miércoles, 18 de noviembre de 2020

EL CRISTO DE LAS MIELES.

 

EL CRISTO DE LAS MIELES.

Al entrar al cementerio de San Fernando en Sevilla por la puerta principal, vemos justo delante al Cristo de Susillo. El creador de la obra, Antonio Susillo, era uno de los escultores más reconocidos del siglo XIX y contaba con clientes de la talla de la reina Isabel II o el zar Nicolás II. 


Antonio Susillo procedía de una familia de buenos comerciantes. Su padre era tonelero y estaba vinculado al negocio de la aceituna. No en vano vivían muy cerca de la Alameda de Hércules y del cercano mercado de Feria. La familia poseía una posición próspera, por lo que la historia del brillante Antonio no es la del artista paria que florece de la nada. Pese a la voluntad paterna, el chico caminó desde temprano por direcciones distintas a las previstas. Fue artista madrugador e hizo desde niño dibujo y carboncillo y modelado de figuritas de barro en la misma puerta de su casa, imágenes religiosas hechas con tierra de lluvia y secadas al sol del valle del Guadalquivir. Impresionó desde el principio. Siempre según la historiografía asentada, no trufada de cierta leyenda, Susillo era solo un chiquillo cuando la duquesa de Montpensier, María Luisa de Borbón, se cruzó con el puestecito del joven Antonio, quedando tan impresionada por su talento y su precocidad que se ofreció entusiasta a pagar los primeros estudios del chico. Desde entonces lo tuvo bajo su mirada y ambos se brindaron provechosa amistad hasta la muerte del escultor. 


La historia cuenta que Susillo recibió el encargo para el Cementerio de San Fernando, en el que se entregó en cuerpo y alma, ya que la escultura del Cristo supondría el fin de las deudas que había contraído debido a una despilfarradora mujer con la que se había casado tras un primer matrimonio fallido…El amor de su vida fue su primera mujer, Antonia Huerta Zapata. Se casaron en Sevilla cuando él contaba 23 años y ella 19. Fue un matrimonio joven y esperanzador, pero, aquella muchacha de la calle Lumbreras, que tanto bien pudo hacer al joven artista,   falleció al año y medio por una tuberculosis. Quince años después, le sobrevino la desgracia de encontrar a esta segunda mujer. En septiembre de 1895 Antonio Susillo contraería nupcias con una malagueña de nombre María Luisa Huelin Sanz. Son muchos los cronistas que señalan este segundo matrimonio como clave en el desenlace final de la vida de Susillo. María Luisa se reveló pronto como alguien déspota y arribista. Quiso sacar desde el principio el máximo partido posible a la posición ventajosa de su marido, artista muy conocido y mejor pagado. Lo presionaba para que trabajara más y por mejores cantidades, lo menguaba con tremendos gastos y peticiones e incluso menospreciaba su oficio llamándolo albañil despectivamente,  así lo menciona Antonio Castillo Lastrucci, quien presenció el hecho personalmente al ser discípulo del maestro Susillo en aquella época, y al parecer, se encontraba el escultor amasando yeso, y al verle entrar para almorzar manchado de barro y algo de yeso, comentó su esposa que pensaba que se había casado con un artista y no con un albañil. Susillo golpeó la mesa con los puños, y se marchó sin decir palabra.


María Luisa Huelin Sanz parecía una maldición, pues a todas luces ni amaba sinceramente a su esposo ni su vida estaba empeñada a nada que no fuera mejorar su posición social tanto como pudiera. Deliraba queriéndose igualar a gentes de gran nobleza como los de Alba o los Guzmán, incluso con los duques y las infantas de Sevilla, era una obsesión casi enfermiza, que agobiaba diariamente a Antonio Susillo hasta el punto de hundirlo en la más absoluta depresión, agobiado por los gastos, resentido consigo mismo por haber torcido su camino de felicidad. Temeroso de las murmuraciones si abandonaba a esa mujer, sucumbía ante su desdicha con un estoicismo superior a sus fuerzas, que poco a poco, iba minando su alma, hasta llegar a la desesperación más absoluta.





