sábado, 20 de junio de 2020

UN PADRE EN LA SOMBRA PARA ALFONSO XII

UN PADRE EN LA SOMBRA PARA ALFONSO XII 

Conocida es la historia de la reina Isabel II y sus múltiples amantes, siendo uno de éstos el posible padre biológico de Alfonso XII, como vamos a ver, pero primero, vayamos por partes. 

El reinado de Isabel II es casi más conocido por la algarabía de rumores sobre la vida íntima de la Reina, a lo mejor, algunos de ellos fruto de la invención que por los acontecimiento políticos, como podría ser, pero aquí no nos limitamos a juzgar, si no a mostrar la otra cara de la historia. Casada con su primo Francisco de Asís, un hombre poco interesado en el género femenino según las murmuraciones de la época, Isabel II mantuvo varios romances con cortesanos y generales de su confianza. No es extraño, por tanto, que la paternidad de su hijo Alfonso XII fuera motivo de muchos interrogantes y que pocos pensaran en el Rey consorte como sospechoso de engendrar a un niño que se crió prácticamente en el exilio, pero que regresó para restaurar con no poca dignidad el sistema monárquico e iniciar la Restauración, uno de los periodos de mayor templanza política en la historia de España.



El ascenso al trono de Isabel II estuvo marcado por el desafío iniciado por su tío Carlos María Isidro de Borbón, en la guerra conocida como Primera Guerra Carlista, que cuestionaba la legitimidad de que una mujer recibiera la Corona por encima del hermano de Fernando VII. Se trataba de la herencia envenenada de un hombre, Fernando VII, obligado a apoyarse al final de su vida en los liberales a los que tanto había acosado. Rodeado de partidarios de esta condición política, la Reina regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, madre de Isabel II, tuvo que andarse con pies de plomo a la hora de buscar a un marido para su hija. Cuando Isabel II contaba 16 años, el Gobierno arregló un matrimonio con el Infante don Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz. Era la opción que menos protestas podía causar a nivel político, salvo las de la esposa. 

Francisco de Asís, era un hombre pequeño, delgado, de gesto amanerado, de voz atiplada y andares de muñeca mecánica. En la intimidad lo llamaba el pueblo Paquita, Doña Paquita, Paquita Natillas o Paquito Mariquito. Le gustaban los baños, los perfumes, las joyas y las telas finas, así era definido el rey consorte por el pueblo llano, y por aquellos historiadores del momento. Al joven Francisco, que además de homosexual era primo hermano de la monarca, le eligieron para ese matrimonio después de descartar a muchos otros candidatos, y por razones un poco lúgubres: no tenía grandes enemigos, no tenía ningún tipo de interés por la política y se le intuía una personalidad maleable. 

Isabel II y Francisco de Asís eran primos hermanos por partido doble, puesto que el padre de él, el infante Francisco de Paula, era hermano de Fernando VII, mientras que su madre, Luisa Carlota de Borbón-Dos Sicilias, era hermana de la regente María Cristina. Y pese a que eran familiares, la relación entre ambos nunca fue buena, en parte por el carácter apagado de él y en parte porque su sexualidad era cuanto menos ambigua, como ya hemos dejado ver. Una frase atribuida a la Reina, entre el mito y la realidad, sintetiza la opinión popular sobre el consorte: "¿Qué podía esperar de un hombre que en la noche de bodas llevaba más encajes que yo?".




Las mal intencionadas lenguas de la plebe, hablaban de él como “Paco Natillas es de pasta y flora, y mea de cuclillas como una señora”. Lo cierto es que, efectivamente, Francisco orinaba sentado porque sufría hipospadias, es decir, una malformación de la uretra que provocaba que no tuviese el orificio de salida en el glande, sino en el tronco del pene. Hay historiadores que creen que el matrimonio jamás se llegó a consumar; pero, en cualquier caso, juntos tuvieron oficialmente doce hijos, doce hijos de cara al público de los que sólo sobrevivieron cinco. En realidad, según cuentan, “Paquita” , que es como así lo conocía el vulgo despiadado, estaba enamorado del aristócrata Antonio Ramos Meneses y por las noches se escapaba de palacio para reunirse con él y ejecutar sus deseos. Era su amigo, su amante y el confesor de sus alegrías y sus penas, además de la única pareja verdaderamente estable que se le conoció en la vida. 

