jueves, 8 de julio de 2021

SALOMÉ

SALOMÉ

La historia de Salomé está ligada al martirio de Juan Bautista. En un viaje a Roma, Herodes se enamora de la esposa de su hermano Filipo, Herodías. Después de que Herodías se divorciara de Filipo, Herodes la convirtió en su esposa, lo que suscitó la guerra con los nabateos, ya que Herodes Antipas había repudiado antes a otra mujer, hija del rey nabateo Aretas IV.

La actitud de Herodes Antipas y Herodías fue muy criticada por el pueblo, ya que se consideró pecaminosa. Uno de los que más sobresalieron en su denuncia fue San Juan Bautista, el apóstol que predicaba el arrepentimiento, que se atrevió a censurar públicamente el matrimonio de Herodes con Herodías. Ello exasperó tanto a Herodías que pidió la ejecución del predicador. Desafiando a la opinión pública, Herodes puso a Juan Bautista en prisión, aunque no se atrevió a ejecutarlo por miedo a provocar la ira popular.



Durante un festín en honor a Herodes por su cumpleaños, la hija de Herodías, Salomé, accede a bailar para el tetrarca delante de todos los invitados. Herodes, excitado por el vino, la observa con concupiscencia y le promete que le dará todo lo que le pida, hasta la mitad de su reino. Tras una breve consulta con su madre, Salomé le pide la cabeza de Juan Bautista en una bandeja . Entristecido y obligado por haber dado su palabra, Herodes manda a un guarda a cortar la cabeza de Juan Bautista. La ejecución tuvo lugar en Machaerus, un fuerte cerca del Mar Muerto en la actual Jordania.

Después el guarda se la presentó a Salomé quien se la ofreció a su madre, Herodías, en una bandeja de plata, y de ahí la expresión servir algo en bandeja de plata, que viene a decir lo mismo que servirlo con facilidad. En la imagen, Salomé, de Lucien Lévy-Dhurmer.






En cuanto a las representaciones variadas del acontecimiento en el arte, Salomé puede aparecer sola o en ciclos iconográficos del martirio de Juan Bautista. Cuando aparece sola, lo hace ricamente ataviada sosteniendo una bandeja con la cabeza de Juan Bautista. Las escenas más representadas son las del festín de Herodes y Salomé bailando; la ejecución de Juan Bautista con Salomé esperando para recibir su cabeza, y la presentación de la cabeza a Herodías por Salomé. En algunos casos también se puede representar el momento en que Herodías aconseja a su hija Salomé pedir a Herodes la cabeza de Juan Bautista.

El Nuevo Testamento menciona a dos mujeres llamadas Salomé. Una de ellas es mencionada por Marcos 15:40 y Mateo 27:55 como aquella que desde lejos vio a Cristo portando la cruz; la que estuvo con María en la crucifixión de su hijo, la que llevó especias al sepulcro y vio a los ángeles quienes le dijeron que Cristo había resucitado. La segunda Salomé,  la que nos ocupa aquí, no es otra que la hija de Herodías y sobrina de Herodes. Ninguno de los dos textos donde se hace referencia a su historia la nombran.

En 1607 el pintor Michelangelo Merisi da Caravaggio reflejaba en su cuadro Salomé con la cabeza de Juan el Bautista, el momento inmediatamente después a esta escena, cuando Salomé recibe la cabeza del profeta.





Una particular disertación sobre este tema, es el erotismo, que representa la figura de Salomé, y su crueldad, no ya la de Salomé, sino la del propio erotismo. En la novela de Antonie de Saint-Exupéry, "El Principito", nos presenta el error humano con el que idealizamos o más bien transfiguramos el amor en cualquier otra cosa, y solemos hacerlo de manera equivocada, buscando naturalmente encontrar la dualidad perfecta. En el capítulo "El Principito y la Rosa", la flor y el protagonista tienen una conversación en la que difieren sobre lo que sienten uno por el otro: amor y cariño, amar y querer, cuando el autor nos muestra a través de los diálogos que ambos sentimientos no significan lo mismo.

El amor, no significa necesariamente tratar de buscar en la otra persona aquello que llene nuestras pretensiones de una forma casi absoluta, y de esta manera, apoderarnos de algo que en realidad, no nos pertenece, porque no forma parte de nosotros, si no de nuestro deseo. Cuando este sentimiento o esa necesidad no se ve satisfecha, ocurre con frecuencia que suele traer el sufrimiento, la frustración y una profunda decepción, y de ahí, en muchas ocasiones, pasa la frontera del amor, al odio.

Ciertamente, el deseo del propio erotismo, suele mezclarse con esa sensación de amor, en la que somos capaces de sacrificar la inocencia, y servirla en bandeja de plata, e incluso hacerlo sin el menor sentimiento de culpabilidad, por la razón de que nuestras pretensiones no ha sido satisfechas por algún otro motivo ajeno. El arte, es una muestra muy clara de ese sentimiento, y resulta muy fácil confundir las imágenes, con el sentimiento del amor, como puede ser en esta ocasión, la que nos sirve de ejemplo. Observamos a Salomé, apasionada por la cabeza de Juan, o incluso se podría decir que casi venerada encima de una bandeja de plata, cuando la realidad es muy diferente.

Cada ser humano, es diferente, y tiene sus propias cualidades, y además, seguramente camina por diferente sendero al nuestro, pero lo difícil, es saber interpretar que la capacidad de amar, no trata de poseer, sino más bien de desear la felicidad, y hacerlo de corazón, puesto que amar no es un sentimiento realmente interesado, por lo que tampoco debe ser sufrido, ya que no se pide nada a cambio, es, simplemente un pozo de placer, algo muy particular que se hace en silencio, en la soledad del limbo y de los sueños, la libertad de saltar al vacío confiando en el alma de la otra persona, la libertad de amar a otro ser que sólo se conoce y se ama por lo mismo, es decir, por la libertad, y no por la posesión, en este caso, servida en bandeja de plata.

