sábado, 8 de enero de 2022

ALEJANDRA PIZARNIK. LA ÚLTIMA POETA MALDITA.

ALEJANDRA PIZARNIK. LA ÚLTIMA POETA MALDITA.


Alejandra Pizarnik nació, dicen, con la oscuridad en su alma, y escribir, para ella, era transformar el dolor en palabras que penden de los versos silenciosos de su poesía, unas letras donde invocar los fantasmas que acosaban su vida, donde reparar heridas en el camino, evocar deseos y ambiciones ocultas.





Ahora, en esta hora inocente yo y la que fui nos sentamos en el umbral de mi mirada…escribía Alejandra, y lo hacía con el arte de interpretar los silencios, porque como dijera Miles Davis, el silencio es el ruido más fuerte, quizás el más fuerte de los ruidos. Los silencios, para ella, eran los sentimientos o experiencias que se escapan de las palabras. Su rebeldía, su aire trágico y su pasión, se nutrieron de sus propias tinieblas para tejer una poesía única e irrepetible…”Alguna vez de un costado de la luna, verás caer los besos que brillan en mi. Más allá del olvido”...Decía Alejandra Pizarnik, y tambien “Buscar no es un verbo, sino un vértigo. No indica acción. No quiere decir ir al encuentro de alguien sino yacer porque alguien no viene”. Navegó como nadie, entre la locura y lo onírico, para dejarnos una obra excepcional.

Nos habló de jaulas, del amor en lo imposible y en lo lejano, de andaduras en el desierto, de miradas sin ver nada, de ojos, de piedras pesadas, de fuego incesante y de nuevo, siempre, de soledad… “Estoy ebria de soledad, de espera, de deseos abstractos, de entidades llenas de designios mágicos. ¡Qué noche para morir! ¡Qué instante para hacer el amor!“…siempre soledad, “¿Qué soledad es ésta, llena de otro, con sus ojos y sus manos y sus cabellos poblando la aparente soledad de tu noche?“…”Pero hace tanta soledad que las palabras se suicidan”.

Nos habló de miedos, de vacíos, de una niñez teñida de desencantos, decía que el cielo tiene el color de una infancia muerta, y se sumergió en la poesía y en las anfetaminas para dar alivio a sus oscuros pensamientos.

Nadie exploró como ella el sufrimiento y hasta la locura; era esa mujer desdoblada que decía tener en su interior gemelas muertas, la que era ella misma en la soledad de sus silencios, y la que jamás se atrevió a ser. Buscó la sombra de Julio Cortázar y el poeta mexicano Octavio Paz. Este último es quien le escribe el prólogo de su libro de poemas Árbol de Diana (1962). Leerla es sumergirnos a partes iguales en el romanticismo, el surrealismo, el universo de lo gótico y también en el psicoanálisis. Un universo singular que no deja a nadie indiferente. “Qué belleza guardan aquellos que no encuentran su lugar entre tanta gente; no es soledad, es un privilegio no encajar”. ¿En dónde hallar una presencia humana que me calme?. Nunca nadie lo pudo, ni amigos, ni amantes. Solo fantasmas que he amado hasta pulverizar mi conciencia y mi memoria”…






Nacer en Avellaneda, un suburbio de Buenos Aires, probablemente, no fue nada fácil para Alejandra Pizarnik. Su familia era de origen ruso-judío, y arrastraban de forma permanente el dolor de haber dejado su país de origen, las marcas del Holocausto, del horror y las pérdidas personales vividas durante la guerra. Esa sombra debió crear una impronta temprana en ella. Una herida heredada que se agrandó aún más por un físico que no aceptaba, el rechazo de una madre que valoraba más a su hermana, y por una salud en la que el asma y la tartamudez limaron gran parte de su infancia. Todo ello hizo que, desde bien temprano, se percibiera distinta, dentro de un personaje en el cual, no se reconocía.


“Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo. Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos”…Gran parte de la obra de Alejandra Pizarnik orbita alrededor de dos esferas: su infancia en Buenos Aires y su fascinación por la muerte, así, escribía : “Extraño desacostumbrarme de la hora que nací. Extraño no ejercer más oficio de recién llegada”…”Sólo es posible vivir, si en la casa del corazón arde un buen fuego”.


“Simplemente no soy de este mundo… Yo habito con frenesí la luna. No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva… No puedo pensar en cosas concretas; no me interesan. Yo no sé hablar como todos. Mis palabras son extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie… ¿Qué haré cuando me sumerja en mis fantásticos sueños y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver”…y no supo, ni quiso volver. Se quitó la vida en 1972 con 36 años, tomando 50 pastillas de seconal. Ya no hay vuelta atrás, finalmente Alejandra Pizarnik halló su liberación.


No obstante, fue un fin anunciado, porque pasó toda su existencia de puntillas, en ese abismo al que se asomó en diversas ocasiones. Hasta que al final, halló la liberación para sus tormentos, ya que en sus oscuridades, no encontró fuego en el corazón, y se apagó así misma, se extinguió, arrimándose a la luz de la noche, y quemándose en la llama de una vela, que ella misma había encendido en lo más profundo de su alma, atravesada por el arco iris que intentaba brillar en las sombras de la sinrazón.





Su obra lírica se comprende en siete poemarios: La tierra más ajena (1955), La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958), Árbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno musical (1971).

Más tarde se realizaron diversas publicaciones de sus últimos poemas, obras teatrales como los poseídos entre lilas y la novela La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa. Cabe destacar también uno de sus relatos más célebres y llamativos: La condesa sangrienta, esta última, en clara alusión a La condesa Erzsébet Báthory de Ecsed, o Isabel Báthory.



El hastío, el sopor del alma, una pegajosa melancolía que colapsaba su corazón hasta impregnar sus poemas, una tenaz apatía por salir de sí misma, o de esa prisión que se había encerrado en su alrededor, plagada de miedos, de soledad, otra vez aquella soledad, y sobre todo, de silencios, de profundos y eternos silencios. Alejandra Pizarnik fue la última poetisa maldita, esa gran escritora que nos sigue sobrecogiendo con sus versos, con su voz lejana pero siempre rotunda…” Mata su luz un fuego abandonado. Sube su canto un pájaro enamorado. Tantas criaturas ávidas en mi silencio y esta pequeña lluvia que me acompaña”… siempre intensa, a veces lúdica y a veces visionaria, a veces, como intentando el regreso de aquella soledad que la aplastaba, la oprimía hasta dejarla sin aliento y, sobre todo, sin esperanza, huérfana de consuelo, asesinada por la ilusión, ensombrecida por el desaliento.


Aingeru Daóiz Velarde.-







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