domingo, 16 de mayo de 2021

EL ALIENTO DE ABRAHEL

EL ALIENTO DE ABRAHEL


El infernal viento del invierno, empujaba a la mar a lucir con furia la blanca espuma de las olas que salpicaban aquella costa del exilio, y la majestuosa cólera de la naturaleza, invitaba a llenar la mente de pensamientos que regresaban de un tenebroso pasado, e incitaban a sumergirlos en un nuevo trago de una botella de ron Angostura 1824, que ya estaba empezando a agotar sus existencias. Había consumido ya la primera pipa de tabaco, y le vino en apetencia rellenarla de nuevo para aspirar el suave y cálido humo y disipar así, de alguna manera, la frialdad cortante del hielo que amenazaba con acuchillar los sentimientos de su maltrecho corazón. A lo lejos, a pesar de la exigua luz que dejaban filtrar las espesas nubes del atardecer, se podía ver el estrepitoso y violento choque de las olas contra el fastuoso acantilado, amenazando escalar el mismo con la implacable y brutal violencia del rugido de la naturaleza en su máxima expresión.






El mar, sin duda, es un reino colosal e inmenso, imponente, cuna de epopeyas y aventuras gloriosas, de novelas, historias y poesía, cantos y música en su honor, pinturas sublimes, pero también lo es para el terror y la muerte, y cierto es a la vez, que el verdadero terror, el miedo más puro, es el que produce la tragedia y el estrago de la misma, en la inmensa profundidad oscura del océano bajo la tempestad de los sentimientos, aunque si bien el verdadero drama de la vida, es dejarse morir mientras en el interior todavía palpita la esperanza de la supervivencia, más allá del socavón que produce el impacto de un desengaño …En estos pensamientos se encontraba, intentando argumentar y dar solidez a una novela sobre el mar y sus circunstancias, al tiempo que ahogaba su memoria, o al menos intentaba diluirla en la bebida que se hizo famosa en la Canción del Pirata, escrita por un tal Robert Louis Stevenson en su novedosa novela “La isla del tesoro”, poco tiempo antes, y que había caído en sus manos por mera casualidad.


Había acudido allí a aquellas costas solitarias apartadas, donde el Atlántico bramaba un día sí, y el otro también, y lo había hecho buscando la tranquilidad en un pequeño pueblo donde sus gentes se ganaban la vida arrancando del mar el trabajoso fruto de su sustento, y de donde algunos no regresaban jamás, otros, los conocidos como indianos que habían hecho las Américas, habían empezado hace poco a regresar, y el pueblo había empezado también a su vez a experimentar una nueva vida, y una nueva apariencia. Llevaba ya tiempo, posiblemente más del habitualmente necesario dándole prórrogas a su editor, que era una de las razones por las cuales había decidido evadirse del mundo que le rodeaba, y casi que le ahogaba, aferrando con sus tenaces garras los pocos momentos de sosiego y serenidad necesarios en toda persona. La otra razón, era apartar de su mente el reproche por no haber tenido el valor de haber decidido a tiempo dar razón a sus sentimientos y hablar con Elisa de la propuesta de un matrimonio, ahora frustrado por prolongar demasiado la espera de la ocasión, puesto que Elisa, iba a contraer matrimonio en las próximas fechas con otro pretendiente, cansada ya de esperar, y a quien había conocido en unas vacaciones forzadas por el desencanto dos años atrás.

 El paso del tiempo no perdona a un hombre como él, pero menos lo hacía con una mujer, puesto que llegados a una cierta edad, quien no ha encontrado su media naranja o la oportunidad de formar un hogar común, es como si dejara escapar el último tren en la estación de las ilusiones. Posiblemente a Alfonso no le molestase mucho, o le corriera demasiada prisa, puesto que gozaba de sus recursos en la vida que le proporcionaban una estabilidad emocional suficiente, pero Elisa ya había empezado a ver en sus canas el reflejo del último billete para salir de la oscura sensación de la soledad, a la luz que da la oportunidad del amor. Por lo menos, ella creía que debía intentarlo, aunque resultase una decepción después, y se viera inmersa en el fracaso del desengaño, y así se lo hizo saber a Alfonso el último día en el que después de unos años de idas y venidas, ausencias, reencuentros y palabras con promesas que nunca llegaban a la realidad, las esperas, se convirtieron en un estado de desilusión, borrón y punto final.


La novela narraba un misterioso suceso. Un Galeón español, una carga misteriosa transbordada por otro buque en mitad del océano, unas anotaciones con diversa letra en el Libro de Navegación que de repente había desaparecido en medio de la investigación, un estado de mística locura en el que había caído el Capitán Don Pedro de Valenzuela que comandaba el Galeón español Virgen de los Desamparados, un silencio sepulcral y absoluto de lo que había acontecido por parte de la tripulación, puesto que nadie sabía nada pese a pena de tortura o muerte, un misterioso demonio o fantasma, a quien un visiblemente enloquecido contramaestre Belloso, que así se llamaba, denominaba como Súcubo, pero no se le podía sonsacar nada más, debido a su estado de perturbación. La asombrosa desaparición de 15 miembros de la marinería, que se suicidaron uno a uno en extrañas circunstancias y sin aparente motivación. En mitad de todo este entramado, un extraño libro resguardado en un pequeño cofre, y escrito en un incógnito lenguaje, con unos dibujos inquietantes que nadie había sabido descifrar, hallado en el camarote del Capitán. La novela argumentaba asimismo el arribo del Galeón al puerto de Cádiz, y de oscuros acontecimientos que sucedieron allí…Le faltaba pulir sucesos y anotaciones, y algún que otro acontecimiento más en la narración, y ciertamente Alfonso se encontraba satisfecho con lo que iba resultando, pero había caído en un estado de apagón mental, casi incapaz de seguir adelante con la aventura que trataba narrar, y a la que posiblemente le hubiera podido añadir una enredada historia de amor y desamor a la versión, posiblemente, había pensado ante la visión de la tormenta en aquella tarde frente al mar, la historia de su propia frustración. Con una sonrisa amarga, y tras un nuevo trago de ron, volvió a encender su pipa, y desechó la idea. Demasiada carga, pensó, para un galeón de tan poco calado.





Empezaba a caer una leve y finísima lluvia, a la que en un principio no hizo demasiado caso, pero por temor a que fuera a más, y coger un resfriado o algo peor, vino a guarecerse debajo de una especie de cobertizo distante a unos metros más allá de donde se encontraba, y que al parecer, era utilizado por las personas que se dedicaban a remendar redes, ya que había un buen cúmulo de ellas en un rincón en el suelo, al lado de una pila de cajas de madera rotas, y decidió esperar un rato allí a ver si paraba un poco, y dirigirse a la posada donde se hospedaba, la cual quedaba hacia las afueras del pueblo en un camino que conducía a un acantilado. Desde allí, se podían observar ya las luces del Convento de Santa Clara, y más allá, al final, se podían ya ver también las luces del faro, en la Isla Pancha. Había visitado aquella zona en sus paseos, para buscar el hilo de la escritura, y había visitado los restos del Castillo de San Damián, así como la Ermita de San Roque, el lugar conocido como La Santa Cruz, y la Ermita de San Miguel. Toda la zona tenía unas excelentes vistas, un lugar espectacular donde despedir al río Eo. La pipa se le había apagado, y al volver a encenderla, distinguió una figura que venía desde la orilla a paso veloz, casi corriendo, intentando cubrirse la cabeza y los hombros de la llovizna con una especie de capa pequeña. Se notaba de lejos que se correspondía con la figura de una mujer.


La figura llegaba con prisas al cobertizo para guarecerse también del chubasco, al tiempo que el aguacero fue a más, y el cielo empezaba a oscurecerse, signos de que se avecinaba una noche de borrasca que no parecía tener la intención de detenerse. La mujer saludó desde el otro lado del cobertizo con un leve movimiento de cabeza, y al descubrirse, mostró una hermosa melena de color cobrizo empapada por la lluvia. El frío empezó a hacerse algo más intenso debido a la humedad, y Alfonso palpó la botella de ron que llevaba en el bolsillo izquierdo del chaquetón, y no sabía si ofrecer, o arriesgarse a parecer descortés, o un ebrio con mala intención y peores modales. Hiciera lo que hiciese de seguro que con su suerte, le tocaba la cruz de la moneda…Siempre le tocaba jugar con una moneda de dos cruces, pensaba, y la situación, allí callados y viendo llover, tampoco le resultaba demasiado cómoda, y por supuesto, romper el silencio con un comentario sobre el tiempo, aunque por muy recurrido que fuera, le parecía a parte de evidente, casi ridículo, por lo que se arriesgó.