Nuestros ojos, suelen engañarnos haciéndonos creer en la posesión de un amor imposible, haciéndonos creer que ciertas pinturas han retratado el mismísimo halo que rodea al amor, cuando la verdad, resulta diferente. Amar no significa reprimir, lastimar o limitar, amar, significa soñar, y no sacrificar o ejecutar a cambio de un baile, como hizo Herodes Antipas con Juan. En la imagen siguiente, Salomé, de Franz Von Stuck.






Salomé era una princesa judía, descendiente de una familia real extraña y compleja. Su padre se llamaba Herodes y era hijo del famoso rey Herodes que había ordenado matar a los niños de Belén al nacer Jesús. Pero Herodes junior, a diferencia de su padre, no se dedicaba a la política. Era un tranquilo ciudadano que vivía en Roma consagrado a su familia. La madre de Salomé se llamaba Herodías y era hija de otro hijo del rey Herodes (Aristóbulo). O sea, el padre y la madre de Salomé eran tío y sobrina. Y Salomé era a la vez nieta y biznieta del rey Herodes.


Este macabro acontecimiento de solicitar la cabeza de Juan en bandeja de plata, marcó su fama para siempre. Desde entonces muchos artistas la han pintado con la cabeza ensangrentada de Juan sobre su falda, y una sonrisa satisfecha. Otros la representaron en el dramático instante del baile, excitando la imaginación de Herodes con sus movimientos. También la literatura, el teatro y la ópera la han elegido como tema central en muchas ocasiones. Es la favorita de decenas de películas desde los comienzos mismos del cine. Y su baile se volvió tan popular, que la famosa "Danza del vientre" y el "Baile de los siete velos" dicen inspirarse en el espectáculo que ella brindó. Todo esto la ha convertido en el símbolo de la mujer sexualmente diabólica, y en la personificación del incesto y la depravación. En la imagen, Salomé recibe la cabeza del Bautista, de Bernardino Luini.





Sarah Bernhardt, la gran actriz francesa que hubiera estrenado Salomé de no haberla prohibido la censura inglesa en junio de 1892 por contener personajes bíblicos, dijo que las palabras debían caer como perlas en un disco de cristal, esto aconteció en la obra de Oscar Wilde sobre Salomé, de la que hablaremos después.


larga historia en las artes plásticas, sobre todo desde el siglo VI , ligado al culto al Bautista y a su iconografía, hasta las concepciones entre lo exquisito y lo morboso propias de las últimas décadas del XIX, pasando por las espléndidas figuraciones del Renacimiento y el Barroco, en las cuales las escenas del banquete de Herodes y la danza van dejando paso desde el XVI a la imagen de Salomé generalmente sola y con la cabeza del santo en la bandeja, de la que a menudo aparta el rostro como si no pudiera soportar tan cruenta visión, como en la de Bernardino Luini (Museo del Prado), de la imagen anterior, pero nos gustaría pasar a la época en que los pintores se deleitan además en el contraste entre la cabeza cortada y la de Salomé, en la que cifran un ideal de belleza clásica, como puede ser el ejemplo de la siguiente obra, Salomé, de Jean Benner, h. 1889, óleo sobre lienzo, 118 x 80 cm, Museo de Bellas Artes de Nantes.





Ya que estamos aquí, aprovecharemos la ocasión para pasear con Salomé en estos Recuerdos de la Historia ya no sólo por el mundo de la pintura, del que podemos sacar una y mil imágenes como las que hasta ahora se han mostrado, con singular belleza, y particularmente representativas, así que si me permite el lector, vayamos por ejemplo a la literatura, donde me complace especialmente presentar a Salomé es el título de una tragedia de Oscar Wilde de 1891 que muestra, en un solo acto, una versión muy personal de la historia bíblica de Salomé, donde Oscar Wilde añade al personaje de Salomé todo un argumento que trastoca la historia evangélica de Juan el Bautista. En la Biblia, como ya se ha visto con anterioridad, Salomé pedía la muerte de Juan por instigación de su madre Herodías, a la que Juan reprochaba convivir con Herodes a pesar de estar casada con Filipo, hermano de Herodes. En la obra de Wilde, en cambio, Salomé está enamorada obsesivamente incluso, de Juan, quien rechaza su amor. La petición de que sea decapitado se produce, pues, por despecho. Tras la muerte, en una combinación de eros y thanatos muy propia de la época, en la que en la misma obra un soldado sirio, enamorado de Salomé, comete suicidio, Salomé besa los labios de la cabeza cortada de Juan. Herodes, enamorado a su vez de Salomé, ordena matarla. En la imagen, una de las ilustraciones de Aubrey Beardsley para la primera edición inglesa de la obra de Oscar Wilde en 1894.





En la música, podemos encontrar a Salomé en la ópera de Richard Strauss, que escribió el libreto basándose en el drama homónimo de Oscar Wilde, traducido al alemán por Hedwig Lachmann. Wilde se había inspirado a su vez en el pasaje bíblico del martirio de san Juan Bautista. Oscar Wilde originariamente escribió su Salomé en francés. Strauss vio la obra en la versión de Lachmann e inmediatamente se puso a trabajar en la ópera.

Si me permiten, para terminar, me gustaría hacer un singular guiño a Chayanne, y que supongo que todo el mundo conoce, y su tema Salomé, en el que canta una letra que exalta el baile de nuestra protagonista en esta historia, que espero que haya sido del agrado del lector, en un hechizo de mujer, como dice la canción.

Aingeru Daóiz Velarde.-











martes, 6 de julio de 2021

TIEMPOS DE ADIÓS

TIEMPOS DE ADIÓS

Allá por 1886, escribía doña Emilia Pardo Bazán “Los pazos de Ulloa”, una novela naturalista de aquel realismo literario español, que tanto nos ha dado, y que tendría su continuación con otra novela de la misma autora, un año después, que se titula “La madre naturaleza…Pero es en “Los pazos de Ulloa”, posiblemente la novela a mi entender más importante de Pardo Bazán, donde ponemos el ejemplo, aunque también podríamos poner otros, como Tormento, de Benito Pérez Galdós, doña Perfecta, del mismo, Cañas y Barro, de Vicente Blasco Ibáñez, Adiós Cordera, de Leopoldo Alas “Clarín”, o Juan Vulgar, de don Jacinto Octavio Picón, entre otras muchas, pero precisamente en “Los pazos de Ulloa, llevada al cine, donde, posiblemente, mejor se relata esa sensación de tristeza oprimente y casi melancólica de todo aquello que se marcha, para no volver ya jamás. Me refiero, a una forma de vida, a una manera de ser y de pensar, a un modo de vivir que se deshace ante nuestra mirada, y lo hace sin resistencia alguna, y en silencio absoluto, ante un paisaje de niebla, en un sendero que conduce al bosque de la desolación.





