domingo, 12 de septiembre de 2021

AMANTINE

 

AMANTINE



Un árbol crece impasible entre los despojos arpegiados de un piano, que hace ya mucho tiempo que dejó de emitir el último lamento en un nocturno en do menor que, abandonado en la soledad cruel que hace oídos sordos a la melodía de la naturaleza, se dejó morir ante la impasible mirada de un alma insensible ya, condenada a vagar en el infierno de su propia existencia.






No hay nada más odioso, que la música sin significado oculto, decía Chopin, mientras en el teclado, la luna acariciaba el estertor de los últimos compases de aquel nocturno lamento, al tiempo que  Amantine deslizaba su mirada escondida entre pétalos de colores de un papel pautado, del que pendían las notas trazadas en un último intento por volver sobre aquello que fue, y a cuya ausencia no le encontraba sentido.

En la afligida disonancia de la vida, rayando ya el crepúsculo de la escala cromática de los sentimientos, el pianista condenado In Aeternum,  emite un atonal sonido, que permuta a una tonalidad mayor, en un vano ensayo por resucitar los acordes de la memoria, y aunque sólo sea por unos pocos compases, revivir de nuevo el recuerdo de Amantine.

De la languidez de un tiempo moderado, en un compás ahora a cuatro tiempos, da paso a un intermedio compuesto, del que fluye una melodía que desagua en aquel atardecer de un otoño, cuando aquellas hojas caducas parecían danzar al son de blancas y negras notas con algunas corcheas descaradas, que buscaban con los dedos la caricia de su piel, tras los sedosos pliegues de su vestido de noche, pero un rubor acalorado, después del intenso perfume a jazmín y agua fresca de rosas, consintieron el húmedo roce de unos labios con sabor a miel, y cálida tentación de un aliento desbocado, que permanece ahora grabado a fuego en la eternidad.





La sonata para violoncello en la menor, sonaba mientras el arrebato de la tormenta amenazaba en el oscuro horizonte con inundar la tonalidad de sus ojos en un allegro agitato, y derramar sobre la partitura el desesperado llamamiento del corazón.

Amantine dejó sobre el atril, la orquídea más bella que pudo conservar, en aquel preludio de palabras que nunca supo pronunciar, al compás de un tres por cuatro en clave de sol, en un baile de corcheas y semicorcheas de impetuoso ritmo al principio, como inquiriendo una razón, y apagado compás al final de un movimiento, cuyo sonido más grave, era un silencio.





El espectro vestido de esmoquin, condenado a vagar eternamente en la tonalidad carcomida por el tiempo detrás de un teclado, hace sonar de nuevo aquel nocturno del recuerdo, y emerge de un torbellino sonoro la simplicidad de una melodía de la evocación de la efímera felicidad.El mar, allá a lo lejos,  baña de nuevo la orilla, como intentando plasmar la vida en el sonido de  un recuerdo, y hacerlo eterno.

Los acordes de la sempiterna sonata, permutan combinando el acompañamiento a una melodía donde el arrebato de las semicorcheas, en un aluvión que asemeja a un oleaje intenso, se desliza con estrépito hasta colisionar contra los muros del corazón, despertando el brillo intenso en los ojos de Amantine, de los cuales, se desprenden sendas lágrimas, semejantes a bemoles que alteran el signo de la tonalidad, en una escala, desde cuyos peldaños desciende la figura traslúcida rememorando, de nuevo,  el ensueño de un ayer. 



Un viento rebelde e impredecible sonaba en el exterior, mientras la combinación de los sonidos y el tiempo determinaban el estertor de un scherzo sublime, para dar paso al flemático compás de un adagio que intentaba retornar a aquel do menor del principio, pero los ojos de Amantine, apagados ahora por el tétrico resplandor de cuatro candelabros, alumbraban de nuevo el alba, con la últimas notas de una sinfonía incompleta, y un nombre grabado en la losa de aquel sepulcro de la desolación.

Aingeru Daóiz Velarde.- 





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