-Mi nombre es Alfonso, perdone, y si le parece a usted bien, le propongo hacer una pequeña hoguera con esas cajas rotas que hay ahí, y algún madero más, para calentarnos y secarse un poco, a no ser que viva usted por aquí cerca, en cuyo caso igual prefiere usted esperar a que aminore el aguacero, y marcharse…

La mujer contestó:

- Si tiene usted fuego, no es mala idea, porque no vivo cerca. Trabajo sirviendo en el Convento de Santa Clara, para las hermanas clarisas, y he salido a hacer unos recados a las tres y media de la tarde, poco después de Nona, y espero llegar para ayudar a servir la cena antes de completas, pero ya ve usted como está el panorama. Me he entretenido un poco observando la belleza del mar rompiendo en la orilla, y ya estamos cerca de las seis de la tarde, hora del rezo de vísperas, y mucho me temo que voy a llegar totalmente empapada si no amaina el temporal.

Alfonso se animó a la faena, y se fue al fondo del cobertizo y cogió unas cajas de madera para acabar de romperlas, y así encender una pequeña hoguera resguardada en lo posible de la lluvia, a la entrada del cobertizo. Le costó un poco de trabajo debido a la humedad, pero con las cerillas, y la ayuda de unos papeles viejos que encontró junto a las cajas de madera, finalmente se produjo un leve fuego de esperanza. La mujer se acercó a la incipiente hoguera, mientras Alfonso permanecía agachado intentando avivarla, y de pronto, se la cayó la botella de ron que llevaba en el bolsillo, sin romperse…


-¡Vaya!, parece que viene usted con compañía.


Alfonso levantó la mirada, y pudo ver un bello rostro, con unos ojos azulados intensos, y una sonrisa que asomaba divertida observando la traicionera botella de ron que se había salido de su escondite, y a la que se apresuró a recoger con cierto encogimiento de vergüenza.


-Mi nombre es Rebeca, perdone por no haberme presentado antes. No se preocupe usted por ese excelente ron que esconde con tanta premura y trance, que aunque trabajo en un Convento de monjas gracias a una tía mía interna, sor Isabel María de San José, vengo de un mundo diferente con siete hermanos mayores que yo, y hace dos años que sirvo en Santa Clara.


El fuego había empezado a coger fuerza, y el humo, junto a los vapores de la humedad, provocaban en la imaginación figuras inquietantes alimentadas por el ambiente y la intensidad de la luz del rostro que lo observaba desde arriba fijamente, …Alfonso no sabía si sentarse, levantarse o salir de allí corriendo aturdido en cierta manera por la situación, y optó por la segunda opción.





-Le gusta a usted el mar. Me da la impresión de que no es usted de esta zona, puesto que quienes aquí residen, mayormente se dedican a las tareas del mar y sus industrias, y existe una relación entre ellos y el océano de amor y odio al mismo tiempo, una ambivalencia muy particular de sentimientos mezclados, puesto que por una parte, el mar para estas gentes, son el pan nuestro de cada día, pero por otra, representa el desaliento y la aflicción por haber perdido a sus seres queridos en su tenebrosa inmensidad. Esa relación de amor y desamor, es como en la misma vida real entre las personas, pues se pierde el calor del sentimiento en la distancia, pero quien lo ha vivido una vez, nunca lo olvida…El mar conserva siempre esa magia que nos seduce y nos fascina a la vez, nos absorbe y nos arrebata, y jamás olvida y abandona, puesto que ese mismo mar, a pesar de las veces en que sus olas se alejan de la orilla, otras tantas ocasiones tiene para volver a acariciar las arenas de la costa, y a pesar de la brusquedad y la furia en que arremete contra la defensa de los acantilados, al mismo tiempo es capaz de embellecerlos con el mismo fragor que los embiste, y dejarles el intenso aroma de su aliento.


Dicho esto, Alfonso le ofreció la botella a su compañera de fogata y tormenta, y Rebeca, la cogió y sorbió un par de largos tragos sin pestañear, sin apartar la mirada de su interlocutor.


-Creo adivinar que es usted escritor, si no me equivoco, pues no tiene pinta de marinero, y además, la forma en que relata usted con muy pocas frases la dualidad de sentimientos entre el mar y el amor, me temo que no ha venido hasta este lugar apartado sólo para escribir, sino para olvidar. Me ha llamado mucho a la atención su frase, ¿A qué huele el aroma del aliento del mar?, a lo mejor algún día me lo puede usted explicar.


Entre el sonido de las olas y la borrasca, el crepitar de las llamas y la imaginación que intentaba descubrir en las espirales del humo turbadoras figuras misteriosas, se hizo un silencio algo más extenso de lo normal. Alfonso desvió un par de veces la mirada en la figura de Rebeca, y la apartó instantáneamente ante la descarada fijeza de sus ojos. Seria, pero con un atisbo de incipiente sonrisa en el perfecto dibujo de sus labios, daba muestras de una frialdad sobrecogedora, y de una personalidad abrumadora, por lo menos, es lo que daba a entender la primera impresión. Debía responder algo, y debía hacerlo de forma rápida, para no dar una impresión de congoja o zozobra personal y anímica.


- Sí, tiene usted razón, escribo, o por lo menos, lo intento, y también he venido para intentar olvidar algo, pero, permítame que me aventure y disculpe si me entrometo donde no me llaman, pues para nada quiero ser descortés, pero tengo la leve sensación de que posiblemente usted también esté por estos parajes para olvidar.


Rebeca, esta vez, mostró ya una algo más que aparente sonrisa, al principio, para pasar a una reverente seriedad casi al instante, y con esa mirada intensa y prolongada de pupilas dilatadas casi en exceso, le respondió:


- No, para nada es usted descortés y entrometido, pero su sensación es equivocada…Yo no he venido aquí para olvidar, sino para recordar, o más bien, para hacer recordar algo a alguien que vivió una vida pasada y hoy, en el presente, se encuentra sumergido en ese punto intermedio que hay entre la remembranza, y el olvido.


Se hizo otro incómodo silencio, pero enseguida reaccionó Alfonso y le propuso contarle a Rebeca una historia de mar y aventuras, mientras esperaban a que amainara el aguacero. Poco a poco, y ante la expectante atención de Rebeca, Alfonso empezó a desgranar el argumento de la novela de aquel desconocido Robert Louis Stevenson y las aventuras de un tal Jim, hijo del dueño de una posada, un peculiar capitán pirata que canta ciertas tonadillas, un baúl repleto de papeles entre los que se encuentra un extraño mapa de una isla, un barco de nombre "La Hispaniola", las peculiaridades de un tal Silver el largo, un tesoro y un sinfín de aventuras. Acabado el relato, y también el aguacero y el ron Angostura, se dirigieron camino a la posada, y Alfonso se ofreció a acompañarla hasta el Convento, más que nada para resguardarse o prevenir si tornaba de nuevo el chubasco, pero Rebeca no consintió de ninguna de las maneras, y agradecida, le invitó a volver a encontrarse si le apetecía alguna tarde, en la misma costa por la que ella tenía la costumbre de pasear entre las Nona, y las Vísperas del Convento, y seguir hablando de relatos del mar.






Aquella noche, la pasó entre sueños y pesadillas, pues casi había sentido hasta las más inesperadas sensaciones de que estaba siendo poseído por una figura de mujer, de ojos azules y mirada intensa, piel blanca como la misma nieve, pelo cobrizo , que en mitad de unas ardientes llamas lo envolvía con su cuerpo, para al final, arrastrarlo hacia el fondo de una oscura y fantasmagórica caverna, en cuya entrada acechaban vigilantes dos figuras humeantes encapuchadas armadas con lanzas de fuego, pero sobre todo, le había embriagado el aroma intenso de su aliento. Se despertó sobresaltado por las campanadas de la Iglesia y las voces de la taberna que a aquella hora temprana de la mañana sonaban alarmadas por algo. Se vistió, se lavó la cara y se aseó para bajar y tomar algo de desayuno, y pese a que su cuerpo se encontraba muy cansado, pues parecía haber mantenido una lucha terrible durante la noche de sueños y alucinaciones, quimeras y fantasías, necesitaba reponer fuerzas, y desde luego el apetito no lo había perdido, pese a que hubiera perdido su dignidad entre los dramáticos delirios de la noche.