La sociedad tradicional en la que hasta ahora, habían sido educados nuestros antepasados, y nosotros mismos, se desmorona, y lo hace a golpes de talonario desde fuera de nuestras fronteras, y lo hace además liderando un nuevo Orden Mundial que ha venido para quedarse, y lo hace sin remisión alguna, y además, apartando de un manotazo todo lo que hasta ahora, significaba un modelo a seguir en los valores efectivos de nuestra vida. Ese proyecto del Nuevo Orden, triunfa hoy, porque es la misma sociedad que se educó en aquellos valores, la que se encuentra total y absolutamente desestructurada, sin creencias, y que esconde esos valores en el cajón de la despensa de las nuevas tecnologías, donde los medios de información subvencionados por el sistema, adornan con engañosas guirnaldas el nuevo dogma de fe, el social-comunismo post-moderno cultural, económico y político.



Apartando por un leve momento el velo que nos cubre la mirada, podemos observar con rotunda claridad que la distopía de 1984 de Orwell, es decir, la vida bajo un poder totalitario y una ideología, es cada vez más real, y lo es, porque ya no somos capaces de diferenciar lo natural, de lo adquirido de forma forzada por la nueva ideología, lo tradicional, de lo artificial, de lo putativo, de lo superficial y, en resumidas cuentas, de lo anti-natura, y son precisamente esos medios de información, los que le dan el maquillaje perfecto a la sinrazón, caracterizándola de modernismo, cuando no es más que la aberración más punible de la Humanidad, robando a esa misma Humanidad la Historia, transformando la cultura, arrebatando la dignidad de Nación para convertirla en barrio, robando la dignidad de la Familia, y en resumen, vulnerando la naturaleza de la civilización y el orden, y de paso, sin que nos demos casi cuenta, la libertad.





En Los Pazos de Ulloa, se derrumbaban en pedazos los últimos restos de un tiempo y un modo de ser y de vivir que no iba ni a renacer ni a sobrevivir. Una parte de esa misma sociedad de la que hablamos, se siente hundida, pero no opone más resistencia que la que opone una simple ola en la orilla, que viene y se va, para retornar cada vez con menos virulencia, dejando paso a la bajamar que le roba el terreno, y donde construye además los diques de contención con decretos a los que nada ni nadie se opone, convirtiendo a la Justicia, en el payaso hazmerreír de este circo en el que se ha convertido España. En aquella novela de Pérez Galdós, “Tormento”, que antes hemos nombrado, se desangra asimismo un régimen, dando lugar a una Revolución, la de 1868, que destronaría a Isabel II, y en la que se narran en un fatal ambiente político del Sexenio Democrático el tono literario de las desventuras de un trío casi esperpéntico en el que Amparo Sánchez Emperador, alias Tormento, representa a una España arrastrada a la indignidad y a la miseria, que necesita imperiosamente de todas las páginas de la novela, para dar un simple paso hacia la libertad, pero en una España donde ya no hay vuelta atrás, donde muchos, piensan en silencio que la única solución, quizás pase por una guerra civil cainita, pero que en realidad, se trata ya de una España de los sueños imposibles. Jamás regresarán aquellos días en los que cualquier tiempo pasado, nos parece mejor, de aquella inolvidable canción del Baul de los Recuerdos, de una tal Karina.



En aquel Sexenio Democrático de la novela Tormento, transcurrió el triunfo de la Revolución, un pronunciamiento, una nueva coronación de origen saboyano, el asesinato de Prim, la primera de las repúblicas españolas, una especie de república federal, el golpe del General Pavía, harto ya de inconsecuencias, la dictadura del General Serrano, el pronunciamiento en Sagunto del General Martínez Campos, y la vuelta de nuevo a la Restauración de una nueva Monarquía borbónica, que luego acabara como acabó, y entre medio de todo, la participación de cuatro bloques políticos, nada más y nada menos. Poco a poco, todo se iría abocando a lo que la Historia nos deparó en 1936. Hoy en día, se busca de nuevo una república, la Tercera, ante una esperpéntica justicia que ve pasar de largo la mayor de las traiciones después de la Batalla de Guadalete en 711, a la integridad de la Nación y a la dignidad y la vergüenza, Su Majestad no dice nada, y su silencio, es el mismo silencio que aboca a la muerte a los corderos. Los Generales se miran las medallas en los espejos de reflejo socialista, y Al-Morocco campa a sus anchas ante la pusilanimidad de un pueblo español, que calla, y otorga. No necesitamos parques en España, no, no nos hacen falta, lo que necesitamos es otra cosa, de la que no voy a hablar, porque me surgiría a buen seguro una condena, pero siete países de nuestra Europa del Este nos lo advertían, Rumanía, Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Lituania, Estonia y Letonia, pero nos empeñamos en no aprender, y en tropezar con la misma piedra.



Leopoldo Alas “Clarín”, en su “Adiós Cordera”, nos desgarra la historia de dos gemelos y una tragedia, en una violencia generada por las sociedades modernas en su transición, hacia lo más moderno todavía, rompiendo el equilibrio de las sociedades tradicionales, en un canto a la miseria, donde al final, el sustento de la familia tradicional, es llevado al matadero, y a su vez, desaparece también con el señor de la oscuridad y la noche, el único vínculo capaz de dar el calor necesario a aquellos gélidos momentos en los que el desamparo, campa a sus anchas, el calor de la familia tradicional, y aquí, para nada entro en juicios de orientaciones ni nada por el estilo, porque no tienen cabida, ya que un padre es un padre, al igual que se es madre, y se es hijo o hija, y no lo que nos quieren vender, a eso voy.



