia, una censura del sentimiento. La soledad, una distancia del alma rota por el tormento de la noche, la ausencia del calor de una caricia o el sonido de un deseo que se desvanece nada más nacer. La soledad, convertida en escarcha del pensamiento, y el alma, perdida, lánguida y exhausta, yace hundida deseando haber tenido, y no poder. La tentación se convierte en culpa, cuando la soledad se abandona a la sugestión, y en realidad, es entonces cuando la culpa perece en su propia naturaleza, y deja de existir.


La bruma nocturna, si cabe, se hace más espesa, y el silencio, roto únicamente por las apagadas lamentaciones de las almas condenadas, prisioneras al amparo de la eterna consternación, hace estremecer ya no de culpa, sino de terror al alma perdida, que sospecha el incierto final del ambiente que envuelve su pesadilla, su locura, su atrocidad, esa intimidación que se presiente en la zozobra ante la incertidumbre de la tiniebla, que a pesar de sus sombras, puede casi olfatear la inminencia del peligro que la acecha, masticar el sabor del miedo, del agobio y de la doliente turbación. Optó en su desesperación por el éxodo astral fuera de su cuerpo, para encontrar un alivio, o, quizás, una respuesta, tomando ese camino entre el sueño y la vigilia, entre la consciencia y el subconsciente sensorial, y en el trayecto, en un cruce de senderos entre la imprudencia y la expía, la censura y la absolución, se perdió en la dolencia en la que incurre la conciencia, desconocedora de la causa y la ausencia del reproche, y la cual, tiende a desconocer casi siempre la propia existencia del entorno, y de los más profundos sentimientos del corazón.


Beelzebub emite ansioso e impaciente un estentóreo bramido en la lejanía, incapaz de soportar más el fragor del deseo en su fuero interno, y el Can Cerbero araña el suelo en su zancada infernal, dirigida hacia la tenue luz del alma perdida, que a sus pies, asombrada ahora, ve nacer velozmente unas raíces regadas por las lágrimas de su lamento, que sustentan la figura del Ángel de la Guarda, aquel de la dulce compañía, el poderoso protector de los momentos difíciles. La bestia infernal se lanza poseída hacia el alma perdida que lo observa aterrada, pero una brazada del custodio, lo derriba, lanzándolo hacia atrás. El custodio ni lo mira, se limita a señalar con el brazo extendido, ante la atónita mirada del can Cerberus que, ofuscado, se aleja mirando de soslayo hacia atrás.





La conciencia, de repente, tapa sus ojos avergonzada, e  intenta en vano argumentar una escusa, pero es acallada por el Ángel Custodio, que, bajando lentamente la mirada, observa a los ojos del alma perdida la cual, exhibe ahora sí, la leve sonrisa de la sagrada Inocencia. El berrido frustrado de Beelzebub se ahoga en el fragor del despertar, y un gélido sudor empapa las sábanas, mientras una figura doliente, aterida y trémula, se encoge en el recuerdo de un Ángel del amparo y la conmiseración. La sombra de la luna llena, refleja la humana figura, desnuda ante el abismo que separa la culpa, de la soledad.


Aingeru Daóiz Velarde.-




domingo, 3 de octubre de 2021

LA LEYENDA DEL MOTÍN DE LA TRUCHA

 

LA LEYENDA DEL MOTÍN DE LA TRUCHA


Hay eventos que por su espectacularidad y ausencia de lógica quedan difuminados en la historia. Los monarcas y autoridades no están interesados en que se conozcan por las repercusiones que pudieran acarrear en el futuro: unos peligrosos precedentes. Este es el caso del llamado Motín de la Trucha, asunto silenciado durante años, pero que trae a la memoria el trasfondo de una desdicha, disfrazada de Leyenda que, como pueblo con conciencia de su propia identidad, narra de generación en generación, y la adornan y la circunscriben a lo legendario.


Zamora era a mediados del siglo XII una ciudad importante y próspera. Desde la reciente independencia del reino de Portugal, se trataba de la ciudad que guardaba la frontera del Duero. Por otra parte, era uno de los principales centros de la Vía de la Plata y del Camino de Santiago del sur. Por estas razones había allí una pujante burguesía y un concurrido mercado, aparte de una numerosa población de plebeyos que comenzaba a demandar más protagonismo social frente a los caballeros y el clero que la gobernaban.