Se personó y se sentó en una de las mesas a la espera de que apareciera Antón, el posadero, para servirle el desayuno, ya que el propietario se encontraba despidiendo a tres personajes que ya se encontraban en la puerta, e intentaba al mismo tiempo calmar a su mujer, que se encontraba visiblemente alarmada y sofocada por alguna mala nueva que había recibido por parte de aquellas figuras que ahora desaparecían tras la puerta de la posada. Alfonso preguntó al posadero si había ocurrido alguna desgracia, y éste, miró hacia su mujer, y fue ella quien le contestó:


- Acaban de descubrir a uno de los sirvientes del Convento y a un fraile que estaba de paso, ahorcados en el huerto de Santa Clara, y resulta que el sirviente era mi hermano, así que ya se puede usted imaginar…tendrá que apañarse con lo que mi marido le pueda arreglar para desayunar, porque como comprenderá, me tengo que ausentar para recoger los restos de mi hermano, y dar cuenta a la Autoridad.


Alfonso se puso de pie, y fue a darle un cálido abrazo a la pobre mujer, Maruxa, que rompió a llorar desconsoladamente mientras se quitaba el delantal e intentaba recomponer un poco su cabello, y le preguntó si acaso habían sido asesinados, a lo que ella respondió entre nuevos sollozos que no, que al parecer, a falta de posteriores investigaciones, se habían quitado ambos la vida, cosa que la alarmaba, ya que aunque no conocían demasiado al fraile que estaba de paso, y apenas llevaba un par de semanas en el Convento, su hermano era un hombre muy feliz, a pesar de que se había quedado viudo hacía ya algún tiempo, pero tenía a tres maravillosos hijos a su cuidado, dos chicos y una hermosa niña, que ahora, habían perdido a su padre también, en aquella extraña circunstancia, pues según contaba entre llantos descompuestos aquella pobre mujer a la que ahora aferraba con fuerza su marido el posadero, su hermano se encontraba en hablas con otra mujer del pueblo que había quedado viuda hacía ya también algunos años, y que había perdido a su marido en el mar, y parecía que ambos tenían la intención de casarse de nuevo, y formar un nuevo hogar de entre las cenizas de la fatalidad, con lo cual, la tragedia, aparte de extraña, era doble.


Pasó el día sumido entre intentos de trabajar en su novela. Pensamientos en la tragedia ocurrida no le dejaban concentrarse, y además, recuerdos que se debatían entre su inesperado encuentro con Rebeca, y su nostalgia por Elisa, pero sobre todo, lo torturaba el recuerdo del sueño de la noche anterior. Mas que sueño, casi pesadilla, o mejor una vivencia muy paralela a la realidad, ya que podía experimentar las sensaciones con tanta nitidez, que se diría que realmente estuvieran ocurriendo, y eso es lo que le inquietaba. Esa tarde, no salió a pasear por la playa, y dedicó buena parte de la noche a intentar de nuevo poner en orden las notas sobre su novela, y empezó a tranquilizarse pensando en que su sueño o pesadilla de la noche anterior, era una mezcla entre los efluvios del ron, la imagen de Rebeca, y el ambiente creado en su novela sobre un Súcubo del que hablaba uno de sus personajes en un estado de evidente locura…Un Súcubo, eso era lo que había interferido en su sueño, la ferviente dedicación a su trabajo en la novela y los acontecimientos con la casualidad del encuentro con Rebeca.


Por fin, todo tenía su explicación, el demonio o fantasma que enloqueció al Contramaestre Belloso de su galeón español Virgen de los Desamparados de la novela, un Súcubo, es decir, un espíritu nocturno de mujer, un demonio femenino que se apoderaba de los hombres por la noche, mientras dormían, para violarlos manteniendo relaciones sexuales, y robarles así el alma, provocándoles una parálisis del sueño y una incapacidad temporal para reaccionar de forma voluntaria, a pesar de la gran sensación de angustia que experimentaban. Lo que ocurrió en el Galeón Virgen de los Desamparados de su novela, le estaba ocurriendo a él, pero no era más que el fruto de sus desvelos en el sueño mezclados de alguna manera en su novela, y en su vida cotidiana…Se felicitó así mismo por tan audaz argumento, y se llenó de vanidad sana, lamentando las vivencias del Capitán del Galeón, Pedro de Valenzuela, víctima de un Súcubo, y la de su contramaestre, que derivó en la misma suerte. Al final, parecía que el Galeón Virgen de los Desamparados, se había convertido en un barco fantasma digno quizá de un episodio tan desolador, como tétrico.






Decidió premiarse con una nueva botella de ron Angostura 1824, de las que tenía varias en su habitación, para ocasiones especiales, y esa sin duda, era una de ellas. Entre tragos, y trabajo en sus anotaciones, iba avanzando poco a poco en la novela, hasta el punto de ir descubriendo la ilusión por ver ya el final de la misma, un inesperado final, que acabara como a él le gustaban los finales, dejando en vilo al lector. La intensidad del trabajo y los vapores del ron, le dieron sueño, y pensó en quedarse dormido, y levantarse a la mañana siguiente tarde, casi a la hora de la comida, y después de comer, salir a pasear para reencontrarse de nuevo con Rebeca…Rebeca, extraña sensación, pensó, mientras caía en un profundo sopor.


Pasado ya un buen rato en su sueño, de repente lo despertaron unos golpes en la puerta de su habitación, o por lo menos, eso había creído escuchar…No podía moverse y levantarse para ver quién llamaba, a pesar de que lo intentó varias veces, pero sí escuchó más claramente esta vez de nuevo, los golpes, y el crujido de la puerta al abrirse y cerrase. La luz de la luna entraba por la ventana, una luna plena y brillante, que de repente desapareció tapada por la imagen de una bella mujer, desnuda, de pelo rubio cobrizo, y rodeada en su cuerpo por una serpiente enorme. Ante una orden de ella en un idioma desconocido, la serpiente se deslizó fuera del cuerpo de la mujer, y ésta, se tumbó en la cama, encima de Alfonso, y empezó de nuevo el ritual, esta vez, sermoneando algo entre susurros en una lengua incógnita de acento casi diabólico, provocando en Alfonso una angustia mucho peor que la de la noche anterior…El vaivén del cuerpo de aquella cosa o espíritu o lo que fuese, era como un diabólico baile al que no había sido invitado, pero participaba de forma forzada, provocándole un vértigo y una opresión casi insoportable, pero no podía hacer nada, ni gritar pidiendo auxilio, a pesar de que lo intentó en varias ocasiones. El espíritu, entonces, acercaba su boca a la suya, y lo aplacaba con su aliento, acaso lo sosegaba hasta extinguirlo. Un aliento con olor a océano, a maresía, olor al mar, una mezcla de azufre, salitre, algas frescas, rocío salino y a una intensa humedad flotante, que era casi una sensación de marea agitada como si las salpicaduras blancas de la espuma al chocar de las olas, se aferraran a la piel. Era un bálsamo intenso a una mezcla de fragante incienso, que más que un aroma, se diría que una sensación casi visible de minerales desnudos impregnados del aroma de las rosas de los setos y las especias frutales arrastradas por la baja marea. Olor a tierra mojada, a una mezcla entre lo casi dulce y lo casi amargo, entre el pescado fresco y limpio y la yerba húmeda, intenso como el color del océano, del gris azul, al verde azulado, pero oscuro en su inmensa profundidad, tan oscuro y tan profundo, que le arrastraba, haciendo perder todos los sentidos, menos la intensidad del olfato recóndito y penetrante. Lo arrastraba, lo sumergía ciego hasta la plenitud de las sensaciones, hasta allá donde se pierde el sentido de la vida y la muerte, olor mudo de sonido a sigilo, a gemido, a susurro apagado en la noche, y a tiempo de invierno, a la humedad penetrante de un beso final, cuyo sabor se perdía en la más primigenia de las sensaciones del pecado,  en la soledad de los tiempos.


Al mismo tiempo, se escuchaba claramente el sonido del oleaje del mar, y un mecimiento, como si se encontrara en medio del océano. Finalmente, la mujer cesó en su hostigamiento, y se quedó mirándolo fijamente a los ojos, balbuceando de nuevo una palabras que no pudo entender, y desapareció en una especie de humareda. Sintió de repente que algo se deslizaba de nuevo en su cama, y lo asía desde la cintura. Un siseo estremecedor se escuchaba nítidamente, y de pronto, la imagen de la cabeza de la serpiente se quedó mirándolo a menos de un palmo de su cara, al tiempo que el rugido del mar se hacía cada vez más intenso.





Quiso gritar, quiso apartarla, pero era incapaz físicamente. Rezó, imploró, cerró los ojos con toda la fuerza que pudo, y determinó en terminar aquel suplicio con el pensamiento y la imagen de Elisa, aquella era su paz, su último recuerdo. De pronto, unas voces nombrando su nombre sonaron de nuevo en la puerta, y escuchó también unos golpes, repitiendo de nuevo su nombre. Abrió los ojos, y la penetrante luz del sol entraba por la ventana cegando su vista. Se encontraba empapado en sudor, y de nuevo los golpes en la puerta. Esta vez sí pudo contestar, ante su sorpresa…era la voz de Antón, el posadero, que alarmado ante su ausencia, había decidido subir, por si acaso, a ver si le había ocurrido algo.