He querido hacer aquí un guiño especial a la novela española, a la novela de verdad, al naturalismo, hijo póstumo de un realismo apasionado, como apasionado es el que suscribe, amante a la vez de la tradición, de la libertad, y de la vida, de la que alguna vez me ha dado esquina, para reencontrarme de nuevo, y sobre todo, apasionado de las ganas de vivir, y del amor. Tengo la suerte de vivir dos veces, porque dicen los sabios, que el que sabe leer, vive dos veces, y busco en mis lecturas precisamente eso, la pasión, y el naturalismo, y de esas pasiones, lleno mis particulares líneas que a nadie le importan, más que sólo a mí. De esas lecturas, algunas de historia, saco mis conclusiones, y de ahí, mi orgullo a pesar de todo por este país, esta Hispania mía por la que un día, juré dar, hasta la última gota de mi sangre, hoy, ese juramento, lo quieren dejar en otros lugares como un perjurio sin importancia ni razón, porque no es que no juren, sino que inventan las más ridículas y vergonzantes interpretaciones para burlar la Constitución, y el Estado, ante el silencio de la Ley, pero aquí, todo vale parece ser, y eso me hace caer en el más insoportable de los desalientos.










Caemos con facilidad en la desesperanza, pero no somos culpables de ello. Se marcha un sistema, y una forma de vida, y lo hace para no regresar. Ante nuestra nostalgia, tenemos claro que no regresarán jamás aquellos tiempos de los que todavía hoy, conservamos el aroma de su memoria, pero pronto nos prohibirán oler, y recordar, aunque ya han empezado a prohibir por decreto el recuerdo. Su idea, la del Nuevo Orden, es que nuestro corazones, se queden vacíos, porque al mismo tiempo que se vacían, surgen las grietas que harán que se desmorone para siempre el anhelo del más primordial de los sentimientos hacia un país que fue grande, y que gracias precisamente al silencio y al abandono por parte de los políticos, se olvida y se confunde en la nada, el sentimiento del amor. 

A veces, pienso en mi soledad, que me he dejado el orgullo olvidado ante el suave tacto del gatillo de un revolver, y lo he cambiado por una prosa emborronada, tras el insípido teclado de un ordenador, mientras a lo lejos, en el fondo de mis sentimientos más primigenios, escucho el apagado sonido de la marcha de tambores y pífanos en la batalla de Rocroi, y me agobia el sentimiento amargo de que vivo de prestado en estos tiempos, y que para mí, cualquier tiempo pasado, fue posiblemente mejor pese a caer atravesado por una lanzada enemiga, y es que al menos, al enemigo antaño, se le veía de lejos, ahora, los tenemos disfrazado de diputado. Me ganarán en la guerra, pero jamás me ganarán en la dignidad. Desgraciadamente, son tiempos de adiós.


Aingeru Daóiz Velarde.-



 


domingo, 4 de julio de 2021

LOS MISTERIOS DE LA GIOCONDA DEL MUSEO DEL PRADO

 LOS MISTERIOS DE LA GIOCONDA DEL MUSEO DEL PRADO


La Gioconda siempre levanta pasiones. Incluso una copia. El Prado lo sabe muy bien. Desde su apertura, hace 200 años, figura en su inventario un retrato anónimo que reproduce el famoso cuadro de Leonardo da Vinci procedente de la Colección Real. No se sabe cómo llegó a España, pero si sabemos como lo hizo la Gioconda de Da Vinci a Paris, donde se ha convertido tal vez el cuadro más popular del mundo. Esta obra cumbre del renacimiento es conocida universalmente, incluso mucho más allá de las fronteras del arte. Los motivos de este éxito son inescrutables. No se trata de la obra más bella de Da Vinci, ni del Renacimiento italiano. No es la más grande, ya que se trata de un pequeño cuadro de 77 x 53 cm pintado entre 1503 y 1506, ni la más luminosa. La Mona Lisa fue comprada por el rey francés Francisco I, rey que además de invadir recurrentemente la península italiana para ser capturado, nunca cumplía sus acuerdos y reincidía en sus correrías trasalpinas. Rey al que han de agradecer parte de su fama Francia y el Museo del Louvre.

Ahora, nos permitimos detenernos en La Gioconda del Museo del Prado de Madrid. Esta Mona Lisa no resultaba del todo fidedigna, porque la figura se mostraba sobre un fondo negro. El paisaje de montañas enigmáticas pintado por el genio florentino brillaba por su ausencia. A pesar de ello, esta copia, atribuida a un artista flamenco, destacaba junto a los Velázquez, los Goya o los Greco, hasta tal punto que era uno de los cuadros que a principios del siglo XX contaba con su propia postal en la primitiva tienda del museo.




Hasta que saltó la sorpresa, y es que hace aproximadamente una década, la copia de la Mona Lisa fue reclamada por el Louvre para que formara parte de la exposición L’ultime chef-d’oeuvre de Léonard de Vinci, la Sainte Anne prevista para marzo de 2012. El Prado reaccionó. Si salía de casa, mejor asearla un poco para la ocasión. Los trabajos previos a la restauración supusieron toda una revelación. De hecho, cambiaron la historia no solo de la copia sino también de la famosa pintura de París.

Una de las primeras revelaciones es la más conocida. El fondo negro de la copia de Madrid en realidad escondía el mismo paisaje que envuelve la Gioconda de Leonardo. 



Pero el cuadro escondía otra sorpresa mayúscula, ya que una reflectografía mostró que el dibujo era muy rico en detalles, algo impropio de una copia y que era una obra realizada desde dentro hacia fuera, con lo cual, se comparó con el dibujo subyacente de la Gioconda y se descubrió que ambos tenían las mismas correcciones en los mismos lugares.

