sábado, 28 de diciembre de 2019

LA MALDICIÓN DE NOTRE DAME



Fue en uno de esos baches de la vida, en los que el tedio y la desolación se habían propuesto hacer guardia y enclaustrarme dentro del presidio de mi conciencia, para buscar ahí alguna lógica a ese paso del tiempo en el que uno, empieza a hacerse demasiadas preguntas a las que no puede contestar…me dio entonces por indagar en la lectura, por la que había perdido un poco de afición, y retomar de nuevo la senda de las letras, esta vez, en clásicos franceses como la comedia humana de Honoré de Balzac, Madame Bovary de Gustave Flaubert, Alexandre Dumas y el Conde de Montecristo, Víctor Hugo, con quien hice doblete con Nuestra Señora de París y Los miserables, y algunos poemas de Charles Baudelaire, del cual me quedé con una frase que dice que hay un invencible gusto por la prostitución en el corazón del hombre, del cual procede su miedo a la soledad...y quizás fue ese miedo a la soledad, lo que me hizo tomar la decisión de salir en busca de algo que ya había perdido la ilusión de encontrar. 





Tengo que reconocer, que nunca me apeteció demasiado viajar a París, pero la esperanza se había abierto de nuevo paso de entre las malezas del desengaño, y la decepción por uno mismo empezaba a plantearse más como un yerro del destino, al cual lo separa un pequeño paso de la casualidad, o la mala suerte, con lo que empecé a creer más en aquel pensamiento, no sé de quién, que dice que del único destino que podemos estar seguros, es el de la muerte, y recordé e hice mía una frase de Mahatma Gandhi que leí en uno de esos libros sobre los pensamientos negativos para intentar ahuyentar a los cuervos de mis reflexiones, que dice que el hombre se convierte en lo que él cree de sí mismo…



No estaba como se dice, el horno para bollos, pero tras una amigable y entretenida charla nocturna en compañía de un doctor escocés de doce años de nombre Cardhu, me templó el espíritu, y acepté la invitación de Agnes, una entrañable señora, algo ya entrada en años, como un servidor, y que intentaba aferrase, quizás por última vez, al tren de la esperanza, también como un servidor, y con la que tuve ciertas aspiraciones sentimentales tiempo atrás, que por razones de intendencia emocional, se habían quedado en otra estación… Agnes había estudiado y dado clases de danza en Londres… bella como la luna, menuda y morena, pero de una mirada radiante cuya gracia envenenaba de pasión el corazón. La llegué a conocer gracias a cierta negociación de compra y venta de antigüedades, en este caso, de una serie de libros, de los que su padre, era propietario, y el cual, era de origen español, cosa que avivó el interés de nuestra simpatía. 


Agnes me había invitado a París, donde sus padres residían, y con los que hice una buena amistad, como ya he dicho. Me dijo que no era el mejor de los momentos para ver París, puesto que la ciudad estaba sumida en la tristeza por el incendio sufrido por el alma de la ciudad, la Catedral de Notre Dame, pero siempre sería buen momento recordar que París era la ciudad del amor, y no Agra, con su espectacular maravilla del mundo, el Taj Mahal, gran palacio que fue construido en honor a la esposa favorita del emperador Shah Jahan, como pensaba yo.


El encanto del río Sena, un beso pasional frente a la Torre Eiffel, el Temple Romantique que se sitúa en Île de Reuilly, un lugar para susurros prohibidos en mitad de un pequeño lago, el barrio bohemio de Monmartre y su muro de “los te quiero”, e incluso un puente del que no recuerdo su nombre, lleno de candados, pero sobre todo, la Catedral de Notre Dame…




Una fina lluvia, casi imperceptible, bañaba la tarde noche de París, y a lo lejos, en las alturas de Nuestra Señora, nos observaban las gárgolas, esos animales fantásticos que prolongan los canalones, y más arriba, las quimeras que nacen de la imaginación y las lecturas de Eugène Viollet-Le- Duc, que miran de reojo a su reina, la Stryge, esa vampiresa insaciable que representa a la lujuria…





Agnes, me miró en silencio, divertida ante mi admiración, al observar y tocar con mis manos los muros de la Catedral de Notre Dame atacada por la quimera del fuego. Mi dulce compañera se apiadó de mí, y me contó la hazaña de esta hija de campesinos, que comenzó con la aparición del arcángel Miguel que protegía el reino de Francia. Juana de Arco escuchaba los mensajes divinos que en su día la incitaron a la acción; debía unirse al ejército del rey de Francia y recuperar los territorios ocupados por los ingleses. Se limitó a cumplir la voluntad de Dios, según confesó posteriormente ante los jueces de la Inquisición que la sentenciaron.