Isabel, malcasada con aquel primo demasiado melindroso y afeminado en extremo, llevaba años buscando satisfacción romántica así como erótica fuera de los estrechos confines de un matrimonio basado en razones de Estado. Ya entonces, había dos "posibles" padres para Alfonsito. La mayoría atribuía su concepción a los buenos oficios del capitán de ingenieros Enrique Puigmoltó y Mayans. Unos cuantos ponían sobre el tapete el nombre de otro militar, éste de gran relevancia: Francisco Serrano y Domínguez, a quien la soberana solía denominar su "general bonito".



Enrique Puigmoltó y Mayans parece el candidato más convincente, aunque mantenemos la incógnita de un enigma histórico. Aquel gallardo oficial, hijo de Rafael Puigmoltó conde de Peñafiel y de la dama Pascuala Mayáns, quien ya había sido agraciada con el lazo de dama de la Orden de María Luísa. 

Sería tema interesante dilucidar cómo sintieron los hijos de Isabel II el hecho de haber sido previsiblemente engendrados por distintos hombres, amantes de su madre en diferentes capítulos de la agitada biografía sentimental de la reina de los Tristes Destinos. Se supone que Isabel II dejó meridianamente claro a Alfonso que, desde luego, su herencia genética Borbón provenía única y exclusivamente de ella, como se recoge en sus biografías, en palabras de la reina, “ Todo lo que tú tienes de Borbón, lo sacas de mí". En la otra, Isabel confiesa a Alfonso, en un tono no tan apabullante: "Hijo mío, la única sangre Borbón que corre por tus venas es la mía". Aunque Isabel era reina por derecho propio, no una consorte de rey, a un heredero de una dinastía no puede dejar de afectarle saberse un hijo adulterino.


Pero, comencemos el relato en la noche del 28 de noviembre de 1857, fecha en la que nació el heredero al trono y que recibiría el nombre de Alfonso de Borbón. Un total de 21 fueron las salvas que disparó el cañón que anunciaba a la población la llegada al mundo del futuro rey y, sobre todo, que éste era un niño.


Isabel II había dado a luz anteriormente a otros cinco hijos, dos mujeres y tres varones, sobreviviendo únicamente las dos féminas… Es imposible que nadie pueda ser más feliz que yo en este momento", declaró la reina Isabel II, tras dar a luz al pequeño Alfonso, y, desde luego, resulta muy comprensible ese sentimiento de euforia de la soberana española, ya que hasta que logró poner en el mundo al futuro Alfonso XII aquel día de finales de noviembre de 1857, el historial ginecológico de Isabel está plagado de infortunios. Su primer retoño, probablemente engendrado por el marqués de Bedmar, había sido un varón fallecido en el transcurso del parto. A continuación había dado a luz un segundo varón, que se suele atribuir a Francisco de Asís: el niño murió a los cinco minutos de haber nacido, recibiendo el nombre de Fernando en un "bautismo de emergencia". Luego había nacido una niña, Isabel, que se convirtió en la heredera del trono. A Isabel le había seguido otra fémina, María Cristina, fallecida con apenas unas horas de vida. Después, Isabel II tuvo dos abortos, uno ya muy avanzado el embarazo. Por fin, al cabo de tan lamentable secuencia, en la que nada menos que seis embarazos habían producido cuatro partos y dos abortos para arrojar el saldo final de una princesita llamada Isabel, la reina Isabel II consiguió ofrecer a la nación al príncipe Alfonso.




No habría otro varón para Isabel II. En los años siguientes, completaría su historial con cinco partos más. La hermanita que siguió a Alfonso, la infanta María Concepción, se murió con veintiún meses. Después aparecerían en escena tres infantas: Pilar, Paz y Eulalia. La familia se cerró con un niño, Francisco de Asís Leopoldo, pero éste duró solamente veintiún días. De modo que, al cerrar el ciclo de su fertilidad, Isabel había concebido once veces, había parido nueve veces y sólo logró cuatro hijas para agregar a un único heredero de sexo masculino. Su prole se limitaba a Isabel, Alfonso, Pilar, Paz y Eulalia, y las lenguas hablan que ninguno de su marido, desde luego, razones había de sobra para dar que hablar. 