Corría el gélido enero de 1158 cuando Pedro, el hijo Benito el Pellitero, de apenas veinte años que vivía y trabajaba en un negocio de pieles, en lo alto de la cuesta de Balborraz hace espera, junto a la plaza del mercado, hasta que la campana dé la señal para poder realizar las compras. A las 9 de la mañana, sonaba una campana y daba paso al mercado al resto del pueblo para adquirir las migajas que habían dejado los nobles, que es lo que esperaba el joven Pedro.


Son las 9 en punto cuando la campana anuncia el derecho de los plebeyos a entrar en el mercado. Una multitud de gente se abalanza por los puestos que llenan la plaza. Pedro se dirige al puesto de un pescador amigo suyo, el cual le ofrece una magnífica trucha sanabresa, que por milagro la habían dejado los ambiciosos nobles. En ese instante aparece el criado de Don Gómez Álvarez de Vizcaya (arrogante y poderoso señor que menosprecia a los plebeyos) exigiendo con soberbia, aún habiendo pasado su hora, la trucha para su amo. Comienza una discusión acalorada en la que el criado no solo quiere para él la trucha sino que, además, se mofa de que un plebeyo como el hijo de un Pellitero pretenda el amor de su ama la hija de Don Gómez Álvarez de Vizcaya. Pedro, al verse humillado pierde la razón y tras un fuerte forcejeo clava su daga en el corazón del grosero criado. La multitud arremolinada, fuera de asustarse se entusiasma con lo acaecido, pues hasta ahora nadie se había atrevido a poner justicia ante los atropellos de los nobles. Entre vítores jalean y cogen a hombros al joven Pedro que no sale de su asombro.


Poco duró la alegría, pues Don Gómez, al tener constancia del atropello dio cuenta a la Justicia Mayor y pidió venganza. Pedro el Pellitero y los que lo llevaban a hombros fueron arrestados en medio de una multitud silenciosa pero encolerizada.





Al día siguiente en la iglesia de San Román estaba todo preparado para celebrar el consejo de los hijosdalgos, y así a las doce en punto da comienzo, presidido por el joven Don Ponce de Cabrera, cuyo padre era el secretario de Fernando II de León.


Muerte y escarmiento fue el clamor unánime de los nobles ante la afrenta de los plebeyos. Había que cortar de una vez por todas los derechos que el fuero del Rey les había otorgado.


Pronto las decisiones del Consejo llegaron a oídos del indignado pueblo que no dudó en manifestarse al frente de Benito el Pellitero, que pedía calma a la muchedumbre y súplica ante los nobles para conmutar la pena de muerte a la que habían impuesto a su hijo. Entre tanto, la iglesia se ve rodeada por una multitud acalorada y ansiosa de justicia, en su interior, los nobles armados se proponen aplastar el levantamiento.


Al grito unánime de: “¡Quemarlos dentro!”, el pueblo corre a la Plaza de la Leña y acarrea tanta que, al poco, el templo arde como una tea. Todo el edificio termina por derrumbarse y aplasta en su interior a cuantos allí estaban. Solo Ponce de cabrera consigue huir con espada en mano, pero es inmediatamente dado muerto por la multitud. Su cuerpo yace en un sepulcro olvidado en la catedral.

Al mismo tiempo, prenden fuego a la cárcel que estaba en la misma plaza, liberando así a los hombres que habían sido injustamente apresados por los pérfidos nobles.


En medio del fuego y destrucción, ante el atónito de la gente, las Sagradas Hostias abandonaban el Sagrario por una grieta, cerca del púlpito, y volando por el aire se refugia en la Capilla de las Dueñas, un edificio a escasos metros de la iglesia devastada. La Dueñas era un grupo de viudas, en mayor parte de caballeros caídos en el campo de batalla, y que habían decidido, sin ser religiosas, vivir en comunidad y practicar la asistencia a los más desfavorecidos.


La revolución llegó hasta las mismas puertas de la casa de Don Gómez Álvarez de Vizcaya que, al igual que el templo de San Román, fue también fruto de las llamas. Inés, que así se llamaba la hermosa hija de Don Diego, imploraba socorro desde uno de los ventanales. Pedro el Pellitero, que ya había sido liberado, no dudó en entrar, aún a riesgo de su vida, para salvar a su amada. Ambos pudieron salir de milagro de ese infierno. Pedro, arrepentido del escenario en que se había convertido su desdén, renuncia al amor que siente por Inés, como expiación a sus pecados. Ésta, afligida, decide vivir en comunidad con las Dueñas.