Sólo había una conclusión posible, y era que los dos se habían pintado al mismo tiempo, en el mismo lugar y utilizando la misma modelo, lo que quiere decir con total rotundidad que Leonardo creó su Gioconda codo con codo con el colaborador que ejecutó la que está en el Museo del Prado en Madrid. Se habla de que podría ser Salai, su más querido discípulo, aunque no se descartan otras manos cercanas al artista. Esto, sin duda,  cambia totalmente el conocimiento de ambas obras y supone un auténtico hito adentrarse en ese momento clave de la historia del arte, ya que se pasa de tener una copia,  a una obra original del taller de Leonardo. 


Pero, la Gioconda de Madrid todavía depara más sorpresas fascinantes, aunque antes  debemos profundizar en las diferencias entre las dos pinturas, que también las hay. Si bien es cierto que la sonrisa es exactamente la misma y que la mirada persigue tanto al observador de Madrid como al de París, la Mona Lisa del Prado tiene cejas y pestañas. Aunque parezca extraño, Leonardo omitió estos dos elementos, ya que buscaba una belleza idealizada, abstracta, en cambio, la obra del taller, es un rostro identificable, un verdadero retrato.


Se realizó un calco mientras se restauraba la obra y resultó que  el contorno de ambas cabezas es exactamente igual. En cambio, cuando se las compara, algo no encaja. Y la respuesta está en la frente. La pintada por Leonardo es más alta, buscaba un rostro más esbelto. Con este mismo propósito, el artista florentino pintó un horizonte algo más bajo. Todo esto sumado con el hecho de que la tabla de Madrid es tres centímetros más baja y cuatro más ancha, proporciona a la Mona Lisa de Leonardo una mayor airosidad.



Otros detalles aparentemente menores: el velo de la Gioconda de París es negro, mientras que el de la de Madrid es blanco. Además, su vestido es rojo, un color que Leonardo substituyó por el amarillo.

Lo más altamente significativo, es que  el cuadro del Prado carece del famoso esfumato, la técnica pictórica inventada por Leonardo, y que es  propio de su última época. La Gioconda fue retocada numerosas veces por Leonardo Da Vinci, lo que añadido a la maestría de su sfumato, le otorgó su más grande esplendor. Este efecto que se logra al superponer varías capas finas de pintura, reproduce la bruma vaporosa tan común en la Toscana, en Provenza, consecuencia de los cambios de temperatura. Ese sfumato, al difuminar los contornos concede mayor realismo a la pintura, escapando del dibujo excesivamente delimitado que caracterizó al periodo prerenacentista. ¿Será el sfumato de Da Vinci el motivo de la fama mundial de la Gioconda?, no lo sabemos, pero si podemos asegurar que  cuando pintó la Gioconda todavía no lo aplicaba. La obra de Madrid nos muestra el momento en que se separaron Leonardo y su colaborador. Él maestro se lleva la Gioconda y sigue trabajando en el cuadro, de ahí que pudiera incorporar después el esfumato. De hecho, gracias a este descubrimiento, el Louvre ha cambiado la fecha de finalización de la Mona Lisa. Antes figuraba entorno a 1507 y ahora se ha trasladado a 1519, el mismo año de la muerte del artista, lo que constata que no dejó de pintarla hasta el final.


Ahora vayamos al último gran descubrimiento. La Gioconda de Madrid está ejecutada sobre una tabla de roble de máxima calidad y con los pigmentos más valorados de la época, entre los que destacan laca roja y lapislázuli. Demasiada riqueza para que un discípulo practicase siguiendo los pasos de su maestro.




A esto hay que sumar el análisis que hace el también artista florentino Giorgio Vasari de la Mona Lisa en su célebre obra Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos de 1550, todo un referente en la historia del arte. “Siempre había sorprendido que describiera con todo lujo de detalles las cejas y las pestañas. Cómo podía hablar así de algo que no existía en el cuadro...”, comenta Almudena Sánchez, la restauradora encargada de realizar los sondeos que dieron con el hallazgo.. “Ahora nos tenemos que plantear qué Mona Lisa describe Vasari”, expone. “La de Leonardo no la pudo ver porque se la llevó consigo a Francia, en cambio la del taller seguramente se quedó en Florencia”, prosigue.

La conclusión es que La Gioconda de Madrid tiene los mejores materiales y seguramente es la que debía responder al encargo. Si se entregó o no, es un detalle para nada menor que se desconoce. Además, resulta que es un verdadero  retrato con sus cejas y pestañas y su frente más baja, mientras que Leonardo se dedicó a ejecutar un ideal de belleza”.


Para la restauradora Almudena Sánchez, algunas incógnitas podrían desvelarse si el Louvre restaurase la Gioconda, ahora velada bajo capas de barnices oscuros y oxidados que le proporcionan ese tono amarillento y ese halo de misterio. “Ya no vemos el espacio, ni el aire ni la profundidad que sí muestra la de Madrid”, analiza. “Lo ideal sería que se limpiase y que se pudieran comparar las dos”. Para la restauradora, su delicado estado no sería una excusa. “Es una obra emblemática y da miedo tocarla porque se produciría un cambio enorme”, justifica. ¿El Louvre correrá algún día ese riesgo?...


se conocerá a partir de ahora a un cuadro que ha reposado olvidado y tranquilo durante casi 400 años. Redescubierta y restaurada recientemente, el Museo del Prado ha hallado una joya que poseía sin saberlo. Se trata de una copia, o duplicado, realizado a la par que el original en el mismo taller de Da Vinci. Probablemente alguno de sus discípulos y ayudantes, casi con seguridad varios, participaron en el cuadro. Una manera de aprender y de intentar emular al maestro. Después el fondo fue tapado y el cuadro se olvidó en los fondos de la corona española.


Siempre ha pertenecido a las colecciones reales españolas, hay referencias desde 1666, pero sólo en 2010 cuando fue prestado al Museo del Louvre se descubrió el origen y valor del mismo. Restaurado y limpiado su fondo original reapareció y los materiales del marco, la madera, la tela y las pinturas permitieron datarlo como contemporáneo a la obra original de Leonardo. Existían múltiples copias de la Gioconda, pero ninguna tan antigua ni mucho menos contemporánea del original.