Dio las gracias, y preguntó qué hora era, y el mesonero le respondió que ya habían sonado las campanas de sexta, y la hora del Ángelus hacía ya un rato que había pasado, con lo que dio las gracias de nuevo al posadero, y le dijo que había pasado mala noche, y que se levantaba ahora para asearse, y comer. Su cara, reflejada en el pequeño espejo, era un poema lúgubre, y sus manos, adormecidas, daban claras señales de que había mantenido los puños cerrados con tanta fuerza, que había dejado las marcas de sus uñas en la palma de sus manos. Miró por precaución debajo de la cama, y no había nada. Hizo lo mismo en el pequeño armario empotrado, y tampoco encontró nada. Pensó en que se estaba volviendo loco, quizás. Miró la botella medio llena de ron, y fijó en ella la culpa de su locura, por encontrar alguna razón sensata a su pesadilla. De ser necesario, hubiera jurado ante Dios que lo que había vivido esa noche, era tan real como la luz del sol que ahora entraba por aquella ventana, pero no lograba encontrar explicación. Recordaba perfectamente el aroma de su aliento, y todavía podía percibir su intensidad en aquella habitación, una intensidad de la que se veía incapaz de escapar.


Después de comer, decidió ir a dar un largo paseo por los acantilados, pero desechó pronto la idea para dirigir sus pasos a la playa donde se había encontrado dos días atrás con Rebeca, con la esperanza de volver a verla. No sabía por qué, pero pensaba que posiblemente se hubiera obsesionado con ella, y con la novela. Mientras caminaba por la arena, pensaba en abandonar el proyecto de la novela, y salir de aquel rincón donde el destino lo había confinado, y a lo mejor, volver e intentar encontrar a Elisa, si es que no era ya demasiado tarde. Esa era su esperanza, suplicarle y rogarle de rodillas si era necesario. Casarse, y unir para siempre sus vidas, esa era su salvación, lo veía ahora claro. Elisa era la razón que lo había llevado a aquel apartado lugar, y ahora era la razón de su retorno, pero le daba miedo a la vez, que a su regreso, ella hubiera tomado la determinación de su boda con aquel otro hombre, y eso lo martirizaba. En estos pensamientos se encontraba cuando escuchó en la lejanía su nombre. Levantó la cabeza, y era Rebeca…Rebeca, la extraña sensación se apoderaba de nuevo de su espíritu.

- Pensaba haberle encontrado ayer. Tiene muy mala cara, ¿se encuentra bien?, ¿acaso está usted enfermo?...


Se quedó un rato mirándola, quizás demasiado rato, o algo más del necesario, y empezaba a ver más claramente que en realidad, de alguna manera y por la razón que fuese, se había obsesionado con ella.


- Porqué me mira usted de ese modo?, parece que estuviera viendo un espectro, por Dios, don Alfonso.


De repente, reaccionó como mejor pudo:


- Sí, digo no, quiero decir que sí, que me encuentro bien, es sólo que me ha ocupado mucho tiempo mi trabajo sobre mi última novela, y ciertamente estoy algo cansado, eso es todo, y la verdad es que no, no he visto en usted a un espectro, si no todo lo contrario, es la viva imagen, si me permite que se lo diga con toda consideración, de la luz y la belleza. La otra noche no pude apreciarlo con la luz del fuego, por eso hoy me he quedado admirado. Discúlpeme, no pretendo ni ruborizarla, ni alterar en absoluto nuestro encuentro, y para nada molestarla, es una simple apreciación de buen gusto, y admiración.

Rebeca y Alfonso reanudaron de nuevo la marcha por aquella arenosa playa, y empezaba ya a levantarse algo de viento del norte, que traía unas amenazadoras nubes tras de sí.



-Por favor, caballero, me halaga usted, para nada me molesta en absoluto. Por cierto, su novela dice, hábleme de su novela como lo hizo la otra noche de ese tal Stevenson y su Isla del tesoro, seguramente yo, no tendré jamás la oportunidad de leerla, por eso le pido que me la relate usted. La otra noche le solicité que si nos volvíamos a encontrar, me contaría historias sobre el mar, ¿ Acaso su novela trata también del mar y sus historias?, un barco pirata, o mejor, un barco fantasma, o un barco maldito, o el amor olvidado de un navegante, o un misterio más allá de una isla, cuénteme don Alfonso, por favor.


Alfonso se quedó petrificado, aturdido, no sabía qué responder, o si responder algo, y desde luego, el quedarse en silencio no era una opción, y la negativa a narrar la historia de la que estaba seguro que era la causa de su tormento, no le ayudaría demasiado a vencer la encrucijada en la que se encontraba, y más, cuando ya había tomado la resolución de abandonar el proyecto, y regresar de nuevo a su ciudad, de la que no debería haber salido, jamás.


De pronto, casi como un toque de salvación, sonaron las campanas con un sonido constante y alocado, rápidas, como de arrebato anunciador de alguna emergencia, y los hombres y mujeres que se encontraban a aquellas horas en las faenas de remiendo de redes o reparación de embarcaciones pequeñas, salieron deprisa hacia el pueblo. Estupefactos ante esta situación, Alfonso paró a uno de esos hombres y le preguntó qué pasaba, y éste, le contestó que era un toque de alarma, y que había que acudir a la plaza de la Iglesia, a que la autoridad informara de algún asunto de urgencia inmediata. Se pusieron en marcha a paso ligero hacia la plaza, y al llegar, aunque no tardaron mucho tiempo, ya había allí bastante gente, entre los que reconoció a Antón, el posadero, al que le hizo un leve saludo, pero éste, no respondió, ya que más bien, su mirada se fijaba directamente en Rebeca.





El Alcalde, se subió en una especie de tarima de madera, en compañía de la Autoridad militar de la zona, y advirtió de dos nuevos sucesos y de las medidas a adoptar. Habían ocurrido dos muertes más, y al parecer, según todos los indicios, las dos muertes fueron de forma voluntaria, es decir, se quitaron a sí mismos la vida. Uno de ellos, al que acompañaba su mujer, le había ocurrido que llevaba todas las mañanas el pan al Convento, para dirigirse después sin mediar palabra, camino hacia el faro y al llegar al acantilado, se lanzó al vacío estrellándose contra las rocas, y la otra desgracia, le ocurrió a un carnicero, al que él mismo y delante de su aprendiz, con un cuchillo de corte pequeño, se degolló. La Autoridad militar, había sido avisada para poner orden y vigilancia en el pueblo, y observar, así como controlar las salidas y entradas, a fin de intentar buscar causa o causante de lo que venía ocurriendo en tan poco tiempo, y se advertía de que de seguir así, se tomarían la medidas oportunas para prohibir salir de casa, a no ser que fuera por causa de fuerza mayor. Advertía el Alcalde de que cualquier persona que tuviera alguna sospecha o razonamiento sobre la causa, debería ir de forma personal y directa en su busca, fuera la hora que fuese, y dar aviso al Alcalde para que se tomaran las medidas y las decisiones oportunas, pero siempre que fuese algo realmente razonable, no cualquier sospecha infundada.


A todo esto, mientras el Alcalde hablaba sobre el terrible asunto y las medidas, se había fijado de reojo, en que Rebeca, muy cerca de Alfonso por la aglomeración de gente, no había dejado de mirarlo de forma directa durante todo el rato, y le llego el recuerdo de un aroma reconocido, de un aliento, de un sueño, y de una sensación. Intentó apartar eso de su cabeza, y pensó de nuevo que lo mejor de todo, era salir de allí, abandonar la novela, y regresar de donde había venido. Pensó que ciertamente, se estaba volviendo loco. Al terminar la alocución, aunque le costó un rato, pudo acercarse hasta donde se encontraba el Alcalde, y después de presentarse, le informó de que estaba allí de paso, y el motivo por el que se hallaba, y que había pensado en marcharse lo antes posible, a lo que el Alcalde le respondió que de momento, no se permitían la salida del pueblo hasta que se aclarara un poco la situación, y más o menos, todo volviera a su cauce normal. Esto le contrarió en cierta manera, puesto que ya había tomado su decisión, pero no había otro remedio que seguir las instrucciones. Se ofreció para acompañar a Rebeca, si lo deseaba, de regreso al Convento, a lo que ella, de nuevo, con esa mirada azul verdoso de mar, le respondió que no era necesario, y además, no quería ni pretendía llamar la atención de las monjas clarisas, muy recelosas, y menos, la de su propia tía, por la compañía de un caballero. La vio alejarse poco a poco, caminando, como si flotara entre el suelo y el cielo, con un pañuelo que cubría su cabeza y la parte de sus hombros, pues había empezado a refrescar, pero que dejaba asomar el color cobrizo de la parte inferior de su pelo, brillante, ardiente, divino y casi cautivador. La perdió de vista, y al darse la vuelta, se encontró con la mirada del posadero puesta también en dirección por la que se había marchado Rebeca, pero esta vez, si lo saludó.

