EL CAN DEL AVERNO, LA CONCIENCIA, LA CULPA Y LA SOLEDAD.
Abordar una situación como asunto de vida o muerte, es morir muchas veces. En este pensamiento se encuentra el alma que al rayar la media noche, justo al albor de aquella hora en la que el halo abandona los cuerpos dormidos, el Can Cerbero asoma desde su oscura guarida, emitiendo un aullido negro, como un nubarrón silencioso, solamente audible para aquellas almas que no creen en la Ley del más allá, y pasan por la vida al libre albedrío de las tentaciones, probando los vicios mundanos de sabores dulces y amargos desprecios. El aullido silencioso se presenta de forma inesperada apenas se vislumbra la tenebrosa silueta, capaz de espantar de una mirada al más valiente y osado de los mortales. Una mirada anunciadora de la más terrible de las muertes venideras, cuando no de alguna de las más aterradoras desgracias que la quebradiza alma humana pueda soportar. La intriga, el suspense y el miedo se aferran al aliento, haciéndolo más pesado en incapaz de inhalar y exhalar con fluidez natural, arrastrando un cavernoso y espeso ruido bronquial, que incluso llena el ambiento de un hedor terrible a muerte.
El fantasmal can se yergue entre las brumas que apenas dejan entrever el círculo rojizo que circunda la luna llena, que vestida ahora de luto en esos momentos, se corona de un aura magenta en el contorno que la dibuja, como si irradiara sangre, vistiendo la zona boscosa allende las puertas del averno, de un escenario nocturno de tinieblas difuminadas, con el susurro de los suspiros de los condenados que se apagan ante la implacable y terrible presencia del perro maldito, cuya enorme musculatura y ojos brillantes, buscan con el olfato a su próxima víctima, capaz de perseguirla implacable hasta más allá de los sueños.
Cerberus, el rey de los canes malditos, intuye una mota de aliento en el ambiente con su hocico husmeante, y arruga sus tres rostros para profundizar más con su olfato, y deja asomar sus terribles dentaduras, blancas como la piedra de la luna, como la tinta que escribe la condena en el epitafio de aquellos que incrédulos, pasean su arrogancia por el mundo que los pare, creyéndose inmunes a cualquier tipo de mal.
La criatura infame y maligna tironea con furia de la gruesa cadena que la sujeta a la roca, de cuya hendidura asoma la espectral figura de Beelzebub, el príncipe maldito de las tinieblas del Tártaro Abismo, el Señor de las moscas de la carne putrefacta, que emerge del submundo, arrogante conocedor de su poder, dueño y señor de las pesadillas, cuya figura omnipotente otea el horizonte, del que percibe la débil luz de un alma perdida más allá de los sueños, justamente en aquel lugar a ninguna parte, donde en su viaje astral, el alma permanece extraviada y desamparada entre dos mundos, incapaz de regresar.
El alma perdida, se acurruca en el suelo, entre las brumas de la noche que la luz de la luna dejan apenas adivinar. La intensidad de su energía se apaga poco a poco, y se derrumba bajo el peso abrumador de su conciencia, esa dolorosa compañía que tiende a cargar de angustia los oscuros momentos de la vida, y el camino al más allá. Una cristalina lágrima resbala por el perfil de su amarfilada mejilla, fría, solitaria, perdida en su propia piel, hasta desprenderse y caer al infértil suelo que la contiene.
Beelzebub suelta la cadena que sujeta a la bestia, y con un bramido atronador ordena a Cerberus que de caza a su presa, al tiempo que se relame de gusto al adivinar el sabor de la sangre inocente que pronto, llenará de gozo su orgullo, poseyéndola a la fuerza como sólo él, sabe hacerlo, con furia brutal, y sin compasión alguna.