Tal y como estaba la situación del país, era preciso la llegada de un niño sano que pudiese evitar volver a una guerra con los Carlistas. Tras el parto, todos estaban de júbilo en el Palacio Real a excepción de una persona que no estuvo presente: Francisco de Asís, el rey consorte, quien llevaba cerca de un año residiendo en el Palacio del Pardo, pero, a quien sí se le vio esos días por palacio fue a Enrique Puigmoltó y Mayans, un aristocrático militar valenciano destinado en la guarnición de Madrid que se había ganado los favores y simpatías de la reina tras defender la monarquía y evitar una sublevación tras el abandono del General Baldomero Espartero.

Ese acto le valió para ser distinguido con el título de Vizconde de Miranda, además de otras importantes condecoraciones, como la Cruz de San Fernando de 1.ª Clase por su valerosa actuación en la represión de los sucesos revolucionarios de Madrid, del 14 al 17 de julio de 1855, siendo capitán de Ingenieros, y situarse en el círculo más íntimo de Isabel II, muy amiga de ir coleccionando nuevos y apuestos amantes y motivo por el que su matrimonio fracasó.


El asunto de los amoríos reales estaba en boca de toda la corte y no fueron pocos los que, tras el nacimiento del futuro rey de España, iban comentando que este era un ‘Puigmoltejo’, igual que llamaban a su hermana mayor, Isabel, relegada ahora al segundo puesto de la línea sucesoria, "la araneja", por atribuirse su paternidad biológica a don José María Ruíz de Arana, un hijo del conde de Sevilla la Nueva, al cual luego se otorgaría el título, más relevante, de duque de Baena con Grandeza de España.

Cabe recordar que Puigmoltó servía al mando de la cuarta compañía en el segundo batallón, cuando la Reina se encaprichó de él. Según relata Ricardo de la Cierva en “La otra vida de Alfonso II”, la pareja llegó a hacer vida casi de matrimonio en el Palacio Real. La correspondencia entre la soberana y su amante recogida en el citado libro muestra el nivel de apasionamiento de la pareja.


Incluso había quien veía con buenos ojos que la ascendencia de Alfonso XII aportase nueva sangre a los Borbones, debido a que eran muchos los miembros de esa familia que se habían casado entre sí. Hay que recordar que Isabel II y su esposo Francisco de Asís eran primos carnales, además por parte de padre y madre.




Sin embargo, la relación de la reina con Puigmoltó, al que habían apodado como “el favorito”, no era del agrado de Leopoldo O'Donnell, Presidente del Consejo de Ministros, y las autoridades eclesiásticas de la época, así como del propio confesor de Isabel II, quien se negó a visitar el Palacio Real y confesarla hasta que no acabase su adultera relación.

Todo parece indicar que las presiones recibidas lograron que la reina despachase a su querido amante de vuelta hacía Valencia coincidiendo con los tres meses del nacimiento del futuro rey y la vuelta a palacio de su esposo.


En la imagen, Isabel II, Francisco de Asís, y el pequeño Alfonso XII.




Al final de su vida, la reina, que había sobrevivido a su hijo, justificaba sus pecados en una entrevista exclusiva con el escritor Benito Pérez Galdós: “¿Qué había de hacer yo, jovencilla, reina a los catorce años, sin ningún freo a mi voluntad, con todo el dinero a mano para mis antojos y para darme el gusto de favorecer a los necesitados, no viendo al lado mío más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más voces de adulación que me aturdían ¿Qué había de hacer yo? Póngase en mi caso…”.


Precisamente por las respectivas famas de Isabel II y Francisco de Asís, y por el distanciamiento entre ambos, ya que durante varios periodos vivieron en distintas residencias e incluso la Reina reclamó la anulación del matrimonio al Papa, sorprende enormemente la amplia descendencia que tuvo el matrimonio. “Clamaban los liberales. Que la reina no paría. ¡Y ha parido más muñecones, que liberales había!”, corrió por Madrid a través de una copla difundida por los carlistas. Oficialmente, la pareja quedó embarazada en 11 ocasiones , aunque varios embarazos acabaron en abortos o los neonatos fallecieron al cabo de muy poco tiempo, como ya hemos podido ver, un hecho que en principio fue achacado al alto coeficiente de consanguineidad entre ambos contrayentes. El único varón en llegar a la edad adulta fue Alfonso XII, que, como era de esperar, se especuló hijo de cualquier hombre del reino salvo del Rey consorte, y aquí hemos dejado constancia de la historia y sus sucesos, para que sea el lector quien juzgue. 