La joven doncella se desplazó a Chinon, donde se encontraba la corte de Carlos VII, y ataviada con ropas masculinas, tal y como le habían indicado las voces, convenció al delfín de que ella era la enviada para ayudarle a reconquistar Francia. Equipada con una armadura blanca y portando un estandarte, como ha sido representada en numerosas pinturas, se puso al frente de las tropas y obligó a los ingleses a levantar el sitio de Orleans, derrotó al general británico Talbot en Patay y, ese mismo año, Carlos VII fue coronado rey en Reims, el 17 de julio de 1429. Sin embargo, un año después, y tras el fracaso de la ofensiva contra París, fue hecha prisionera y entregada a los ingleses, que la acusaron de herejía y la condenaron a morir en la hoguera.


Juana de Arco no se retractó, sino que reafirmó sus revelaciones y atada a una estaca y condenada por herejía, fue quemada viva en la plaza del Mercado Viejo de Ruán, al noroeste de Francia, y sus cenizas fueron arrojadas al río Sena… Por cierto, Juana de Arco, jamás fue beatificada en Notre Dame, pero en su interior, la imagen de la joven santa, daba un calor especial al alma de las gentes que la observan en silencio.



Recordé las palabras de Nostradamus, “Un símbolo de la cristiandad en Francia o España arderá en fuego purificador. Nuestra Señora llorará por todos nosotros y brillará en la lejanía. Con la entrada de la primavera una iglesia de todos los tiempos arderá por los pecadores”…


La Isla de la Cité, a orillas del Sena, estaba desierta, y el manto oscuro de la noche empezaba apenas dejar pasar la luz del cuarto menguante de luna… paseábamos en silencio, con el único sonido del compás de los zapatos de Agnes, y con el pensamiento en la evocación de nuestro último encuentro un par de años atrás, cuando salí de París por un incendio del espíritu, y regresaba de nuevo tras un incendio del alma de la ciudad, no podía recordar quién dijo alguna vez que la casualidad, es la otra cara del destino, ¿o era que el destino, era una simple casualidad?...


En estas cosas estaba, mientras Agnes, con la mirada perdida en el ocaso de las emociones, se atrevió a tararear una canción para un recuerdo de tiempos, para no olvidar en el mejor de los casos, o para borrar para siempre de la memoria y romper el disco, cuyo título era “Venecia sin ti” de un tal Charles Aznavour, víctima de un proyecto en común que jamás pudimos llevar a cabo, cuando de repente, desde un lateral de la Catedral, se entreabrió la puerta del Diablo, bautizada como puerta de Santa Ana, y desde cuyo interior salió una fantasmagórica figura , presentándose como el cerrajero Biscornet, quien vendiera su alma al diablo para que le ayudara en su trabajo de orfebrería, puesto que según nos dijo él era el artesano del trabajo en la citada puerta…miramos hacia uno y otro lado sin saber qué hacer, y Agnes, aterrada, se aferró a mi brazo con fuerza, y la impresión, nos dejó mudos a los dos…




Nos invitó a pasar con un gesto de silencio, y en susurros, nos contó la maldición de Notre dame. Al poco de su muerte, tras unos días después de haber terminado su trabajo, nadie sabía cómo abrir la Puerta del Diablo que llevaban la ornamenta de Biscornet… pero cuando comenzó la ceremonia de apertura, un sacerdote, contratado para bendecir la catedral, oró y arrojó agua bendita a sus puertas para finalizar la bendición. Ahí, para sorpresa de todos, las puertas se abrieron…el Diablo, contrariado, colocó con su mano las gárgolas como símbolo de su poder y escupió sobre ellas, dando la sentencia a la Catedral que unía los caminos de Francia, y por ende, de la Europa entera…el alma de Biscornet, quedaría condenada eternamente a vagar por las inmediaciones de la Catedral.


Más allá, desde las apagadas tinieblas del interior, se escuchó un gemido, un llanto tenue, casi un lamento, y de entre las cenizas de la Catedral de Notre Dame, surgió sucia y ennegrecida la imagen de una legendaria mujer, con una espada en el flanco izquierdo, y una bandera entre sus brazos, cuyas manos unidas en un gesto de plegaria, levantaba su mirada hacia el cielo desde el mismo pedestal de roca adherida a las paredes de la Iglesia…su suerte de campesina, se unió a la historia que Víctor Hugo le diera a su vez a la gitana Esmeralda, rompiendo el corazón, y avivando la llama de la leyenda. 