- Don Alfonso, qué sorpresa verle aquí, le hacía paseando en las arenas de la playa.


- Sí, de allí vengo, pero al sonar el aviso, hemos pensado venir a ver de qué asunto se trataba la Señora y yo, y a decir verdad, nos ha llamado mucho la atención de lo ocurrido, tanto es así, que al ser usted del pueblo, seguramente tendrá una información más concreta, de la que me gustaría conocer.

Desde luego, esta noche, después de cenar, si le parece, le invito a quedarse un rato antes de retirarse a su habitación, y con una buena botella de orujo, hablamos de nuestras cosas…


Alfonso se quedó mirándolo extrañado por la respuesta, ¿hablamos de nuestras cosas?, de todas formas, asintió, y se dirigió de regreso a la posada, mientras que Antón, el posadero, se quedó hablando con el alcalde y un grupo de vecinos. Pensó en que quizás se había comportado de manera un tanto descortés con Rebeca, y debería haberla invitado a continuar el paseo por la playa, intentando evitar hablar de su novela, y contarle cualquier otra historia, pero la verdad es que después de las noticias recibidas, y su estado de ánimo tras las dos últimas noches, lo que menos le apetecía era estar con nadie. De todas maneras, ella tampoco insistió, y Alfonso suponía que tendría sus buenas razones. Una vez en su habitación, le dio por hacer lo que menos esperaba, ponerse a escribir. Se lo había propuesto. Dejaría la novela y saldría de allí lo antes posible, pero alguna fuerza interior, lo impulsaba a seguir con su novela.





Esta vez, el Virgen de los Desamparados había arribado al puerto de Cádiz, y en la ciudad, a los pocos días, se habían sucedido una serie de muertes misteriosas, al parecer, algún poder oculto había inducido a suicidarse a varios hombres de la ciudad, algunos de ellos hombres de la Iglesia, por lo que se echó la culpa a antiguos conversos provenientes del judaísmo, y se produjeron detenciones e, incluso, hubo juicios rápidos y condena de hoguera por parte del Santo Oficio. Acusaciones de brujería y malas artes, pociones mágicas que incitaban a cometer el pecado mortal del suicidio, hechicerías y otras cuestiones que la Autoridad pensaba en resolver a golpe de cárcel, o fuego.


Se había encargado a un fraile dominico de nombre Simón, muy docto en materias de ocultismo, el descifrar el extraño libro guardado en el misterioso cofre, y los extraños dibujos que venían en él. Fray Simón, después de un arduo trabajo de consulta en los documentos que él mismo atesoraba en referencia a artes y lenguas extrañas, dio por fin con una luz, una luz, que resultó ser una Lengua Oscura, más conocida también como Lengua Negra, y que al parecer, no había podido descifrar del todo, pero parecía venir de un dialecto o lengua arcana de los demonios, muy rico en frases místicas y sinónimos complejos, utilizada por demonios especialmente depravados, siervos de demonios mayores. El nombre de Lengua Oscura, o Lengua Negra, le venía porque aquellos que la utilizaban, lo hacían siempre ocultos en el mundo de los sueños, protegidos por el manto de la oscuridad, los Súcubos, o fuerzas malignas en forma de mujer, de una extraordinaria belleza, y unas dotes seductoras que acercaban a sus víctimas al borde mismo de la locura.


Todo el entramado, incluidos los dibujos específicos del libro, parecía girar en torno a lo que se denominaba como Lingua Diaboli, o lengua del Diablo, y parecía ser un encargo del propio Satanás para diferenciar las dos lenguas, la Negra, y la Diáboli, y que sólo él conocía ambas, y encargaba a sus diablos más apreciados, las Súcubos, sus más fieles seguidoras, para que pudieran utilizarlas en las misas negras. También hablaba el extraño libro que la Lengua Negra está llena de silencios, puesto que no existe una expresión más desoladora, más indescifrable pero también más elocuente, que el imperturbable y absoluto silencio que impera en el abismo del averno.

Además, a sus Súcubos, sus amantes preferidas, les proporcionaba un don, aparte de una irresistible belleza, que era el don del aliento. Satanás, Rey de reyes del inframundo, Shaitán, el "Mal Camino", el Distante", estaba por encima de sus otros demonios principales, Lucifer, Aamon, Mammón, Asmodeo, Belcebú, Leviatán y Belfegor, los siete demonios principales, y receloso de todos ellos, no quería que supieran o conocieran la lengua Oscura, y así lo ordenaba en el libro, y de ello, encargaba a su más fiel seguidora, a la que llamaba por el nombre de Abrahel. Abrahel era su mejor creación, su más pura imagen, la reina del aliento del mar, la embaucadora, la emperatriz del abismo, la preferida antes que Lilith, puesto que de Lilith no se fiaba, ya que Dios creó en primer lugar una mujer a imagen suya, formada al mismo tiempo que Adán, y solo más tarde creó de la costilla de Adán a Eva. Aquella primera mujer  que se llamaría Lilith, la cual abandonó a su marido y el jardín del Edén, para seguir a Satanás,  y Satanás recelaba de ella, puesto que era la reina del adulterio y la traición.


Fray Simón, después de tres días de ausencia, apareció una mañana de domingo ahorcado en la Iglesia de la Santa Cruz. Al menos, había dejado avanzado su trabajo a los comisionados de la Santa Inquisición. Don Pedro de Valenzuela, el Capitán del Virgen de los Desamparados, y el Contramestre Belloso, fueron internados en una especie de Hospicio para enajenados, puesto que daban muestras de haber perdido totalmente la cabeza. El contramaestre Belloso, parecía haber averiguado algo durante la travesía, puesto que era un hombre muy docto en libros extraños, y juraba que lo que había ocurrido en el galeón, desde el mismo día en que zarpó de las indias con su carga, y habiendo descargado otras mercancías allí, era fruto de las obras de una especie de demonio. También Belloso aparecería muerto, pues se arrojó desde una ventana del Hospicio, quedando su cuerpo ensartado en la parte superior del enrejado del portal de acceso.

Al Capitán Don Pedro de Valenzuela, le habían asignado al cuidado de una cuidadora proveniente de una Orden Religiosa de las Clarisas, de nombre Sor Rebeca de la Santísima Trinidad, pero su salud fue a peor, y vociferaba constantemente advirtiendo que tenía que salir de allí, puesto que había encontrado el modo de acabar con la amenaza del demonio Súcubo. Sor Rebeca, su cuidadora religiosa, no se separaba de su lado, ni de noche, ni de día, pero una cierta mañana se había tenido que ausentar para atender y ayudar a la preparación del cadáver de otro suicidado en el Hospicio que se había cortado las venas, y Don Pedro Valenzuela aprovechó para fugarse, matando sin querer con un puñetazo y un mal golpe en la cabeza al caer a uno de los guardianes, síntoma de su locura, pues había salido corriendo totalmente desnudo aprovechando la apertura del enrejado de la puerta principal para el cambio de vigilancia nocturno.





Llegada la hora de la cena, Alfonso se decidió a bajar, pero se llevó una de sus botellas de ron Angostura 1824. No le iba demasiado el orujo, tan famoso en aquellas tierras, y también en la suya, en León, de donde venía. Bajó también una carta que le había escrito a Elisa, contándole todo, y por si acaso no llegaba a tiempo para convencerla, para que por lo menos, supiera que se había dado cuenta de lo que realmente apreciaba en la vida, que no era otra cosa que su compañía y su cariño, del cual no se sentía merecedor. Había empezado a llover, pues el viento de la tarde había traído consigo a esos nubarrones tan característicos de tormenta y lluvia, y lo que al principio empezaba con una babuña o babuxa como llamaban por aquellas tierras, una especie de lluvia menuda y poco intensa, luego acababa con una arroiada, es decir, una lluvia fuerte e intensa. Ya antes de cenar, se sirvió un vaso de su bebida preferida, y al poco, llegó el posadero y se sentó junto al escritor.