Pasado el alborozo, el pueblo teme la represalia que seguro han de tomar los nobles de otras ciudades, y sobre todo de las tierras de Zamora, con el representante del rey, el Conde Ponce de Cabrera, Tenente de la ciudad. Con gran tristeza deciden abandonar la ciudad. Eran más de siete mil con mujeres e hijos los que parten, gobernados por Benito el Pellitero, hacia tierras portuguesas, por el camino de Ricobayo.


Antes de cruzar el Duero, para entrar en tierra extraña, Portugal, acuerdan enviar una comitiva al rey, que por entonces se encontraba en Galicia, para pedir clemencia al Monarca. Si éste la acepta volverían a sus hogares, en caso contrario repoblarían el país limítrofe.




Al joven rey de León, pues tenía 21 años y llevaba un año en el trono, se le creó un gran dilema. Si aceptaba la petición quedaba muy socavada su autoridad y los nobles podían incluso derribarle. Fernando había sido proclamado cuando su padre había desgajado León de Castilla, por lo que aceptar la petición de los exiliados podría provocar que bastantes nobles pudieran abandonarle y apoyar a su hermano (que quería reunificar el reino). Por otra parte, ese importante contingente de zamoranos representaba un gran refuerzo para el rey de Portugal, que era tan o más agresivo que los castellanos. Finalmente, el rey entendió que la ira popular tenía alguna justificación y que el naciente Portugal podría ser incluso más peligroso que Castilla.


Fernando II, desoyendo a los revanchistas nobles, y ante el temor de despoblarse Zamora, perdona a los rebeldes imponiéndoles dos condiciones: reedificar la iglesia a su costa y acudir a su Santidad el Papa Alejandro III para que les impusiese penitencia. Apenas retornaron gozosos a Zamora, comenzaron a reconstruir la iglesia devastada por las llamas, que habiéndola dedicado a la Virgen la empezaron a llamar Santa María la Nueva.





Como penitencia, el Papa ordenó hacer para el Altar Mayor un frontal o retablo que llevara de plata cien marcos, ciento dieciséis piedras preciosas, y cien ducados de oro para dorar toda la obra. Un siglo después la obra vio la luz, primero como pináculo del Altar de San Salvador y, más tarde convertido en Custodia procesional del Corpus.


A la zaga de estos acontecimientos, subyace el milagro de las Hostias anteriormente descrito. Aún hoy, y tras multitud de vicisitudes, permanecen incorruptas en el Coro Alto del convento de las Dueñas.


Poco tiempo después de que las Sagradas Hostias tomaran refugio en la casa de las Dueñas, éstas, las dueñas, en una visita de Santo Domingo a nuestra ciudad, tomaron los votos religiosos de la Orden Dominicana, a las que favoreció Doña Blanca, prima de Don Sancho III, construyéndoles un nuevo edificio junto al Campo de la Verdad, a la vereda del Duero. A mediados del S.XIII una crecida lo destruyó.


Bajo el mecenazgo de Doña Jimena y Doña Elvira, hijas de Don Rodrigo Peláez, se trasladan a una casa de campo en el barrio de Rabiche. La desgracia vuelve a sobrevenir a la congregación y un incendio destruye la residencia.

Nuevamente la comunidad se ve forzada a trasladarse a un palacio, que reciben en donación, en el Arrabal de los Caballeros, hoy Cabañales, donde actualmente viven en devoción con las Sagradas Hostias que han permanecido incorruptas a lo largo del tiempo y de las vicisitudes de la historia hasta hoy.


Como dato, se conserva el testimonio arqueológico de la iglesia de Santa María “La Nueva”, lugar en el que se desarrolló uno de los principales actos de este suceso. En la actualidad, la ciudad de Zamora conserva la denominación de Motín de la Trucha en una de las calles adyacentes a la citada iglesia.