De pelo corto, y un vestido casi masculino, casi parecía hablarnos, para contarnos la maldición del diablo, después de que fuera condenada viva a la hoguera por el duque Juan de Bedford, y las gárgolas cobraran vida al caer la noche, abandonando su caparazón de piedra para vengar su muerte y arrasar la ciudad, por la injusticia de su ejecución. 





Vencido ante la majestad del dolor, imploré al Reino de los cielos, para que desde allí, Juana de Arco tocara mis oídos para que yo también pudiera escuchar la voz de Dios y cumplir los cometidos que Él envía a la humanidad carente ya de corazón. Pedí a la imagen de piedra, que me observaba ahora desde la tenue luz de mis pensamientos, que me prestara su espada para librar a los enemigos de mi alma, y que la sombra de su escudo me protegiera de los golpes del enemigo traidor, y con el dulce calor de su aliento, cuidara mis heridas. Supliqué a la dama de roca, para que acariciara mis ojos, y alumbrara la luz que dejara ver el camino de la justicia a aquellos desprotegidos por la crueldad del mundo, y me ayudara a socorrer a los necesitados. Rogué aferrado a sus fríos pies de mármol, que me diera un beso en los labios, y con él, el aliento y la sabiduría necesaria para albergar el espíritu de la verdad, y defenderla de los ataques de la infamia y la traición, y dar testimonio con mi ejemplo a todas esas almas perdidas en las tinieblas del infierno.

Oré sin voz, desde lo más profundo de mi alma, para que Juana acariciara con su pétrea mano mi corazón, y supiera tener el valor de defender la Cruz de Cristo con el coraje necesario hasta el último rincón del dolor y la muerte. Apelé a la dama de Arco, cuya mirada de piedra dejaba resbalar una lágrima en mi honor, para que me acompañara en su espíritu, por todos esos malos trances que el camino de la vida se empeña en ponernos como piedras con las que tropezamos una y otra vez. Insté a mi Señora, cuyas cenizas habían dado alimento a mi espíritu esparcidas en el Sena, que intercediera por mí en el reino de Dios, cuando llegando ya al final de mi peregrinar en el camino de mi vida, me llegara la hora de rendir cuentas, y pidiera por mí compasión al Altísimo para purgar mis deudas y mis muchos pecados, y pudiera reencontrarme con todos mis antepasados y allegados en el dulce calor de la eternidad.

Levanté al final la mirada, me puse de nuevo en pie, y observé a Agnes, seria, con los ojos humedecidos quizás, por el llanto apagado de la tristeza, o de la misericordia del alma, al observar la magnitud del desastre del fuego, y no pude sino recordar en su imagen la misma de Esmeralda, aquella a la que Víctor Hugo inmortalizara para siempre en “Nuestra Señora de París”. 




Observando la dulce belleza morena de Agnes, y en los pensamientos aturdidos por el entorno y la noche, albergué cierto temor en volver a caer en las redes de Eros o Cupido, ya que a cualquiera de los dos les guardaba el mismo resentimiento, y como si de un pasaje novelado de Víctor Hugo se tratara, cuya mirada nos observaba en silencio en mitad de unas imágenes de devastación y soledad que pasmaban los sentidos, me sentía a la vez como uno de esos personajes de su novela “Los miserables”, con la clara idea que alguien dijo alguna vez de que la raíz del sufrimiento, es el deseo, así que para no sufrir, hay que librarse de los deseos, y si el amor es uno de ellos, mejor olvidarlo, dar media vuelta, y salir en la oscuridad de la noche, de la ciudad de la luz…

Al instante un sobresalto terrible espantó el silencio con la atronadora irrupción de un ser de aspecto pavoroso, como bajado de la Galería de las Quimeras que une las dos torres de la Catedral, descolgándose de una oscura balaustrada del fondo, y el mismo aspecto de la muerte, con unos ojos abiertos a la demencia, que se le salían casi de las órbitas, enrojecidas como la sangre, y de mirada, no amenazadora, si no más bien de sentencia firme de expiración, vestido con una especie de toga de Juez o sotana larga, negra como su propia alma y una especie de gorro o birrete del mismo color, y unas manos huesudas de dedos largos y afilados como los de una guadaña, sacando espumarajos de cólera por su deformada boca, vociferando no se qué angustias incomprensibles en latín, y en cuyas manos, llevaba una alarmante soga trenzada, con la que sujetó brutalmente a Agnes por el cuello a la vez que bramaba:

- Me han cerrado las puertas del infierno por terror a mi presencia, Belial, el demonio del amor estéril y la pasión inconfesable ha sucumbido a mi ira, Agramon, el demonio del miedo, me rinde pleitesía, Araziel me ha vendido su secreto por mi alma, solo yo he probado la esencia inmortal de la Piedra Filosofal…lo juré en el pasado, si no es mía para siempre, no será de nadie…




Me quedé exánime y aterrado por un momento, el cual aprovechó el aparecido para darme un zarpazo descomunal que me tiró de espaldas al suelo, y lo vi desaparecer con una viveza asombrosa casi inhumana, arrastrando tras de sí a la pobre Agnes detrás del monumento a la Piedad.

Me levanté medio aturdido y agarré la pata rota de un banco destruido para salir lo más rápido posible intentando rescatarla de las fauces de la bestialidad, cuando al instante, vi derrumbarse la cruz de oro de detrás de la Piedad, con el consiguiente estruendo que me estremeció, todo lo poco que me quedaba por estremecer…un silencio absoluto después, y al instante, una voz dulce y serena, dijo detrás de mi…

- He escuchado tus súplicas desde más allá de donde el entendimiento de las almas vivientes puede siquiera imaginar, y como desde este Sagrado lugar, elevaron las plegarias por mi devoción, y me elevaron a los altares del cielo, también desde aquí se ha cumplido por dos veces el castigo de la injusticia, una, por el fuego de la maldición, otra, por mi súplica durante el martirio, para que sostuvieran la Cruz en alto, y así poder verla a través de las llamas de mi muerte…hoy, esa Cruz forrada de oro, ha hecho la justicia de Dios en mi nombre, y el maligno volverá al abismo del averno para su eterno encierro...




Me giré, y aún pasmado como estaba, no vi a nadie…sólo la estatua de la Doncella de Orleans a la que antes me había encomendado, y me rehíce al instante como pude, para salir tras La Piedad, donde estaba la Cruz caída, y Agnes, en el suelo, desmayada, pero sana… ni sombra de la aparición que se la intentó llevar; Claude Frollo, el archidiácono que Víctor Hugo inmortalizara en su novela, había pagado su pecado. Recogí del suelo a Agnes, que aterida de horror, empezaba a despejarse, y nos recostamos en el Altar que permanecía intacto pese al fuego de las fechas pasadas, para recuperar el aliento, y entrar en lucidez, pero abrazados, nos quedamos dormidos los dos.

Cuando desperté recostado en el sofá, miré alrededor para cerciorarme de que no estaba soñando, y pude garantizar de realmente estaba en mi hogar, y me había quedado dormido leyendo a Nuestra Señora de París, y con la compañía algo inmoderada del doctor Cardhu vestido de vidrio, al que le censure su comportamiento guardándolo en el mueble aparador bajo llave, al tiempo que hice lo propio con el acomodo en su estantería de Nuestra Señora de París y toda la literatura francesa que tenía esparcida por el salón, y que me dio por pensar si no estaría yo en las costumbres y cabales de un caballero andante inmortalizado por un manco de Lepanto, de cuyos nombre no me puedo acordar, y que debió tener sus vivencias allá por un lugar de La Mancha…sonó el teléfono y lo cogí, era Agnes, recién llegada de Londres, y tras un intercambio de recuerdos, buenos argumentos y parabienes, me invitaba a visitar Paris en su compañía, y así, recuperar el tiempo perdido…

El sol, empezaba a entrar por el ventanal del salón de mi casa, y me paré a pensar un instante mientras recordaba una frase de Paulo Coelho que dice “No dejes que la persona imaginaria que está dentro de tu cabeza te impida amar a la persona correcta que está delante de ti”, consentí en olvidar a Esmeralda y me propuse aceptar la invitación de Agnes, con la condición de que, como le decía Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en "Casablanca", siempre tendremos París, pero de momento, prefería tener el recuerdo de un reencuentro en Venecia, y sus paseos en una góndola romántica por los canales de la ciudad…Por la causalidad, Esmeralda había nacido con el nombre de Agnes en la novela de Víctor Hugo, y había acaparado mi corazón en una fantasía, y era ahora la verdadera Agnes de mi conciencia, quien tomaba posesión de la digna necesidad del sentimiento, y recordé que había olvidado  la casualidad de haberla conocido en un sueño.

Aingeru Daóiz Velarde.-











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