Cabría preguntarse, ¿son reales los fantasmas que campan por la historia, entrando y saliendo de las alcobas reales, mientras el pueblo canta versos y coplas, a la vez que muere de pie en las batallas defendiendo a muerte la dignidad de su corona?...España de divide y se parte la crisma a garrotazos, pero es por la noche de los miedos cuando sale a campo abierto, unidos brazo con brazo, y engendran historias que hacen dibujar con encanto una sonrisa de complicidad a la luz de la lumbre, en una aciaga noche de invierno.


Aingeru Daóiz Velarde.- 






domingo, 7 de junio de 2020

LA BATALLA DE SAN MARCIAL


LA BATALLA DE SAN MARCIAL 

La fecha, como casi todo lo histórico-militar, ha pasado inadvertida en España, sentenciada a la indecorosa esencia del olvido más cruel, tiznado de vergüenza. Dos siglos del Martes Glorioso de la Batalla de San Marcial, tal día como un 31 de agosto de 1813, en el que aconteció en tierras de la Guipúzcoa la batalla decisiva que significó a la postre el fin napoleónico en territorio de Vascongadas y Navarra. 


Enfrentó a las huestes francesas del temible mariscal Soult con el Cuarto Ejército español, gallego para más seña, aunque había también de todo, al mando del general Don Manuel Alberto Freire de Andrade y Armijo, apostados sus hombres en primera línea en los campos de Sorueta y Enacoleta, alturas de San Marcial, y parte de sus fuerzas entre Irún y Fuenterrabía. Eran tiempos aquellos de alianzas con Portugal y Reino Unido para frenar el delirio napoleónico en España. Y Sir Arthur Wellesley andaba por allí, casi por casualidad. Fue una victoria definitiva, tras cinco años de ocupación francesa. Existe un mirador junto al templo desde el que puede apreciarse una maravillosa panorámica de la ciudad, bahía de Txingudi, Hondarribia, el Bidasoa, Jaizkibel, y gran parte de la costa guipuzcoana.





Fecha inadvertida, como hemos dicho, olvidada, omitida, desdeñada, arrinconada en los espacios vacíos de la memoria, casi por la que nos extraña que aquellos que apoyan su insaciable sed de hipocresía pacífica, no nos hagan pedir perdón, y más con la que llueve dos siglos después en tierras de Guipúzcoa y su capital, San Sebastián, ciudad arrebatada al francés tras la Batalla de San Marcial, donde sus fiestas rinden solo homenaje a los terroristas, hoy llamados hombres de paz, la misma paz de los cementerios a las que han enviado a otros, una tierra guipuzcoana que tantas buenas gentes nos han dado, pero de la que nada se habla de la españolidad indiscutible de su Historia.


Pero regresemos de nuevo al campo de batalla, a la historia de sus 161 oficiales y 2.462 soldados españoles muertos, unos 4.000 fueron los franceses que murieron en el enfrentamiento, mientras que ingleses y portugueses apenas tuvieron bajas.

Los ingleses al mando del general Graham sitiaban San Sebastián ocupada por los napoleónicos, el 4º ejército o Ejército de Galicia al mando del general Manuel Freire, ante una posible incursión enemiga por la zona de los Pirineos en apoyo de los defensores de la ciudad, estaba desplegado en línea dentro de las Colinas de San Marcial, que dominaban el entorno de Irún.


Lo integraban en primera línea la 3ª división, que defendía los territorios de Sorueta y Enacoleta, la 5ª en San Marcial y la 7ª entre Fuenterrabía e Irún. En reserva desplegaban la división del general Francisco Longa, cuatro brigadas inglesas y una portuguesa; en total, unos 16.000 hombres.