A la luz de las lumbres, en las noches de invierno, contaban antaño los abuelos las ilustradas leyendas que con arrugadas manos dibujaban en el aire las fábulas alumbradas por unos ojos surcados de arrugas que embellecen el alma, y mantienen el vilo en aquellos corazones menudos poco antes de la hora de dormir. Historias que acompañaban los sueños, y que a la amanecida, dejaban ese sabor de boca, y mil preguntas que surgían a las madres atareadas de aquellas historias que ya desde niñas, habían escuchado mil y una vez. La España de nuestras luces y sombras, nos acompaña por estos Caminos de Hispania una vez más, para hacernos soñar, y dibujar en la comisura de los labios el precioso boceto de una sonrisa, y el recuerdo grato de un ayer.

La mozas casaderas, y las no tanto, sueñan en la soledad de sus momentos en aquel que traspasado su corazón por la flecha de Cupido, escala una torre, o un balcón, a sabiendas de ser devorado por las llamas y perecer por el noble intento, para aferrar con sus brazos la razón de su existencia, mientras una descarada y traicionera lágrima desciende a su vez por la mejilla de la nostalgia, al tiempo que un suspiro en el silencio acaricia el ensueño al atardecer.

Una bodega del siglo antigua con su aljibe, presta el marco a una historia en el recuerdo, donde tras sus puertas hechas con barricas viejas, se escucha el cantar de los juglares que en aquel Camino de Santiago, relatan a las gentes el suceso ya lejano en el tiempo, de una historia y leyenda que, escrita en el fondo de una vasija de barro, trata Pedro, el antiguo plebeyo, de olvidar, a fuerza de vaciar a largos tragos el amargo sabor del recuerdo del amor imposible, la desolación de las llamas, la expiación del pecado y el cántico final, épico, redondo y vibrante, y el nombre imborrable de Inés, cuya figura, asoma todas las tardes tras el enrejado del convento de las Dueñas, en una furtiva mirada en la remembranza de un ayer.


Aingeru Daóiz Velarde.-









LA LENGUA Y EL PERDÓN.

LA LENGUA Y EL PERDÓN.


Esopo, considerado el padre de la fábula, era un esclavo frigio que vivió en el siglo V antes de Cristo.

Uno de sus amos, Xantus, le ordenó que fuera al mercado y le trajese el mejor alimento que encontrara para agasajar a importantes invitados. Esopo compró solamente lengua y la hizo aderezar de diferentes modos. Los convidados se hartaron de comer lo que saborearon como un manjar. Cuando quedó solo, Xantus le preguntó qué era eso tan delicioso.

-Me pediste lo mejor -dijo Esopo- y traje lengua. La lengua es el fundamento de la filosofía y de las ciencias, el órgano de la verdad y la razón. Con la lengua se instruye, se construyen las ciudades y las civilizaciones, se persuade y se dialoga. Con la lengua se canta, con la lengua se reza y se declara el amor y la paz. ¿Qué otra cosa puede haber mejor que la lengua?

Pocos días después, Xantus le dijo que llegarían unos visitantes desagradables a los que debería atender por protocolo, pero quería manifestarles su disgusto sirviéndoles una mala comida.

-Trae del mercado lo peor que encuentres- le recomendó.

Esopo trajo lengua y la hizo preparar con un sabor tan desagradable que repugnó a los comensales.

-¿Qué porquería es esa que serviste?- le preguntó Xantus.

-Lengua -contestó Esopo-. La lengua es la madre de todos los pleitos y discusiones, el origen de las separaciones y las guerras. Con la lengua se miente, con la lengua se calumnia, con la lengua se insulta, con la lengua se rompen las amistades. Es el órgano de la blasfemia y la impiedad. No hay nada peor que la lengua.

La lengua es un arma de doble filo. ¿Cuál prefieres?"

El hombre tan indefenso por naturaleza, no tiene colmillos, no tiene garras, no escupe fuego pero tiene el don del lenguaje y una lengua tan suave como la miel y tan afilada como un puñal.

En la imagen, Esopo, por Velázquez.





De la abundancia del corazón, decía Cervantes que habla la lengua, y la nuestra, el castellano, es la que desde la lenta reconquista de los territorios ocupados por los musulmanes, y a través de los siglos, ha llenado tierras y nombres allende los profundos e inmensos océanos en aquel 1492, en el que quedan abiertas las puertas de la colonización cultural, y humana,de un dilatado ámbito geográfico, en el que Elio Antonio de Nebrija publicara la gramática de la lengua castellana, dignificándola hasta el extremo de compararla con el latín.