- Vaya, veo que ha traído usted su propia cosecha de licor. Pues mire, Don Alfonso, ya que lleva usted aquí un tiempo entre nosotros, y le apreciamos, y veo que en los tres últimos días ha cogido usted una costumbre que antes no había apreciado ni siquiera a imaginar, le voy a decir que ésta, es Terra de Meigas, es decir, tierra de brujas malas o hechiceras, que no debe confundirse nunca con bruxas, puesto que las primeras, tienen por cometido megar, o enmeigar, es decir, hacer el mal a personas o animales haciendo un pacto con el diablo, y las bruxas, tienden a hacer el bien, es decir, deshacer conjuros maléficos y el mal de ojo de las meigas, con lo cual, también es Terra de Bruxa. Ésta es una tierra mágica de historias, de leyendas, de mitos y antiguas tradiciones, de costumbres legendarias y de raíces profundas, de paisajes y cantares, y también de Orujo, o de aguardiente de hierbas, así que, si le apetece, hablemos de meigas, y ya de paso, bebamos de hierbas, porque amigo, al final de la noche, le espera una grata sorpresa, porque cuando cierre el local, Maruxa, mi mujer, nos preparará una queimada con su conjuro incluido

- ¿Una queimada?, ¿conjuro?, pero, ¿de qué demonios me habla usted Antón?.


-Mire, Don Alfonso, voy a serle claro, pues como buen gallego, no me ando con rodeos, le hablo de eso precisamente, de demonios. Verá, la queimada es uno de los muchos rituales que tienen que ver con el fuego, una tradición que se debate entre lo pagano y lo misterioso, una pócima mágica cuyo origen se pierde entre las sombras de noches ancestrales plagadas de rituales y hechizos, de almas en pena, y de cuerpos arrebatados por rituales de meigas que sentados en la oscuridad y formando un círculo alrededor de la tartera de barro, buscan la purificación del cuerpo y la salvación del alma mientras revuelven el brebaje que espantará a los malos espíritus y atraerá los buenos. Usted hace ya unos días que no se le ve bien, y además, está esa chica…


- ¿Esa chica?, no le entiendo Antón, esa chica es una sirvienta del Convento, allí está su tía como religiosa, y lleva dos años sirviendo en el Convento, ella misma me lo ha contado.


Antón, se quedo en silencio, se bebió de un trago un vaso de aguardiente de orujo, y se quedo unos momento observando fijamente a Alfonso, como queriendo hablar sin necesidad de hacerlo, sólo con la mirada, para al final, responder:


-Verá, Don Alfonso, este pueblo, como bien sabe, es muy pequeño, a pesar de que ya está empezando a crecer gracias a Dios, con la vuelta de muchas gentes que emigraron en su día, y mal que bien, nos conocemos todos, los sirvientes, y los no sirvientes, y según usted, esa chica lleva dos años aquí…pues bien, yo le aseguro, si me permite que se lo diga, que le han engañado. Esa chica no sirve en el Convento, y menos, desde hace dos años. ¿Quién es?, no lo sé, ¿de dónde viene?, tampoco lo sé, y por no saber, no lo sabe ni la Maruxa, que es la mujer del posadero que soy yo, y por cierto, ahora que no nos escucha, la más alcahueta y celestina del pueblo. Antes de que me pregunte, le voy a contar algo, Don Alfonso…verá, ya sabe usted que el otro día, encontraron muertos a dos hombres en el huerto del Convento, uno, el hermano de la Maruxa, como ya sabe y conoce bien los pormenores, y el otro, un pobre fraile que estaba aquí como usted, de paso, y hoy, han encontrado muertos a otros dos, uno de ellos, el panadero, que según su mujer, amiga íntima de la Maruxa, llevaba ya varios días en una especie de trance, y dormía muy poco, pero no por su oficio nocturno, puesto que era panadero, si no porque cuando se retiraba a descansar, se levantaba peor que al acostarse. El otro, el carnicero, vivía solo, era mozo viejo, es decir, soltero, pero su aprendiz, el Agustín, es sobrino mío, y esta misma tarde me ha dicho que llevaba ya por lo menos una semana que no era el mismo, y que había envejecido mucho en pocos días. Usted, tiene la misma cara de un difunto, si me permite que se lo diga con toda confianza, Don Alfonso, y hoy le he visto con esa chica…estoy completamente convencido de que es una meiga, y que ha venido al pueblo a hacer conjuro y daño a los hombres de bien.





Alfonso se quedó todavía más atónito y aturdido de lo que estaba. Antón se dio cuenta, y no quiso ahondar más en la herida, puesto que veía que sus palabras con referencia a Rebeca, habían causado un brutal impacto en su interlocutor, y rápidamente, sirvió dos vasos de orujo de herbas que ambos apuraron de un solo trago, y Alfonso pidió más…La cena, ni fue cena ni fue nada, porque apenas probó un solo bocado. La posada se quedó vacía de gente, y al poco, llamaron a la puerta. Maruxa trajinó en la lumbre de la chimenea, mientras que Antón, dejaba entrar a un grupo de personas, cuatro hombres, y dos mujeres, y tomaron posesión de asientos al lado del fuego. Maruxa, puso una especie de caldero de barro encima de las brasas, y les pidió que a Antón y a Alfonso que tomaran asiento alrededor, donde se encontraban los demás, y acto seguido, les dio unas vasijas de barro con asa, y se inclinó sobre el caldero del que prendió una llama, recitando mientras removía su interior:


Búhos, lechuzas, sapos y brujas;
Demonios, duendes y diablos;
espíritus de las vegas llenas de niebla,
cuervos, salamandras y hechiceras;
rabo erguido de gato negro
y todos los hechizos de las curanderas…

Podridos leños agujereados,
hogar de gusanos y alimañas,
fuego de la Santa Compaña,
mal de ojo, negros maleficios;
hedor de los muertos, truenos y rayos;
hocico de sátiro y pata de conejo;
ladrar de zorro, rabo de marta,
aullido de perro, pregonero de la muerte…

Pecadora lengua de mala mujer
casada con un hombre viejo;
Averno de Satán y Belcebú,
fuego de cadáveres ardientes,
fuegos fatuos de la noche de San Silvestre,
cuerpos mutilados de los indecentes,
y pedos de los infernales culos…

Rugir del mar embravecido,
presagio de naufragios,
vientre estéril de mujer soltera,
maullar de gatos en busca gatas en celo,
melena sucia de cabra mal parida
y cuernos retorcidos de castrón…

Con este cazo
elevaré las llamas de este fuego
similar al del Infierno
y las brujas quedarán purificadas
de todas sus maldades.
Algunas huirán
a caballo de sus escobas
para irse a sumergir
en el mar de Finisterre.

¡Escuchad! ¡Escuchad estos rugidos…!
Son las brujas que se están purificando
en estas llamas espirituales…
Y cuando este delicioso brebaje
baje por nuestras gargantas,
también todos nosotros quedaremos libres
de los males de nuestra alma
y de todo maleficio. ¡Fuerzas del aire, tierra, mar y fuego!
a vosotros hago esta llamada:
si es verdad que tenéis más poder
que los humanos,
limpiad de maldades nuestra tierra
y haced que aquí y ahora
los espíritus de los amigos ausentes
compartan con nosotros esta queimada.






Terminado el hechizo, o lo que quiera Dios que fuera aquello, a Alfonso, le entró un terrible cansancio, y se despidió de la concurrencia para retirarse a dormir a su habitación, pero antes le dijo a Antón que le hiciera el favor de entregar la carta al correo para Elisa, que vivía en Ponferrada, ya que por lo visto él ni nadie que no fuera sobre un acto oficial o de extrema necesidad debidamente argumentada, como había ordenado el Alcalde, podría salir o entrar en la población, hasta que no se aclarara el asunto, y suponía que el correo tenía esa libertad de salir y entrar. Antón le dijo con cara de circunstancias que no se preocupara, que por la mañana a primera hora, el correo saldría y su carta llegaría a su destino. Le preguntó:


- ¿Teme usted algo, Don Alfonso?, ¿quiere que vayamos a hablar con el Señor Alcalde?...


- No se preocupe Antón, no, no temo nada, como ya dijo Séneca, el colmo de la infelicidad es temer algo, cuando ya nada se espera, y que a veces el vivir, se convierte en un acto de valentía. También dijo que un hombre con miedo a la muerte, nunca jugará el papel de un hombre vivo.

-¿Quién es ese Séneca Don Alfonso?, dígamelo, que ahora mismo voy a hablar con él y le cuento cuatro verdades…anda usted con compañías muy extrañas, no le faltaba nada más que ese Séneca o como se llame…Mire Don Alfonso, la compañía de ese Séneca no le conviene, hágame caso.

- Déjelo Antón, cuento con usted para que llegue esa carta, por favor, es muy importante para mí.