Por la parte napoleónica, había unos 18.000 hombres, pero contaban con tropas en las cercanías hasta llegar a más de 50.000. En el amanecer del 31 de agosto, entre la niebla, siete divisiones francesas al mando del mariscal Soult atraviesan el Bidasoa para socorrer a su guarnición de San Sebastián, ocupando los altos arbolados de Irachával, con la intención de tomar San Marcial, que domina el paso del río.

Sobre las 6 de la mañana del 31 de agosto, los franceses, cubiertos por la neblina matinal y la artillería, comienzan a cruzar por varios pasos. A las 9, lanzan un ataque intentando rodear el monte San Marcial y envolver la línea española. Pero el terreno accidentado y boscoso, con estrechos senderos que solo permiten el paso en fila india de la tropa, no es el más adecuado para el estilo de ataque en formación ordenada y compacta que los franceses acostumbraban a usar, de modo que los defensores se defienden a bayoneta calada y consiguen hacer retroceder a los franceses hasta la orilla del Bidasoa. Eran aproximadamente las 10 de la mañana.


Cuando tratan de ocupar la relevante posición de Soroya, penetrando por la cañada de Ercuti, se encuentran con la decidida defensa de los soldados españoles de la 3ª división, que los rechazan con eficaz fuego de fusilería, e incluso con sus bayonetas, una y otra vez.

Entre los regimientos españoles se encontraba el de voluntarios de Asturias, cuyo joven coronel, Fernando Miranda, perdió la vida gloriosamente, o los bravos voluntarios de Astorga. En su ataque por San Marcial los franceses también fueron rechazados por el regimiento de Laredo.


Tras intentar un ataque desesperado, con el apoyo de su artillería, por el centro y la derecha de la línea de despliegue español, los franceses de nuevo se ven obligados a retirarse, pero enseguida pasan el Bidasoa e intentan atacar, una vez más, el centro del despliegue.




Tras este primer intento frustrado, los franceses vuelven a la carga. Mientras las tropas que regresan del primer ataque se reorganizan, los ingenieros franceses, bajo la protección de la artillería, comienzan a levantar pasarelas por las que, aprovechando la bajamar de las 11 de la mañana, comienzan a pasar dos Brigadas de la Guardia Real de José Bonaparte, mientras el resto del ejército francés se disponen a volver a atacar San Marcial. 

El General Freyre, al mando del Cuarto Ejército español pide ayuda a Wellington, pero éste se la niega, y les conmina a resistir. Los españoles resisten heroicamente. Mientras, se oyen los cañonazos ingleses disparando contra los sitiados franceses de San Sebastián, lo que obliga a los franceses a acudir en ayuda de sus compatriotas. En la imagen, el duque de Wellington.



Posteriormente se encuentran con la 1ª brigada de la 5ª división al mando del intrépido general Juan Díaz Porlier, acompañado del segundo batallón de Marina, que les combatieron hasta obligarles a retroceder hasta la falda del monte. 

Otro intento de ocupar las alturas de Portó, a la izquierda del dispositivo de defensa español al mando del general José María de Ezpeleta, acabó con la toma de los franceses de las barracas de un campamento español. 

A las 13:00 horas, el ejército de Soult se organiza en tres columnas para atender todos los frentes. Freire concentra sus fuerzas y, con ayuda de la artillería, logra contener el ataque masivo de la Guardia Real de Bonaparte. La situación llega a ser crítica por el avance de los franceses, y solo la aparición de tres batallones de Voluntarios de Guipuzcoa, que vienen de San Marcial consigue que las tropas españolas puedan repeler a los franceses y obligarles a retroceder hacia el río Bidasoa, a culatazos y a bayoneta calada. 