Se fundaron casi 30 universidades en América que daban educación a más de 250.000 alumnos de todas las clases sociales y razas (Portugal no fundó ninguna en Brasil durante su periodo colonial, mientras que la Inglaterra colonial de entonces, por ejemplo, hasta ese momento se había preocupado más bien poco por educar a sus indígenas), y a través de la península, hacíamos llegar a América todas las corrientes intelectuales y las artes que la grandiosa España de entonces absorbía. A todo esto, hay que añadirle los otros tantos Colegios mayores con más de 150.000 alumnos…casi ni en Europa se llegaron a esas cifras.





El mismo Colón, en el primer viaje, trajo unos indios que fueron bautizados con gran pompa y los mismos reyes hicieron de padrinos. Es pueril presentar esta mezcla de razas como mero producto de la mayor sensualidad de los españoles que admitían por eso el trato con las mujeres indígenas que otros pueblos más exquisitos rechazan. Sin negar esto en absoluto, lo cierto es que la mezcla de razas es hija de un concepto ideológico y un criterio particular de ver la vida, que consideraba como seres humanos iguales a nosotros a los pobladores de las tierras descubiertas. El emperador Carlos V recibió en su Corte con rango de princesas a las hijas de Moctezuma, enviadas por Hernán Cortés y negoció sus matrimonios con caballeros principales de la Corte que en ello se sintieron muy honradas. Todavía el ducado de Moctezuma ilustra los linajes españoles. En la imagen, escudo linaje Moctezuma.





El resultado de esta política fue que los países que España conquistó en América, son hoy pueblos civilizados, cristianos, de tipo europeo. Las razas se han unido estrechamente en ellos, dando a los “mestizos” y “mulatos”, que son producto de la mezcla de españoles con indios y negros. Los demás pueblos no han sabido hacer esto. En América del Norte, los “pieles rojas” o indios del país, fueron aniquilados casi por completo. Hasta no hace mucho en Nueva York los blancos y los negros viajaban en sitios separados en los tranvías, y en la India oriental, los naturales del país siguen casi tan salvajes como hace siglos, sin civilizarse ni mezclarse con los conquistadores. Muchos pueblos han conquistado y dominado tierras, España se ha limitado a civilizar el Mundo.

España trasladó a las tierras americanas, sin regateo, todo su arte y su estilo de construcción, y las llenó de palacios y catedrales iguales en un todo a las que en España se hacían. Sólo en España, estilo “colonial” es sinónimo de un barroco lleno de lujo y exuberancia.


Más de treinta mil libros entraron sólo en México a finales del siglo XVI, por no nombrar en los demás territorios. El estudio universitario de las ciencias, las artes industriales y las bellas artes “colocó a Nueva España y al Perú en un alto lugar entre los pueblos cultos del mundo”. Alumnos que pasaron por las universidades fundadas por los españoles en América fueron considerados autoridades internacionales en su materia. Profesores de prestigio dieron clase en sus aulas. Las universidades europeas no eran mejores que las americanas. Si la Universidad de París, Bolonia y Salamanca fueron un referente para Europa, las universidades de Lima y México lo fueron, y lo son hoy en día para América. Y esto, no se nos puede olvidar, aunque algunas cosas de España se nos olviden, y en aquella Nueva España, también. Imagen escudo Nueva España.







Desde 1599, se fundaron en Hispanoamérica aproximadamente 700 ciudades en tan solo un siglo, toda una proeza y una tarea descomunal de creación no solo del la ciudad en sí (cabildo, iglesia, cárcel, plaza mayor, colegio, hospital, etc) sino también de sus instituciones, sus normas, sus peculiaridades urbanísticas y del tejido ganadero e industrial para el autoabastecimiento de la población.

En las ciudades de la América española se puede seguir la evolución cronológica de los movimientos arquitectónicos como si se tratara de cualquiera de los países europeos. El gótico tardío luce en algunos edificios de Santo Domingo; el plateresco americano más refinado tiene una de sus joyas más notables en el convento agustino de Acolman, México, levantado en 1536, quince años después de la conquista. El mudéjar también dejó espléndidas muestras en América el siglo XVI, como la torre mudéjar de Cali, Colombia, y el convento de San Francisco de Lima, Perú. Con el siglo XVII entró el barroco con fuerza en Hispanoamérica, que reinó durante casi dos siglos, y se enriqueció con aportaciones de los artistas y artesanos indígenas, y hoy se estudia con la denominación propia de arte criollo.