Se despidió, y se marchó a su habitación. Cayó rendido en la cama, pensando un poco en todo lo que le había contado Antón el posadero, y en el ritual o lo que fuera del que había participado, que en cierta manera, después de tres jarras del condimento que fuera, su espíritu pareció relajarse, y pensó que mañana averiguaría las cosas. Estaba casi completamente seguro de que todo tenía su explicación, todo, o casi todo. Pensaba que la dichosa queimada, era el mejor de los remedios para todos los males del mundo. Pensó en Elisa cuando recibiera la carta, y pensó en Rebeca, y pensando, se durmió. Estando ya dormido, al rato, empezó a percibir un sonido del crepitar de las olas al chocar con el casco de un barco, y una especie de balanceo. Seguidamente, esa fragancia que ya conocía bien. Se alarmó, e intentó levantarse, pero fue en vano, como la otra vez, y la anterior. El olor a maresía se hizo más intenso, y más, y más, casi hasta sentir la humedad a un dedo de su boca. Al poco, ese peso encima de su cuerpo, y esos gemidos guturales salidos del averno…la vio, era ella otra vez, su pelo rozaba su rostro, y empezó el balanceo demoníaco, y las frases desconocidas. De nuevo esa intensidad de la fragancia con la mezcla de sensaciones del inframundo que lo empujaban como hacia un acantilado salvaje y mortal…salitre, algas frescas, y el sabor de un beso diabólico y desalmado, infernal, pero dulce, dulce y a la vez salado, infame y alevoso, un beso del pecado mortal, un beso, como moneda de pago al demonio.


Lo despertó el trepidante sonido de la campana, y unos gritos de alarma en la calle. Apenas había amanecido, y de nuevo, despertaba empapado en sudor frío, helado. Se levantó tambaleándose y se mojó lacara, y al mirarse al espejo, sus ojos, hundidos en las cavernas de su rostro, se miraban así mismo con la mirada perdida en la nada. Se vistió como pudo, y como pudo, salió deprisa después de terminar de asearse. De nuevo, había empezado esa dichosa llovizna fina que ya conocía bien. Se calzó el sombrero, y se abrigó antes de salir. Amagó una leve sonrisa en un recuerdo de su padre, cuando una vez le dijo que el sombrero hace a uno caballero, y se calza, se pone y se lleva como tal. La gente salía de sus casas, algunos medio dormidos todavía otros, aun sin dormir, pues algunos acababan de llegar de faenar peleando con el mar de la nocturnidad. Se dirigió a la plaza de la Iglesia, como el día anterior, pero enseguida se arrepintió, y dio media vuelta, miró hacia arriba, hasta el faro, y el sol que empezaba a salir, dibujaba el contorno del Convento.


Hacía ya un rato que habían llamado las campanas a laudes, y sería ya un poco más de la hora prima, algo más de las seis de la mañana, y se dirigió al Convento. Llamó dos veces, y antes de hacerlo por tercera vez, asomó por la portezuela la mirada de una de las monjas, con muy mal semblante. Se presentó primero, y pidió disculpas, pero argumentó que lo había traído allí un asunto de mucha importancia, y preguntó primero por Sor Isabel María de San José. La monja que estaba dentro, abrió la puerta, y le dejó entrar, ahora ya un poco más amable. Le preguntó que si por algún casual, era familia de Sor Isabel María, y él le contestó que no, pero que sí conocía a una sobrina suya, que al parecer servía en el convento. La monja, se quedó mirándolo fijamente y esta vez, con cara de ver a un fantasma, y le volvió a preguntar por el nombre de esa sirvienta que era sobrina de Sor Isabel María, a lo que Alfonso le dijo que se llamaba Rebeca, por supuesto. El semblante de la monja cambió, y se apartó un par de pasos hacia atrás indecisa. Alfonso preguntó si pasaba algo, un tanto prevenido ya como estaba por Antón, y la monja le contestó:


- Pues mire, pasar, si pasa, y es que yo soy, o mejor dicho era del mismo pueblo que sor Isabel María, y ella, falleció ya hace un par de años aquí mismo. Además, resulta que sí tiene o tuvo una sobrina que se llamaba Rebeca, hija de su hermana, pero…Rebeca desapareció hace más de veinticinco años, cuando apenas tenía 6 años de edad. Estuvieron meses buscándola, o buscando algo sobre ella, pero fue imposible encontrar ninguna pista. Un día, después de comer, salió a la calle a jugar, y ya nunca más se supo de ella. Se evaporó, desapareció. Su madre, Clara, la hermana de Sor Isabel María, murió de pena, y su padre, José, le dio por la bebida, hasta perder la cordura, y también la vida. Fue una verdadera tragedia, y fue la razón de que Sor Isabel María tomara los hábitos. Los designios de Dios son inescrutables, y para los creyentes, hay decisiones divinas que no pueden comprenderse y que ni siquiera se deben tratar de entender ya que están fuera del alcance humano. Yo creo que a Isabel María le ocurrió lo mismo que a su hermana al final, y que vino hasta aquí intentando buscar una respuesta que jamás encontró en la decisión de Nuestro Señor. Era una niña preciosa de pelo encendido, y unos ojos azules muy bonitos, y además, encantadora, un verdadero Ángel de Dios. Nunca se supo de ella. Y ahora, dígame o llamo inmediatamente a las autoridades…¿cómo sabe usted datos de Rebeca, y de Sor Isabel María, a quien Dios tenga en su gloria?.


Alfonso se desplomó en el suelo. Perdió completamente el conocimiento. Cuando despertó, lo hizo en un camastro desconocido para él, y estaba rodeado por tres monjas, una de ellas la que le había recibido, Maruxa, la esposa de Antón el posadero, el Alcalde y dos uniformados que lo miraban con mucha atención…Al parecer, Antón había salido de viaje a buscar a la familia de Alfonso, que vivía en León, con permiso de la Autoridad, y lo hizo nada más enterarse de lo ocurrido, y además, se daba la circunstancia de que había habido otra misteriosa muerte justamente esta misma madrugada, por lo que le estaba contando el Alcalde allí presente. El cura, Don Anselmo, había aparecido también ahorcado, desde la misma espadaña del muro del Evangelio de la Iglesia de Santa María del Campo, antiguo convento franciscano. Tuvo que soportar un sinfín de preguntas, pero contó toda la verdad, que no era demasiado más que lo que ya sabía la monja que le había recibido, Sor Ángela de la Cruz, que así se presentó. El argumento que dio la monja y también Maruxa, parece que convencieron a todos los presentes de que alguien se estaba haciendo pasar por otra persona desaparecida hacía ya muchos años, y que conocía también a Sor Isabel María, si, pero la pregunta era ¿quién y por qué, y qué relación podría llegar a tener con las muertes trágicas en los últimos días?...Alfonso tomó un pequeño refrigerio que le ofrecieron las monjas amablemente, y se marchó a la posada.




Una vez allí, sintió de nuevo la imperante necesidad de seguir trabajando en la novela, a pesar de que se había prometido abandonar el proyecto, pero alguna fuerza implacable de la que él desconocía su origen, le impulsaba desde su interior a continuar con el proyecto…Don Pedro de Valenzuela, pese a su estado febril de locura, había llegado a comprender que estaba siendo poseído por alguna bestia maléfica, y que la fuerza de aquella bestia, precisamente radicaba en el poder de su aliento, en el poder del olor a mar, puesto que cada vez que lo mortificaba, desprendía una profunda y casi irresistible exhalación a los aromas más inconfundibles del mar de una manera más intensa de lo normal, tanto, que perdía el sentido de la realidad, y caía en un éxtasis absoluto, dejándose poseer, aunque realmente le produjese también una sensación de profunda angustia, como si traspasara la frontera entre lo divino, y lo diabólico y perverso, era como tomar un veneno, sabiendo que su ingesta le provocaría la muerte más dolorosa que pueda existir.

 La única forma de hacer desaparecer a ese espíritu del mal, ya lo había hablado tiempo atrás con el Contramaestre Belloso a quien también le pasaba lo mismo, era que consiguieran dejarse morir de alguna manera, en el momento de ser poseído, y que fuera en algún lugar lo más lejano posible del mar. El espíritu, perdería la fuerza de su poder, y no podría culminar su tarea de poseer el alma si ésta se quitaba la vida en ese mismo instante, y no después, enloquecida y fuera ya de toda razón, en un acto de cobardía. Era la forma de renunciar a su placer, y no dejarse llevar por la agonía. El relato, continuaba con un sinfín de peripecias, hasta que finalmente el Capitán Valenzuela, consigue hacerse por mediación de un químico, con un veneno envuelto en unas hojas de cierta planta, y tras una persecución de la que es objeto por parte de las autoridades, consigue salir de Cádiz, y llegar hasta el Real Monasterio de Santa Clara, en Jaén, donde está de Abadesa una hermana suya. Allí, tras explicarle lo que le sucede, y el estado en que se encuentra, su hermana lo acoge.