Cuenta una leyenda romántica, que cuando terminó el encargo de su vida, el artista se dio cuenta que lo había esculpido con las piernas al contrario y no pudiendo enmendar el error se pegó un tiro, que era el suicidio romántico por excelencia de la época. Los sevillanos creían que debía ser enterrado bajo los pies de su obra, pero la autoridad eclesiástica se negó, ya que los suicidas no podían descansar en suelo sagrado. No obstante, se acabó alegando que tenía una enfermedad mental y pudo ser enterrado allí.

En un principio, su cuerpo reposaba junto a la del pintor Ricardo Villegas, pero treinta años más tarde debido a la prensa, la sociedad sevillana consideraba que el escultor debía ser reconocido, por lo que en 1940 los restos de Susillo reposaron bajo su obra finalizada gracias a los fondos del Ayuntamiento.

La realidad es bien distinta, ya que la presión a la que estaba sometido por su mujer, la infelicidad de un desdichado matrimonio, y la melancolía, hacen que tome la trágica decisión, y el 22 de diciembre de 1886, con tan solo 39 años de edad, opta entonces por pegarse un tiro, de abajo a arriba a ras de la barba, con la enorme sangre fría de elegir sobre la marcha la opción deseada,  no la opción romántica de Larra por amor y desamor llevado a la cumbre de su malograda realidad en el desengaño, sino a la culminación de la angustia y la zozobra de las ganas de seguir viviendo en el averno de la aflicción, en el oscuro y profundo agujero de su propia tumba en vida. Seguramente, conocedor de que el suicidio era un pecado mortal que lo privaría del perdón y de la esperanza de encontrarse con su amor, Antonia, su primera mujer, albergaban en su corazón el anhelo y la ilusión de su fe, en aquel Cristo en el que había reflejado en su rostro la viva imagen de su propia  desesperación, tormento y desconsuelo, y una súplica casi desesperada, le hizo ver la luz de un final trágico, pero digno, y sabía que aquel Cristo sería benevolente con su acción, porque ningún pecado es imperdonable, excepto resistir al Espíritu Santo y negar el martirio de la Cruz. Pensó en que incluso el propio Judas estuviera salvado no ya por su traición, sino por haber puesto fin a su propia tortura. Tuvo los arrestos de escribir una tarjeta para su esposa, a la que pedía perdón porque su carrera no producía lo suficiente para ganarse la vida, y otra al Juez, con la que aludía que era él quien voluntariamente se quitaba la vida, y legaba todos sus bienes a su mujer, posiblemente en un último intento por obrar las últimas palabras de un Padre Nuestro…Perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestro deudores, más líbranos del mal, amén. Era su tarjeta de pago hacia el perdón, y la otra vida.



Las gentes de Sevilla, pensaron que el mejor recuerdo y cumplido que se le podía dar al insigne y malogrado escultor, era ser enterrado a los pies del Cristo que con tanto afán y pasión había esculpido, y una delegación, se lo propuso a la municipalidad, pero la Autoridad de la Iglesia se opuso argumentando que los suicidas no podían ser enterrados en suelo sagrado, por haber incurrido en pecado, aunque debido a las presiones, al final, teniendo en cuenta las manifestaciones de muchos amigos y conocidos, finalmente se consideró que el acto había sucedido como consecuencia de una enfermedad mental y se concedió el permiso oportuno. Ciertamente, la partida de defunción fechada el 23 de diciembre, de 1896, dada la mentalidad de la época, las influyentes amistades y el prestigio social del personaje, sólo hace mención a la hemorragia cerebral previa al fallecimiento, omitiendo la verdadera causa del fallecimiento, puntualizando el domicilio en la calle Alameda de Hércules número 42, y que el óbito tuvo lugar la víspera, en el Kilómetro 125 de la línea férrea de Córdoba.


