miércoles, 16 de diciembre de 2020

EL OSCURO LADO DE LA VANIDAD

 

EL OSCURO LADO DE LA VANIDAD 



La vanidad, camina engreída por los adustos caminos de la más pura insolencia, vestida de una amplia gama de marrones sacados de los cien tonos de la necedad y la antipatía, resultado de mezclar todos los colores y sensaciones que visten en el otoño de lo mundano y lo fútil, carente de pasión y erotismo, de sensibilidad y luz, alimentada con la misma naturaleza de lo marchito, a la vez que el tiempo que resbala a su alrededor, se torna del mismo color de su esencia. La única pasión que se le conoce, es el amor hacia sí misma, que lleva asociada la incapacidad de amar a los demás. En el espejo siniestro de la vanidad, se refleja la cara del hado de la fatalidad, a cuyos lados, penden las negras cortinas de un escenario cuyos actores, representan la tragedia de un ego insaciable que camina incansable hacia su propia fatalidad. Mirando en perspectiva la imagen, se presenta la tétrica figura que advierte su presencia ante el impulso desbordado de admirar obnubilada, la propia imagen de su reflejo, como si de un retrato de Dorian Gray se tratara. 




Con la cerrada creencia de su propia habilidad, la vanidad desprecia a su paso los pequeños detalles de la humildad, creyéndose sublime al ser jaleada por la soberbia, que a lo lejos la observa de reojo con la altivez de su ego, al tiempo que la avaricia sonríe maliciosa y se relame de gusto haciéndole oscuras muecas a la generosidad. La vanidad se mira asidua al espejo regalado por Narciso, quien, amante de sí mismo había encontrado en la imagen reflejada en la falsa firmeza del agua del arroyo, el objeto de su más ansiado deseo, él mismo, empapado de su propia belleza, temeroso de ver su realidad brillada en el espejo, y víctima de la ira, intentó romperlo contra el suelo, desoyendo el consejo de la paciencia, pero al ver pasar la penetrante áurea de la vanidad, sin mirarla, le tendió el temido objeto del reflejo.




La arrogancia y el engreimiento acompañan postreros a la vanidad, que ahora se ve irradiada del destello y el brillo de su propia envidia, pisando sin compasión a la caridad, creyendo firmemente que el hombre, ya no necesita a Dios…Creyéndose el mejor de los siete pecados capitales, le hace un guiño obsceno a Lucifer, que desde la esquina opuesta a la calle de las lamentaciones, la observa junto a la lujuria frotándose las manos, apartando de un devastador bufido a la castidad. El propio diablo, alimentado de la índole y condición de su propia idolatría, conocedor del instinto de la vanidad, le ofrece el sabor intenso de la gula, al tiempo que la mesura de la temperancia se aleja despacio, con la cabeza gacha, llorando desconsoladamente su más dolorosa derrota.




Retozando en las pardas sábanas de la impura procacidad, la vanidad se alimenta del sustento que el diablo le ha ofrecido, paladeando el áspero y amargo sabor de la pereza, mientras que la diligencia hace asomar el blanco color de un pergamino, en el que caben escritas las pautas de la benevolencia de una bien alimentada vanidad, contra la maldad y el despotismo, hambre de la misma. 


Como si de un mal sueño se tratara, la vanidad se hunde en el abismo funesto al que ha sido sentenciada, víctima de su propia maldición y desprecio a todo lo terrenal, creyéndose incluso por encima de lo divino, cuando el escenario de su propia existencia se enmarca en un lienzo del que emerge el naufragio de los excesos, donde aquellos infectados de su ideología, necios e ignorantes de sí mismos, se debaten entre las desbocadas olas de la tempestad que se desata amenazadora, al ser conscientes de su destino. Como una nueva hoguera de las vanidades, en la que se incita a que se quemen todos aquellos objetos, espejos, vestimentas, libros, pinturas que alimentan las llamas de su inmodestia, sucumben el envanecimiento y la pedantería ante la naturaleza de lo divino.




Abandonada en el sueño del olvido, todavía se resiste a rendirse a la entelequia que la hastía y la acongoja haciéndole ver en sí misma el principio de su acción y su fin, y de que no existe nada más grato, que sentirse amada por los demás, y no seducida y cortejada por sí misma, víctima, de su propia frivolidad. En el despertar de la realidad, aunque tarde, la vanidad se da cuenta de su propio engaño. Ciega y fascinada por su propia seducción, confundida por la argucia del rey del Averno, la vanidad observa sobre la mesa servida por el destino, la crueldad y la miseria de la muerte, que fija su mirada en la descompuesta y malograda idolatría del engreimiento y la petulancia…al final, no sirve de nada la miserable ostentación, pues no resulta más que una fantasía del momento, una innecesaria arrogancia que siempre es vencida por la humildad de la natural sencillez. La naturaleza muerta, resucita de nuevo la composición de los colores vivos de la esperanza, llenando un enorme mosaico de ilusión con el aliento del esfuerzo y la plena confianza de la bondad del hombre, y su sencillez. La negra risa del diablo es acallada por la música con una final composición de una tonalidad en réquiem menor, donde cada cual lleva a sus espaldas la carga de su propia conciencia. 

Aingeru Daóiz Velarde.- 
















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