Muchos de los centenares de iglesias de América, colegios y palacios barrocos, y su recargado derivado churrigueresco, superan en cantidad y belleza a las mejores muestras de esta corriente artística en España. Los edificios barrocos hispanos representan hoy lo más notable del patrimonio de cientos de poblaciones diseminadas por los miles de kilómetros que separan las misiones de California de las reducciones jesuitas de Paraguay y los monumentos españoles de Argentina y Chile. Como ocurrió también en Europa, la sobriedad de la arquitectura neoclásica se impuso vigorosamente en América al recargado barroco, con las construcciones de este nuevo estilo que sorprendieron en México al ilustrado Alexander Von Humboldt. En 1901, el historiador estadounidense Sylvester Baxter calificaba la arquitectura colonial española, junto con sus artes auxiliares, escultura y pintura decorativas, como “el movimiento estético más importante que se haya efectuado en el hemisferio occidental”, sólo alcanzado casi cien años más tarde por el gran desarrollo experimentado por los Estados Unidos a finales del siglo XIX.

España se sentía, no “dueña” de aquellas tierras, sino “madre”. Quería desdoblarse en ellas y hacerlas iguales a sí misma. Hasta los nombres que daba a las nuevas ciudades y tierras, lo demuestran. Las llamaba Nueva España, Nueva Granada, Cartagena, Toledo... Las ponía sus mismos nombres, como se les pone a los hijos que más se quieren, a los que más se aman, y no, por eso, no vamos a pedir perdón.

Desde luego, la lengua española, hace siquiera más leve el castigo de la condena de la Torre de babel, y es el mismo diablo el que se encuentra detrás de la lengua que murmura, y es por cierto con la misma lengua, con la que se suele tropezar más veces que con los pies. Las mentiras de los maestros en el interés del odio, no enriquecen, sino al contrario, mortifican, y lo hacen precisamente con el vehículo portador del mensaje envenenado, la propia lengua.

Aingeru Daóiz Velarde.-





 



sábado, 2 de octubre de 2021

LA CIUDAD ROMANA DE CÁPARRA, POR LOS CAMINOS DE HISPANIA.


LA CIUDAD ROMANA DE CÁPARRA, POR LOS CAMINOS DE HISPANIA.

A pocos kilómetros de la ciudad de Plasencia, concretamente en el término municipal de Olova de Plasencia, se encuentra este cautivador e interesante yacimiento de Cáparra, una ciudad que, bajo dominio romano, llegaría a convertirse en un importante nudo de comunicaciones en el eje Norte-Sur entre las ciudades romanas de Emerita Asugusta (Mérida) y Artúrica Augusta (Astorga) que forma la conocida Vía de las Plata, o Camino de la Plata. Esta situación estratégica le aseguró un lugar preferente entre los municipios romanos de La Lusitania, impulsando su desarrollo y su paulatina monumentalización, de la que dan fe los numerosos restos arqueológicos hallados en la zona.

De origen Vetón, la población de Cáparra llegó a convertirse en muncipium de Roma en época de Vespasiano: Municipium Flavium Caparense. De los restos que se conservan destaca su impresionante arco, tetrapylum, el único de sus características en España, que se ha convertido en el símbolo más representativo de la ciudad.





El arco cuadrifronte se ubica próximo al centro del recinto de lo que conformaba la ciudad romana, a modo de cardo de la ciudad, por lo que también lo atravesaba el decumanus cruzándose bajo este ambas vías. La función primordial de este era la de ser un arco de paso de un punto de importante tráfico.

El monumento cuenta con una planta cuadrangular irregular y está realizado en granito, de procedencia local, midiendo 13 metros de altura y con una anchura de las fachadas principales de unos 8 metros. En cuanto a la estructura constructiva que sigue, nos encontramos con un zócalo, un cuerpo intermedio y la zona de arquivolta, además del núcleo del opus caementicium que conformaría el entablamento y ático, y se trata de un arco de tipología única en la Península por el uso de la planta cuadrangular; así mismo es uno de los pocos ejemplos que conservamos, especialmente si hablamos de las provincias, que pueden fecharse con seguridad en el siglo I, gracias a la presencia de un par de inscripciones de la zona, entre ellas la del propio arco, convirtiéndose en un ejemplo excepcional en el arte romano.