El cuadro es mucho más luminoso y brillante que el original pero carece del sfumato mágico del que hablábamos antes, lo que le resta calidad, la calidad de Da Vinci, pero, sin duda,  La Mona Lisa esboza ahora su mejor sonrisa, en el Museo del Prado de Madrid, y es que, como decía Leonardo, la belleza perece en la vida, pero es inmortal en el arte.

Aingeru Daóiz Velarde.- 






viernes, 2 de julio de 2021

EL CURSO DEL IMPERIO. THOMAS COLE.

EL CURSO DEL IMPERIO. THOMAS COLE.

Thomas Cole - “El curso del imperio. El estado salvaje” (h. 1834, óleo sobre lienzo, 99 x 160 cm, New-York Historical Society, Nueva York)



A Thomas Cole se le considera el fundador de la Hudson River School (escuela del río Hudson), un importante grupo de paisajistas románticos norteamericanos. Una de sus obras más famosas es la serie “The Course of Empire”, El Curso del Imperio, compuesta por cinco lienzos que representan el nacimiento, auge y caída de una ciudad imaginaria. Pero estos cinco cuadros de Cole no son solo paisajes: nos cuentan la historia de una civilización y nos invitan a meditar sobre la condición del ser humano y su relación con la naturaleza, que no es poca cosa.





Este de aquí es el primer cuadro de la serie, que iremos viendo poco a poco, se titula “El estado salvaje” y representa un mundo bastante primitivo, en que el hombre es un simple cazador recolector que no aún domina la naturaleza, sino que se tiene que adaptar como buenamente puede a ella. Estos salvajes visten con pieles, navegan en canoas, viven en tipis (estilo indio americano) y hacen danzas rituales alrededor del fuego.





Los cinco estados de esta civilización están lógicamente ubicados en un mismo paisaje, en un valle fluvial, justo al lado de la desembocadura del río. Aunque los puntos de vista que utiliza Cole son diferentes, la montaña que vemos al fondo de esta escena aparece en todos ellos, como un elemento inmutable del paisaje. La escena que vemos en este cuadro transcurre al amanecer (el nacimiento del día simboliza el nacimiento de esta civilización), aunque los nubarrones de tormenta que llenan el cielo no nos auguran un buen final.

Este lienzo, concretamente, muestra un valle desde las orillas de un río. En primer y segundo plano el valle presenta pequeños acantilados, pero en el fondo sobresale un gran promontorio puntiagudo. La escena se desarrolla bajo la tenue luz del amanecer de un día tormentoso. Las nubes y la niebla esconden parte del paisaje distante, ocultando un futuro impredecible. Un cazador vestido con pieles persigue a un ciervo. En la parte inferior derecha, unas canoas navegan por el río. En segundo plano se puede ver un claro con varios tipis alrededor de una hoguera, el núcleo de la futura ciudad. Las referencias visuales son las de la vida aborigen en América del Norte. Esta pintura representa el estado ideal de la vida natural. Es un mundo silvestre pero saludable, no dañado por el hombre.



Thomas Cole - “El curso del imperio. El estado pastoral” (h. 1834, óleo sobre lienzo, 99 x 160 cm, New-York Historical Society, Nueva York)





Este es el segundo cuadro de la serie “El curso del imperio” de Thomas Cole. El poblado de salvajes que veíamos en el cuadro anterior de esta serie, titulado “El estado salvaje” y del que ya hemos hablado aquí, ha evolucionado hasta convertirse en una pequeña ciudad costera. Ya no tienen que recurrir a la caza para alimentarse, han aprendido a cultivar las tierras y a domesticar animales. Agudizando un poco la vista y ampliando la imagen, claro está, podemos ver a un hombre arando con un buey y a un pastor con un rebaño de ovejas y cabras. Aunque sus casas son todavía bastante modestas, ya son capaces de levantar templos estilo primitivo para sus dioses. Gracias al resto de figuras que encontramos dispersas por el paisaje. El Estado Simple o Arcadiano, representa la escena después de que pasaron las edades. El avance paulatino de la sociedad ha provocado un cambio en su aspecto. Lo 'desatendido y grosero' ha sido domesticado y suavizado. Los pastores cuidan sus rebaños; el labrador, con sus bueyes, está removiendo la tierra y Comercio comienza a estirar las alas.


 Un pueblo está creciendo junto a la orilla, y en la cima de una colina se ha erigido un tosco templo, del cual ahora asciende el humo del sacrificio. En primer plano, a la izquierda, está sentado un anciano que, al describir líneas en la arena, parece haber hecho algún descubrimiento geométrico. A la derecha de la imagen, una hembra con una rueca, a punto de cruzar un tosco puente de piedra. En la piedra hay un niño, que parece estar haciendo un dibujo de un hombre con una espada, y ascendiendo por el camino, se ve en parte a un soldado. Debajo de los árboles, más allá de la figura femenina, se ve un grupo de campesinos; algunos bailan, mientras que uno toca una pipa. En esta imagen, tenemos agricultura, comercio y religión. En el anciano que describe la figura matemática -en el rudo intento del niño de dibujar, en la figura femenina con la rueca, en la vasija del cepo, y en el templo primitivo del cerro, es evidente que la útil las artes, las bellas artes y las ciencias han realizado progresos considerables. Se supone que la escena debe verse unas horas después del amanecer y a principios del verano.

Podemos adivinar además que están en auge la música y la danza, ya que se observan un grupo de chicos y chicas que parecen celebrar alguna fiesta a la izquierda, y que además, han aprendido a hilar como muestra la mujer de blanco que está a punto de cruzar el puente. El punto de vista escogido es el mismo que el del cuadro anterior de esta serie, con la montaña que tiene el pedrusco encima al fondo, pero el panorama es mucho más apacible, con buen tiempo y sin apenas nubes. Este estado de civilización representaría la Arcadia, la perfección máxima, un mundo ideal en el que el ser humano vive en total armonía con la naturaleza. A partir de aquí, todo cambia dramáticamente, como podremos observar.




