lunes, 21 de diciembre de 2020

LA DAMA NEGRA



LA DAMA NEGRA







Había limpiado su última lágrima un tiempo atrás, observando las camelias al final de una tarde de ponzoñosa primavera, acompañada por la soledad de un banco de jardín de un lugar cualquiera. Hoy, se vestía de riguroso encaje negro, adornada de ejecutor encanto con aroma de lilas, mientras que las piezas del juego se pasean engalanadas de plata y oro por el tablero de los desengaños. Una apertura española y la posterior defensa de dos caballos fue el inicio de lo que se aventuraba como algo más que una simple partida de juego de pensamiento en la aventura de escaque, manteniendo el recuerdo de un tiempo pasado, en el que el dolor por la traición, había desembocado en el terrible incendio del alma, de cuyas cenizas, resurgía ahora como esa emblemática criatura consumida por el fuego, capaz de elevarse majestuosamente desde las cenizas de su propia destrucción, simbolizando en su propia esencia también el poder de la resiliencia, esa capacidad inigualable que nos hace superar los traumas más insoportables de nuestra existencia.

 Una jugada de sostén había detenido un doble ataque con el contraataque de un jaque a la descubierta, y una atracción fatal de mirada negra vestida de escaso rímel atravesaba como una daga la sensación al otro lado del casillero. La Dama Negra, altiva, seductora, casi divina y embriagadora, con suaves movimientos de espacio y captura, obligaba al rey de plata a la transposición con consecuencias funestas en la defensa de un alfil demasiado amigo del descaro.








El recuerdo de una rosa negra y un colgante de corazón, eran testigos mudos de la infamia que había derramado el último suspiro de la desgarrada pasión de una tarde de ensueño, al calor de una copa de vino, y una promesa de amor escrita en un poema de tinta olvidada. El amor verdadero y eterno, que simbolizaba el compromiso de aquella rosa negra iba más allá de lo físico, era algo espiritual, era un para siempre, más allá de la eternidad, y la elegancia y la distinción de su color era más que una cualidad o un simple símbolo, era el mensaje de un sentimiento de confianza y entrega, que había sido descuartizado sin contemplaciones por una desilusión, por una sucia traición que rompió sin consideración ninguna la profundidad del más bello de los sentimientos, dejando un vacío que se llenó de amargura, congoja, pesadumbre y dolor... Embelesada ahora por una jugada de doble filo, afilaba sus garras de mantis religiosa, casi de viuda negra a la espera de que su presa, ofreciera algún sacrificio más, pues no tenía ninguna prisa en terminar.

 Con un suave movimiento de su siniestra mano, se acaricia los labios vestidos de rojo fuerte carmín, con un movimiento horizontal de un desafiante pulgar, que rompe la postrera estrategia insolente de la torre del rey cándido, con una seria amenaza de doblete del equino negro. Atrás, su oscura majestad observaba abstraído los movimientos flexibles de su Reina Negra, seudónimos de un doble propósito, de un doble sentido que hacían transpirar a las torres de la fortaleza defensiva. Los peones blancos avanzaban a la desesperada en un trajín compulsivo buscando una maniobra de jugada intermedia, convirtiendo en final romántico su sacrificio por salvar al corcel de la dama blanca, descompuesta ahora de ropa de abrigo, ante el gélido ambiente de la partida.









Un movimiento transversal en dos tiempos, casi divino del alfil oscuro, ofrecía una cobertura bizarra a la Dama Negra en el propósito de socavar las intenciones impúdicas de la torre plateada del lado de la dama blanca, que,  conmocionada, en un arrebato de desesperada locura solicitaba a gritos el galope del alazán albino del lado opuesto del rey. Un leve amago de maliciosa sonrisa de desagravio asomaba ahora por la comisura de los labios de la Dama Negra, a quien la tentadora caricia y el suave sabor de un sorbo de Cardhu Gold Reserve, le habían proporcionado una procacidad terrible en un movimiento restrictivo de bloqueo con la torre dorada de la audacia, descomponiendo a mandobles de sable la desordenada vanguardia lateral de un rey nevado que, enrocado en su consecuencia, intentaba reparar su defensa flanca, ante la gélida mirada de la fuliginosa soberana, que le arrebataba ahora la pétrea esperanza de su torre de marfil.

 El alfil nacarado del rey, resentido, pero sabedor de su heroico final, ofrece un postrero suspiro de esperanza albergada en los confines de la batalla, pero un cautivador colgante de oro, había entretenido la fugaz mirada en la profundidad de un descarado escote que la Dama Negra lucía con el embaucador encanto que la distingue, y con la distinción y la excelencia de una exuberante reina, se carda con la elegancia de su ensortijada mano el cabello oscuro de la perdición, al tiempo que emite la sentencia de un jaque directo al corazón contendiente. El pálido adversario, se va tornando rosado, síntoma febril del acaloramiento interno y en un vano intento por apagar el fuego de sus entrañas, vacía su copa intentando pasar el mal trago que lo descompone por momentos.









A una mirada fija, directa, profunda de unos ojos sombríos de la gótica figura, le escolta un desplazamiento aterrador que propicia una terrible y atroz sacudida en los cimientos ya descompuestos de la albina cohorte, y la dama blanca se entrega fulminada en un póstumo intento por salvaguardar la integridad de su alba majestad, pero éste, conocedor de la insaciable voracidad de la Dama Negra, se clava asimismo el irrevocable puñal de su propia expiración, y en un último estertor, con la mirada fijada de la muerte en sus ojos, observa desconcertado la relamida sonrisa inapelable de la Dama negra, evocando en su memoria el recuerdo de aquella fría y solitaria madrugada, como amanecida del escalofrío de un panteón, cuando la observaba pasear su distinguida presencia por los alrededores de aquel mal recuerdo, pero,  envenenado por el silencio, jamás se acercó a solicitarle la caricia del perdón, y ahora,  caía víctima de su propia conciencia, bajo las sombrías garras de la venganza.

 Un hilo de sangre en la postrimería de la agonía, sentencia el temido final, al tiempo que unas sedosas y esbeltas piernas de mujer fatal, se alejan vestidas de unos tacones de aguja negros y adustos como la mirada de la lóbrega providencia. El reflejo de una fosca contemplación, a la luz de la luna, asoma entre las sombras de la oscuridad, mientras derramados, los sueños, sucumben ante el jaque final de la mirada de la inocencia.

Aingeru Daóiz Velarde.

















 




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