En un principio fue enterrado en una tumba junto a la del pintor Ricardo Villegas, que pagaba anónima y puntualmente un amigo suyo, en el enterramiento de 1ª clase número 83 de la Calle Virgen María del Camposanto sevillano.  Treinta años más tarde, como consecuencia de un artículo aparecido en el diario “El Noticiero Sevillano”, se despertó entre sus paisanos el convencimiento de que la ciudad le debía un reconocimiento permanente al insigne escultor. El Ayuntamiento concedió permiso y asignó los fondos para la obra, que concluyó el veintidós de abril de 1.940. Los restos de Antonio Susillo reposaron definitivamente cuarenta y cuatro años después de su muerte a los pies de su obra más reconocida, el Cristo de las Mieles. En la imagen, Antonio Susillo Fernández.



Lo más sorprendente ocurrió más tarde cuando el Cristo un día, comenzó a llorar y lo que manaba de los ojos de Cristo era miel. Era tal el milagro, que la Iglesia envió una delegación al Vaticano para esclarecer el suceso.


Dada la enorme talla del Cristo, Susillo lo talló hueco. Así se reduciría el peso. En los ojos, el escultor dejó unas pequeñas grietas, y también en la boca. Unas abejas hicieron el resto, construyendo un panal en el interior de la imagen de la que brotaba la miel. Desmontado el fenómeno, tiempo después, la talla que señala el centro del Cementerio de San Fernando, el que marca la tumba de Antonio Susillo, sigue recibiendo el nombre de Cristo de las Mieles,  que, aparte de otras tantas,  me gustaría resaltar también, por su contenido sentimental, la restauración de las manos de María Santísima de la Amargura, más conocida como la Virgen de la Amargura. Antonio Susillo la restauró y rehízo sus manos en 1893. La totalidad de su obra, que no vamos a mencionar aquí, es impresionante, y digna de un gran maestro. Para quien quiera conocerla, sólo tiene que verla y se convencerá de la más pura realidad. Éste, y no otro, fue el lamentable final de una vida intensamente vivida. De esta forma, Antonio Susillo Fernández, máximo exponente de la escultura sevillana del siglo XIX, pasa a ser el paladín del último romanticismo y del primer realismo, con una aplastante personalidad artística.

 






El Cristo de Susillo ya no llora mieles, llora enojo, porque nadie ya se acuerda en Sevilla de Antonio Susillo...Un Cristo sujeto a la gravedad de su imagen, nos observa bajo un sol de justicia, en una tarde de visita obligada. Talló las manos de María Santísima de la Amargura, más conocida como la Virgen de la Amargura, aferrado al anhelo de su creencia, el mismo anhelo que a muchos les falta para recordar su figura, y la historia detrás de una imagen que guarda una tumba a sus pies. Un Cristo que no mira hacia el cielo apelando al abandono del Padre, ni inerte deja caer la cabeza, no, su mirada al frente señala el destino de aquellos que abandonan esta vida sin la fe, y sin el recuerdo de encontrar el ánimo del consuelo, o de una eterna promesa.


El Cristo de las mieles ya no llora lágrimas de miel, no.... Nos recuerda con esa mirada al vacío la solitaria andadura del corazón de la humanidad, desierto de sentimientos, y erguido por la injusticia. Con las manos de la aflicción que tallaron en su día las de la Amargura, se quitó la vida Antonio Susillo, y estrechamos las nuestras con el sabor no de la miel, si no con el amargo sinsabor de la hipocresía, observando en silencio la imagen del martirio en un desengaño por la Humanidad. La compasión y la misericordia han salido por la puerta pequeña y tenebrosa del olvido, la comprensión y el perdón son acciones que ya no facultan bondad, porque la benevolencia ha muerto a manos de la amoralidad y el deshonor, dejando su sitio a la barbarie de la fiereza desagradecida, y franqueando la entrada a la impiedad, y la traición...Siempre nos queda el aguardo y el recuerdo de un tiempo mejor. El milagro de las lágrimas de miel ha resultado vano, pero nos sustenta en pié, sin caer de rodillas ante la imagen crucificada, el milagro de la Esperanza bajo la caricia protectora de las manos de la Virgen de la Amargura, que consuela el llanto de nuestro extraviado corazón. 

Aingeru Daóiz Velarde.- 












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