Thomas Cole - “El curso del imperio. La consumación del imperio” (1835-1836, óleo sobre lienzo, 130 x 193 cm, New-York Historical Society, Nueva York)





El tercer cuadro de la serie “El curso del imperio” de Thomas Cole es algo más grande que el resto, y también es el que más trabajo le costó pintar, por la gran cantidad de detalles que tiene. La pequeña ciudad costera que hemos visto en el cuadro anterior de esta misma serie, ha ido creciendo hasta convertirse en esta gigantesca mole de mármol, el colmo del lujo y la ostentación. Ha alcanzado el punto máximo de su esplendor, el paso previo a la inevitable decadencia.

La consumación del imperio , cambia el punto de vista hacia la orilla opuesta. El artista ha variado el punto de vista, de forma que el mar lo tenemos ahora enfrente y la montaña del pedruscoaproximadamente el sitio del claro en la primera pintura. Es mediodía de un glorioso día de verano. Ambos lados del valle del río están ahora cubiertos de estructuras de mármol con columnas , cuyos escalones descienden hacia el agua. El templo megalítico parece haberse transformado en una enorme estructura abovedada que domina la orilla del río. La desembocadura del río está custodiada por dos pharoi , y los barcos con velas latinas salen al mar más allá. Una multitud alegre se reúne en los balcones y terrazas mientras un rey vestido de escarlata o un general victorioso cruza un puente que conecta los dos lados del río en una procesión triunfal. En primer plano, brota una elaborada fuente. El aspecto de la pintura sugiere la altura de la Antigua Roma . La decadencia que se ve en cada detalle de este paisaje urbano presagia la inevitable caída de esta poderosa civilización.

Si nos fijamos, las dos escenas anteriores transcurrían al amanecer y a media mañana, mientras que la de hoy está ambientada al mediodía, el punto central del día, y de la serie que nos ocupa. Los habitantes de la urbe aclaman a su gobernante que se representa con capa roja y que marcha en procesión por el puente, sentado en un recargado carro tirado por un elefante. En el cuadro anterior, los hombres vivían en armonía con la naturaleza, pero ahora la han domesticado del todo, llenando el valle de edificios, incluso la montaña del pedrusco está llena de construcciones. A excepción de los jardines y macetas, la vegetación brilla por su ausencia.

Se supone que han pasado otras épocas, y el pueblo rudo se ha convertido en una ciudad magnífica. La parte vista ocupa ambos lados de la bahía, que ahora el observador ha atravesado. Se ha convertido en un puerto espacioso, en cuya entrada, hacia el mar, se encuentran dos phari. Desde el agua en cada mano, ascienden montones de arquitectura: templos, columnatas y cúpulas. Es un día de regocijo. Una procesión triunfal atraviesa el puente cerca del primer plano. El conquistador, vestido de púrpura, está montado en un carro tirado por un elefante y rodeado de cautivos a pie, y una numerosa fila de guardias, senadores, etc., se llevan ante él cuadros y tesoros dorados. Está a punto de pasar por debajo del arco de triunfo, mientras las niñas esparcen flores.

De las columnas agrupadas cuelgan alegres festones de cortinas. Trofeos de oro brillan arriba al sol, y el incienso se eleva de los incensarios de plata. El puerto está lleno de numerosos barcos: galeras de guerra y barcas con velas de seda. Delante del templo dórico de la izquierda, se eleva el humo del incienso y del altar, y una multitud de sacerdotes vestidos de blanco se paran en los escalones de mármol. La estatua de Minerva, con una victoria en la mano, se encuentra sobre el edificio de las Cariátides, sobre un pedestal de columnas, cerca del cual hay una banda con trompetas, platillos, etc. A la derecha, cerca de una fuente de bronce y a la sombra de Altos edificios, es un personaje imperial que asiste a la procesión, rodeado de sus hijos, asistentes y guardia. En esta escena se representa la cima de la gloria humana. La arquitectura, los adornos ornamentales, etc., muestran que la riqueza, el poder, el conocimiento y el gusto han trabajado juntos y lograron la más alta mera del imperio y los logros humanos. Como indicaría la fiesta triunfal, el hombre ha conquistado al hombre, las naciones han sido subyugadas. Esta escena se representa cerca del mediodía, a principios de otoño.




Thomas Cole - “El curso del imperio. Destrucción” (1836, óleo sobre lienzo, 99 x 161 cm, New-York Historical Society, Nueva York).





Éste, es el cuarto lienzo de la serie “El curso del imperio”, una serie de cinco cuadros de tema histórico en los que relata la evolución del imperio romano. En el cuarto cuadro de esta serie, "Destrucción", muestra el saqueo de Roma por las tropas de Alarico en 410 d.C. en un estilo apocalíptico: El ejército invasor saquea la ciudad, quemando edificios y dejando el suelo sembrado de cadáveres. El humo de los incendios se funde con espesos nubarrones como un funesto presagio. En una esquina destaca una estatua colosal de un guerrero (inspirada en el gladiador Borghese del Louvre), que avanza decidido hacia el enemigo. Pero su intento es vano: ya ha perdido una mano derecha y la cabeza yace despedazada en el suelo. Una bella metáfora de un imperio que ve como avanza inexorablemente su fin. El autor, Thomas Cole, aleja un poco la perspectiva para ofrecernos una panorámica más amplia de la tragedia.

En la época de Cole la naturaleza cíclica de las civilizaciones y la tensión entre lo atemporal de la naturaleza y lo fugaz del progreso humano preocupaba a muchos pensadores. Las revoluciones francesa y norteamericana eran recuerdos recientes, y lo que historia conoce como la revolución industrial, estaba ya en su apogeo.

El propio Cole emigró de joven desde el nuevo centro industrial de Lancashire, en su Inglaterra natal, hasta los espacios abiertos de América .En Destrucción la postura adelantada de la estatua colosal de conquistador del primer plano, que es en lo que busca llamar la atención, y que irónicamente preside la destrucción de la ciudad, y nos introduce en el cuadro, en una apoteosis de la devastación. El cielo retruena, el mar se rebela, arden puentes majestuosos y los ejércitos en liza hacen caer un puente.