La bárbara, colérica y violenta figura de la fiera infernal de tres cabezas, sale impetuosa con rugidos y ladridos espantosos y ensordecedores en busca de su débil víctima, perdida en aquella realidad alternativa, poseída quizás por un mal espíritu que la abandona a su suerte en aquel terrible lugar, solitario y estéril a la esperanza, frío al alcance del calor pasional y al entendimiento del corazón, débil, fatigada, vacía y desolada, hundida en su propia amargura de sabor a hiel, a sábila y a retama, a quinina, y sobre todo, al amargo sabor de la culpa.
La culpa, ¿qué es la culpa?, se debate así misma mientras más lágrimas postreras acompañan a la levedad del sonido del llanto desesperado, que van surcando en pos del camino de aquella naciente, perdida ya en el sustrato de su esencia. La culpa, la tentación, el descuido, la imprudencia, el yerro…La soledad. La soledad que alumbra una ilusión en la distancia, una leve luz en la oscuridad, una voz en el vacío del silencio, un suspiro de flaqueza en el rincón del anhelo, un canto en prosa en el libro en blanco de la vida. La culpa, un reproche de la conciencia, una censura del sentimiento. La soledad, una distancia del alma rota por el tormento de la noche, la ausencia del calor de una caricia o el sonido de un deseo que se desvanece nada más nacer. La soledad, convertida en escarcha del pensamiento, y el alma, perdida, lánguida y exhausta, yace hundida deseando haber tenido, y no poder. La tentación se convierte en culpa, cuando la soledad se abandona a la sugestión, y en realidad, es entonces cuando la culpa perece en su propia naturaleza, y deja de existir.
La bruma nocturna, si cabe, se hace más espesa, y el silencio, roto únicamente por las apagadas lamentaciones de las almas condenadas, prisioneras al amparo de la eterna consternación, hace estremecer ya no de culpa, sino de terror al alma perdida, que sospecha el incierto final del ambiente que envuelve su pesadilla, su locura, su atrocidad, esa intimidación que se presiente en la zozobra ante la incertidumbre de la tiniebla, que a pesar de sus sombras, puede casi olfatear la inminencia del peligro que la acecha, masticar el sabor del miedo, del agobio y de la doliente turbación. Optó en su desesperación por el éxodo astral fuera de su cuerpo, para encontrar un alivio, o, quizás, una respuesta, tomando ese camino entre el sueño y la vigilia, entre la consciencia y el subconsciente sensorial, y en el trayecto, en un cruce de senderos entre la imprudencia y la expía, la censura y la absolución, se perdió en la dolencia en la que incurre la conciencia, desconocedora de la causa y la ausencia del reproche, y la cual, tiende a desconocer casi siempre la propia existencia del entorno, y de los más profundos sentimientos del corazón.
Beelzebub emite ansioso e impaciente un estentóreo bramido en la lejanía, incapaz de soportar más el fragor del deseo en su fuero interno, y el Can Cerbero araña el suelo en su zancada infernal, dirigida hacia la tenue luz del alma perdida, que a sus pies, asombrada ahora, ve nacer velozmente unas raíces regadas por las lágrimas de su lamento, que sustentan la figura del Ángel de la Guarda, aquel de la dulce compañía, el poderoso protector de los momentos difíciles. La bestia infernal se lanza poseída hacia el alma perdida que lo observa aterrada, pero una brazada del custodio, lo derriba, lanzándolo hacia atrás. El custodio ni lo mira, se limita a señalar con el brazo extendido, ante la atónita mirada del can Cerberus que, ofuscado, se aleja mirando de soslayo hacia atrás.
La conciencia, de repente, tapa sus ojos avergonzada, e intenta en vano argumentar una escusa, pero es acallada por el Ángel Custodio, que, bajando lentamente la mirada, observa a los ojos del alma perdida la cual, exhibe ahora sí, la leve sonrisa de la sagrada Inocencia. El berrido frustrado de Beelzebub se ahoga en el fragor del despertar, y un gélido sudor empapa las sábanas, mientras una figura doliente, aterida y trémula, se encoge en el recuerdo de un Ángel del amparo y la conmiseración. La sombra de la luna llena, refleja la humana figura, desnuda ante el abismo que separa la culpa, de la soledad.
Aingeru Daóiz Velarde.-
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