Gracias a la inscripción que encontramos, sabemos que sobre los pedestales que flanquean el arco se encontraban unas estatuas que representaban a dos de los integrantes de la familia de los Fidii Macri. Uno de los constituyentes de esta familia, concretamente Marco Fido Macro o Marcus Fidius Macer, ya difunto en el momento de realización, parece que ordenó construir el arco, realizando una donación privada de lo necesario para que se llevase a cabo su realización, mostrando así la importante influencia de esta familia en el tercer cuarto del siglo I d.C, un arco cuadrifronte en el que incluyó dos pedestales con inscripción para erigir estatuas en honor de sus difuntos padres y de su esposa.

Además, también para engalanar su ciudad, debió levantar un edificio relacionado con las aguas, tal vez un ninfeo o fuente monumental, que dedicó a la diosa lusitano-vetona de las aguas Trebaruna, a la añadió el epíteto de Augusta, clara alusión al culto imperial y al genius imperatoris, con lo que asociaba un culto prerromano con el culto imperial, indicio claro de compromiso con Roma, y la romanización.





La ciudad de Cáparra era conocida por griegos y romanos. Claudio Ptholomeo la cita como Kapasa y la situaba en la zona de Lusitania y que pertenecía a los pueblos vettones, lo que indica que probablemente se encontraba en la frontera difusa entre los dos pueblos. Parece que los caparenses eran de origen vetón, que fueron conjunto de los pobladores prerromanos de cultura celta que habitaban un sector de la parte occidental de la península ibérica y que compartían un denominador más o menos común. Su asentamiento tuvo lugar entre los ríos Duero y Tajo, principalmente en el territorio de las actuales provincias españolas de Ávila, Salamanca y Cáceres, y en parte de las de Toledo y Zamora. El concepto Vetonia como ente etno-político es probablemente un producto posterior fruto de la nueva organización territorial de la Hispania romana que realizó Augusto en los últimos estertores del siglo I a. C.

Los romanos concedieron inicialmente a Cáparra el estatus de ciudad estipendiaria. Es decir, la población tenía que pagar un canon y contribuir al ejército romano, pero tenía derecho propio, su propia moneda y sus tierras. Finalmente, en el año 74 dC, Vespasiano le otorga a Cáparra el estatus de Municipium, con lo que sus habitantes pasaban a ser ciudadanos romanos. A partir de ese momento Cáparra entra en una etapa de crecimiento y desarrollo como ciudad, siguiendo la arquitectura propia de las ciudades romanas.





Amurallada en su totalidad, Cáparra tenía tres puertas de acceso, situadas respectivamente al Sureste, Este y Oeste. Dos eran vías principales que vertebraban la ciudad, el Cardo y el Documano. Ésta última coincidente con la Vía de Plata, a su paso por el trazado urbano, y delimitada en sus extremos por las puertas del Este u del Oeste.








Con una extensión aproximada de 15-16 ha, hoy apenas quedan unos cimientos que definen la vía, viviendas y, en el centro, un arco cuadrifonte sobre el que ya hemos hablado, único en España por sus características.

El yacimiento se puede visitar siguiendo un itinerario que comienza junto al Centro de Interpretación, en una de las tres necrópolis descubiertas por el momento, para llevarnos después a los restos del anfiteatro y la puerta suroeste. El arco, da paso al foro, un espacio abierto que fue el centro político y religioso de la ciudad. En él, aún son visibles los restos de los edificios principales como son la basílica, donde se impartía justicia, la curia y otros tres templos.








Junto al Arco y el foro, se encuentran las termas, también al pie de las dos vías principales. Aquí se puede ver el sistema de conducción de aire caliente que pasaba a una sala que se llamaba Caldarium, la palestra dedicada al ejercicio, y las tiendas o tabernae adosadas al edificio y abiertas al decumano, además de la calzada.