Es la abrumadora destrucción que provoca la guerra y la naturaleza. Los edificios, de estilo romano antiguo, nos recuerdan que los imperios caen y Cole parece ver la misma arrogancia y decadencia potencialmente fatales en la América de su tiempo. El cielo oscuro y las columnas de humo bien plasmadas muestran la influencia de los cuadros de Turner, aunque conoció otros artistas británicos con los que mantuvo relación y que le influyeron en su trabajo, como John Constable y Joseph Mallord William.

La imagen, sin duda, representa el Estado Vicioso o Estado de Destrucción. Es posible que hayan pasado siglos desde el escenario de la gloria, aunque el declive de las naciones es generalmente más rápido que su ascenso. El lujo se ha debilitado y degradado. Un enemigo salvaje ha entrado en la ciudad. Se desata una tempestad feroz. Se han derribado muros y columnatas. Se están quemando templos y palacios. Un arco del puente, por el que pasaba la procesión triunfal en el escenario anterior, ha sido derribado, y los pilares rotos y ruinas de máquinas de guerra, y el puente temporal que ha sido derribado, indican que este ha sido el escenario de feroz contención. Ahora hay una multitud mezclada que lucha en el estrecho puente, cuya inseguridad hace que el conflicto sea doblemente temible. Los caballos y los hombres se precipitan en las aguas espumosas de abajo; Las galeras de guerra compiten: un barco está en llamas y otro se hunde bajo la proa de un enemigo superior. En la parte más distante del puerto, los barcos contendientes son aplastados por las furiosas olas y algunos están ardiendo.

A lo largo de las almenas, entre las Cariátides arruinadas, la contienda es feroz; y los combatientes luchan entre el humo y la llama de edificios postrados. En primer plano hay varios muertos y agonizantes; algunos cuerpos han caído en la palangana de una fuente, haciendo cosquillear las aguas con su sangre. Se ve a una mujer sentada en muda desesperación sobre el cadáver de su hijo, y una joven escapa de las garras rufianes de un soldado, saltando por encima de la almena; otro soldado arrastra a una mujer por los pelos por los escalones que forman parte del pedestal de una colosal estatua mutilada, cuya cabeza destrozada yace en la acera. Un enemigo bárbaro y destructor conquista y saquea la ciudad. La descripción de esta imagen tal vez sea innecesaria; la matanza y la destrucción son sus elementos, y dando una paso más, como si de la propia involución de la Humanidad se tratara. Es la Historia del Hombre, en su máximo y más real reflejo.


Thomas Cole - “El curso del imperio. Desolación” (1836, óleo sobre lienzo, 99 x 160 cm, New-York Historical Society, Nueva York)





Finalmente, rematamos la serie “El curso del imperio” de Thomas Cole con este precioso lienzo, titulado “Desolación”. Ha pasado mucho tiempo desde la batalla que veíamos en el cuadro anterior. La ciudad ha desaparecido casi completamente y la naturaleza ha vuelto a recuperar el mando, cubriendo de color verde las ruinas. El día se acaba y asoma la luna en el horizonte, reflejándose en el río, mientras los últimos rayos de sol iluminan con fuerza la columna que tenemos en primer término, donde ahora vive una familia de aves. Una luz casi mágica para un mundo tranquilo y silencioso, sin humanos que lo estropeen. La montaña del pedrusco sigue ahí, como testigo inmutable de la ascensión y caída de una de las muchas civilizaciones creadas por el hombre. Aquí, en el desenlace de la serie, es donde vemos realmente al pintor romántico que era Cole, reclamando el verdadero poder de la naturaleza.

El sol acaba de ponerse, la luna asciende por el cielo crepuscular sobre el océano, cerca del lugar donde salió el sol en la primera imagen. La luz del día se desvanece y las sombras de la noche se deslizan sobre las ruinas destrozadas y cubiertas de hiedra de esa ciudad que alguna vez fue orgullosa. Una columna solitaria se levanta cerca del primer terreno, en cuyo capitolio, que está iluminado por los últimos rayos del sol que partió, una garza ha construido su nido. El templo dórico y el puente triunfal, aún pueden reconocerse entre las ruinas. Pero, aunque el hombre y sus obras han perecido, el escarpado promontorio, con su roca aislada, aún se alza contra el cielo inmóvil, sin cambios. La violencia y el tiempo han derrumbado las obras del hombre, y el arte vuelve a resolverse en naturaleza elemental. El hermoso espectáculo ha pasado, el rugido de la batalla ha cesado, la multitud se ha hundido en el polvo, el imperio se ha extinguido.

Un argumento personal a esta serie, sería que el mundo en el que habitamos vive una espiral ascendente de desconcierto social, que nos va llevando a un final poco prometedor, que nos lanza más bien al comienzo de una permanente angustia social en la que comenzamos a percibir los efectos de la destrucción. A pesar de estar conscientes de nuestra manifiesta descomposición social y de nuestro empírico conocimiento sobre sus causas, no logramos volver nuestros esfuerzos de supervivencia hacia el sano desarrollo de nuestro entorno, sino más bien hacia una devastadora destrucción del mismo.

Franz Kafka nos decía en "La Muralla China", que La criatura humana, frívola, ligera como el polvo, no soporta ataduras; y si se las impone ella misma, pronto, enloquecida, comenzará a tironear hasta despedazar murallas, cadenas y a sí misma, y en “La aplicación del psicoanálisis humanista” nos recuerda Erich From lo siguiente: La libertad no implica” actuar con la conciencia de las necesidades”, sino que se asienta sobre la conciencia de las verdaderas posibilidades y de sus consecuencias, en contraste con la creencia en posibilidades ficticias e irreales que son narcóticas y destruyen la posibilidad de libertad. Incluso Karl Mark en “Werke” nos avisa del mismo tipo de peligro: El peligro mortal para cada persona consiste en el peligro de perderse a sí misma. En consecuencia, la falta de libertad es el verdadero peligro mortal para el hombre, e incluso para la sociedad que habita.