Nadie miraba ya atrás en busca del auxilio, y lo que al principio era una avanzada en silencio, soportando el fuego de la artillería enemiga hasta una distancia de unos 150 metros en la que el alcance de los fusiles era efectivo, bayoneta calada, oficiales al frente, tambores y pífanos marcaban el ritmo ante el estandarte español agujereado por las balas y la metralla, desafiantes, a veces con algo de pendiente cuesta arriba en un terreno resbaladizo por algo de lluvia y la sangre, con el único sonido del lamento de los heridos, o algún llanto del recuerdo de la esposa y los hijos en la añorada tierra del pueblo, al que ya no esperaban regresar. La voz sobre todo, de Freire, adelante, seria, impasible, fija su mirada a los flancos, mientras la metralla volaba haciendo estragos en la carne, pero no en el ánimo de los batallones españoles al frente, a buen paso, sin devolver al principio el fuego, hasta llegar a las lides de la fusilería enemiga, que presa del terror del empuje hispano, se retira poco a poco, dejando ahora sí, un reguero de muerte y desesperación en sus filas, porque los alaridos de rabia y furia, emanan ahora de las gargantas españolas con toda su fuerza. Andresillo, el pequeño tambor de Corcubión, ha caído, su padre, a la derecha, pierde la razón y ensarta con su faca la furia de su rabia en el cuerpo herido de un francés implorante, con la mirada perdida, en la cólera de la desesperación. 


Tras lo sucedido y en auxilio acude el general Gabriel de Mendizábal, que arrolla a los ocupantes. Los franceses abandonan sus posiciones y tienen que atravesar en retirada definitiva el Bidasoa por el puente de las Nasas al anochecer del día 31, en medio de una lluvia torrencial. Un último intento francés de incursión en el despliegue de la 9ª brigada portuguesa fue frenado inmediatamente por Wellington enviando allí al general Inglis. 

El ejército español, sufrió unas 2.500 bajas, como hemos dicho, y el francés unas 4.000, el mérito y la victoria decisiva correspondieron a las tropas españolas pues soportaron el esfuerzo principal a lo largo de todos los combates y finalmente alcanzaron una de las victorias más señaladas de la Guerra de la Independencia, ya que supuso el final de las grandes batallas, al obligar a los franceses a retirarse de las Vascongadas y de Navarra. 

El Duque de Wellington quien contempló la batalla desde su atalaya para luego referirse en estos términos al Ejército español y sus huestes gallegas en una arenga en el Cuartel de Lesaca, un 4 de septiembre de 1813: 

“Guerreros del mundo civilizado: Aprended a serlo de los individuos del Cuarto Ejército que tengo la dicha de mandar. Cada soldado de él merece con más justo motivo el bastón que empuño. Todos somos testigos de un valor desconocido hasta ahora; del terror, la muerte. La arrogancia y serenidad, de todo disponen a su antojo. Dos divisiones fueron testigos de este combate original sin ayudarles en cosa alguna y esto por disposición mía para que se llevaran una gloria que no tiene compañera. Españoles: Dedicaos a imitar a los inimitables gallegos, distinguidos sean hasta el fin de los siglos por haber llegado en su denuedo hasta donde nunca nadie llegó. La Nación española premia la sangre vertida por tantos cides. Diez y ocho mil enemigos con una numerosa artillería desaparecieron como el humo para que no os ofendieran jamás”.




A la izquierda de la composición, soldados franceses en retirada; a la derecha, bayonetas españolas empujando, la bandera de la noble Infantería española… El Monte San Marcial se esconde detrás de la neblina causada por los cañonazos y los disparos, pero en la cima se puede ver la pequeña ermita, humo y pólvora, muertos, valor, sangre, barro y cañón. Cañón. Al frente, la Cruz de Borgoña, y la furia en el corazón. Al pie del monte, un amasijo de cuerpos cubiertos de sangre y barro se amontonan en el suelo. Algunos han encontrado ya la muerte, como el joven tamborilero que yace junto a un cañón. Otros aún están agonizando o recibiendo el golpe de gracia por parte del enemigo. El resto del batallón desaparece entre la niebla a lo lejos y entre todos los rostros desfigurados por el miedo, la furia o el dolor, un soldado situado en el lateral derecho parece olvidar el fragor de la batalla y mira directamente, a través del lienzo, al espectador…Quizás, nos observa desde la historia, avergonzado por el devenir en estos tiempos que corren, pasmado ante la insoportable indiferencia, y avergonzado ante la cobardía de un pueblo que aplaudía no hace mucho desde las balconadas, mientras en la trastienda de los despachos, se pacta la más apestosa falta contra el deber y el orgullo, el crimen de la traición.


Aingeru Daóz Velarde.-