En las Termas, el edificio, de planta cuadrada, contaba con todas las estancias típicas de estos establecimientos lúdicos, salas de agua caliente (caldarium), templada (tepidarium) y fría (frigidarium), la zona de vestuarios (apodyterium), y, en su lado sur, la palestra, o zona de ejercicios físicos. En su lado norte se ha identificado la existencia de varias tabernae. La mayor parte del espacio termal se encuentra protegida por una moderna estructura de madera que, no obstante, gracias a los cristales instalados en la misma, nos permiten ver sus vestigios.











El puente está muy reconstruido, sobre todo por la cara que mira aguas abajo. La zona que mira al norte conserva mejor los caracteres de su construcción romana y de todos los arcos el mayor es el que mejor se conserva. Las excavaciones actualmente están paradas, pero se sabe que hay muchos tesoros en su subsuelo, un teatro a extramuros, arquitectura domestica y elementos de tipo escultórico y decorativo. Este puente sobre el río Ambroz se hallaba junto a la Vía de la Plata. Se trata de un puente de origen romano que ha sufrido distintas modificaciones a lo largo del tiempo. Se encuentra al noroeste de las ruinas de Cáparra, en el municipio de Guijo de Granadilla.





La ciudad romana de Cáparra está bastante bien comunicada, a pocos kilómetros de la autovía A66, se llega fácilmente prácticamente desde cualquier zona del norte de Extremadura.

Los romanos concedieron inicialmente a Cáparra el estatus de ciudad estipendiaria, como ya se ha dicho antes, es decir, la población tenía que pagar un canon y contribuir al ejército romano, pero tenía derecho propio, su propia moneda y sus tierras. A partir del año 74, cuando el emperador Vespasiano proclamó el Edicto de Latinidad para las provincias hispanas, la ciudad accedió a la categoría de municipio de derecho latino -municipium con ius latii minor-, aunque se desconoce el momento exacto bajo la Dinastía de los Flavios en el que fue promocionada a este estatuto. Sus habitantes, al adquirir la ciudadanía romana por desempeñar magistraturas, quedaban adscritos a la tribu Quirina. A partir de ese momento, Capara comenzó su verdadero despliegue y desarrollo como ciudad siguiendo la arquitectura propia de las ciudades romanas, quedando de ese periodo numerosos restos, entre ellos el famoso arco, su símbolo inequívoco.


En 198, tras la victoria de Septimio Severo sobre Clodio Albino, al que habían apoyado las autoridades políticas romanas de Hispania y buena parte de las comunidades cívicas, el Ordo Caparensium erigió una inscripción, posiblemente con estatuas, en honor de la mujer del nuevo amo del Imperio, Julia Domna, señalando su condición de esposa de Severo y madre del joven César Caracalla y de los soldados, como Madre de los Campamentos Militares.

Durante la Alta Edad Media, la ciudad empieza a despoblarse, acentuándose el abandono a partir de la invasión musulmana, y posteriormente no existen datos de que fuera repoblada una vez que el territorio fue conquistado por los reinos cristianos. Entre la época romana y el siglo XII prácticamente no existente información. La invasión musulmana no proporciona ninguna mención ni siquiera como lugar de tránsito hacia la Meseta pese a estar enclavada en plena vía de comunicación. Existe la posibilidad de que la ciudad fue repoblada por un corto periodo de tiempo durante la reconquista, pero puede desprenderse por las bulas de Lucio III de 1144 y la de Urbano III de 1145, que estos repobladores no tenían conocimiento de la realidad en que se hallaba la antigua ciudad, ya que casi todas las incursiones y repliegues de tropas cristianas se realizaron desde Ciudad Rodrigo hacia Coria a través de la Sierra de Gata, por la denominada vía Dalmacia.


En una añoranza poética, diremos que entre olivos y lomas rojas, así se aparecen las ruinas de Cáparra ante el romántico visitante de un siglo que muere de entre penas y calamidades, y traspasa alelado uno de los umbrales de sus murallas, casi ciclópeas, aun cuando apenas se han empezado a extraer de la tierra que las cubre, y el manto de polvo de su historia, creada y grabada en aquellos lares de Hispania, justo en aquella época de sangre y fuego, pero también de identidad latina no perdida, que nace en las venas del tiempo. Capera, como así se llamaba, hoy forma parte de esas ciudades desiertas que antaño tuvieron su esplendor, y que hoy, resurgen entre el sol abrasador del olvido, y las cenizas de una historia que insiste en sobrevivir en la huella de la memoria, pese al hastío de la indiferencia.