Llegada la hora de la tarde, decidió salir a pasear, con la esperanza de encontrar a Rebeca en la playa, y pedir explicaciones de lo que ocurría, de su tía, y de cómo había conseguido burlar a la gente del pueblo, y cuál era la razón de que hubiera suplantado la identidad de aquella niña y muchas otras preguntas más…Pero tal y como ya venía relatando en su novela, se estaba formando en su cabeza no ya una locura, puesto que se creía un hombre cabal y sensato hasta el punto de no creer en posesiones diabólicas, aunque al mismo tiempo, estaba empezando a experimentar que todo lo que realmente escribía, es como si ya lo hubiera vivido alguna vez, y lo estuviera viviendo de nuevo, y además, lo relataba es sus páginas como una sentencia firme de la que ya, no podría escapar. Antes de salir, daba unos retoques puntuales a su novela, y escribía unas palabras de dedicación y agradecimiento, y el título de la misma, que todavía no se había atrevido a poner.


De Antón el posadero no tenía más noticias, y como ya sabía por Maruxa, había salido del pueblo con urgencia, pues pensaban que se iba a morir, y llevaba la carta en el mismo correo hasta Ponferrada, y allí, preguntar a Elisa por el paradero de su familia, pero era una pérdida de tiempo, puesto que su única familia era un hermano que residía en Madrid, Luis, y lo único que tenía más cerca, por decirlo de alguna manera, era Elisa. Había escrito casi de forma febril, intensa, sin detenerse a pensar, como si algo le dictara en su interior y le diera prisas para finalizar. No quiso alargar más la agonía. La playa en la que se había encontrado con Rebeca, estaba casi desierta, y estuvo buscándola toda la tarde, casi hasta caer la noche, pero nada, ni una sola noticia de ella, a pesar de que preguntó por si alguien los había visto juntos, pero no tuvo suerte…Absolutamente nadie los había llegado a ver juntos, ni conocían de nada a la tal Rebeca, aunque a él si lo habían visto por el pueblo, y sabían quién era.


Ya había empezado a ponerse el sol, y perdió toda esperanza…se detuvo en aquel mismo lugar del primer encuentro con Rebeca, y se deleitó contemplando el mar, casi ya en la oscuridad, y decidió retirarse, cenar o por lo menos intentarlo, y mantenerse despierto toda la noche, y esperar a ver si ocurría lo de las noches anteriores. Preguntó a Maruxa por si había noticias de Antón, pero ella negó, mirándolo con preocupación…Nada, Antón no había regresado todavía. Se retiró, e intentó mantenerse despierto encima de la cama, releyendo su novela, y apurando una botella de ron que ya tenía empezada para ahuyentar a los vapores del infierno, pero cayó en un profundo sopor, que lo llevo de nuevo a sentir ese intenso aroma que lo arrastraba tras de sí, casi que lo engullía, y de nuevo, ese compulsivo balanceo de un mundo real a otro de profunda y fantasmagórica fantasía, cada vez más intensa, cada vez más penetrante de agónica sensación, en esta ocasión, la angustia se entremezclaba con desafiante deseo impúdico que lo conducía entre infernales imágenes de demoníacas alegorías flamígeras y sulfurosos aromas de nuevo a intensa maresía, a sonidos de estrépito de un océano agitado y castigador del que emergían siniestras figuras nacidas de las brumas de la tempestad, y de entre ellas, la embriagadora forma modelada de tacto suave y fascinante, de la cristalina mirada de Rebeca, que lo impregnaba hasta hacerle penetrar por cada uno de los poros de su piel.





El Monasterio de Santa Clara está ubicado en la judería de Jaén, y don Pedro Valenzuela, el Capitán del Virgen de los Desamparados, había acudido hasta allí desesperado, y en un estado lamentable, pero después de varias noches de paz y absoluta tranquilidad, parecía que el súcubo le había dado una tregua, y Don Pedro a pesar de que se encontraba ahora en alerta, experimentaba una notoria mejoría. Culpaba de aquellas terribles penurias a la falta de la fe, que había descuidado un poco en aquellas largas travesías por los mares, y a su terrible pena, pues había perdido a su esposa precisamente en mitad de una de aquellos viajes, y se culpaba por ello, pero ahora, dentro de los muros de aquella casa de oración y recogida, parecía resurgir de nuevo, paseando por aquel patio claustral, dando gracias al Santísimo Cristo de las Misericordias, al que las monjas de clausura eran muy devotas, pero pronto, aquella misma noche, el hado disfrazado a la sombra de la serenidad, daría muestras de la perseverancia de una diabólica misión.


Alfonso se despertó al sonido de las campanas de laudes, completamente descompuesto. Un sudor frío impregnaba su cuerpo. Había vuelto a ocurrir, esta vez, si cabe, con mayor intensidad que ninguna de las veces anteriores. Se vistió, y salió como un alma en pena de la habitación…Maruxa se acababa de levantar para ir preparando las comidas y las tareas propias y necesarias de la posada, y lo vio salir. La mañana pintaba de un gris oscuro poco alentador, pero lo vio alejarse en silencio. Salió tras él.

-Don Alfonso, por el amor de Dios, ¿dónde va usted?. No tiene buena cara, ande, entre en la posada, y en un momento le preparo un buen desayuno que le quita a usted todos los males, vamos don Alfonso, por favor, hágame caso.

Alfonso no se detuvo ni a atender a la mujer, y se limitó a seguir su camino diciendo:

- Mis males dice…mis males sólo tienen una cura, y a por ella voy.


La mujer se quedó mirándolo, mientras continuaba en dirección a la ermita y al faro. Llegó a cierto lugar poco antes del faro, y justamente empezó a llover esa lluvia fina tan característica en aquellos lares, pero siguió adelante y de pronto, la vio. El mar estaba embravecido, y las olas salpicaban esa fragancia a maresía. La llamó por su nombre, y se volvió…su rostro había cambiado, y desprendía una especie de imagen sobrecogedora, casi espectral.


-Rebeca, la he estado buscando, tenemos que hablar…


Se quedó mirándolo fijamente, mientras Alfonso se iba acercando hasta la rompiente donde la mar azotaba con intensidad, y parecía invitar a atravesar el camino que separa el mundo terrenal del mismo infierno, y perderse en las brumas del delirio. Ese aroma otra vez. Lo podía sentir cada vez de forma más intensa mientras se aproximaba a Rebeca. Ella, lo cogió de repente de la mano, y pudo oler ese aliento penetrante que lo arrebataba, y lo transportaba a ese inframundo recóndito donde la voluntad se rinde, y se sumerge en el abismo de las sensaciones prohibidas, de las fragancias que usurpan por la fuerza la voluntad de los sentidos, los sabores vedados a la fragilidad del hombre, un mundo oscuro de emociones desconocidas que arrastran a las almas con una fuerza indomable de gemidos y susurros de voces desconocidas en un idioma ininteligible, arcaico más que la propia humanidad, sazonado con ese sabor intenso a especias de mar y paladar de pecado que lleva al extremo a los otros tres sentidos, menos al de la vista, que la condena a la ceguera de discernir lo real, de la fantasía prohibida.


-No te acuerdas de mí… ¿verdad?. Yo no soy Rebeca, mi nombre es Abrahel. Escribes tu misma historia sin reconocer que ya la has vivido, y estás condenado a vivirla una y otra vez, a volverla a escribir de nuevo, a repetirla en la eternidad, hasta que arranque tu alma, como ya lo hice con otras muchas antes, y después. Ya me conociste en aquel Galeón, el Virgen de los Desamparados…Aquello fue en otra vida, en otro tiempo, pero conseguiste escapar masticando aquella ponzoña venenosa que te arrancó la vida, y me privó de devorar tu alma condenada, pero te equivocaste, y por eso has vuelto de nuevo a mí. Cortaste tu vida antes de culminar el momento preciso, no supiste esperar mi llegada, no soportaste mi presencia, ni la fuerza sublime de mi posesión. Ahora, en este mismo lugar y en este mismo momento, caerás víctima de mi seducción, y entregarás tu alma a mi voluntad. Por eso has llegado hasta aquí, porque ahora es el momento oportuno de mi llamada.


Alfonso, cayó de repente en la cuenta, y pensó en arrojarse a aquel acantilado y perecer aplastado contra las rocas, o ahogado por la tempestad, para poder tener la oportunidad de volver a la vida, y recordar de nuevo la solución a aquella condena de la que hablaba el Súcubo. De pronto, tras de sí, dos voces pronunciaron su nombre. Se dio la vuelta al tiempo que Rebeca, o Abrahel, o lo que fuera aquel espectro, desaparecía entre las brumas espumosas de las olas, y se hizo la oscuridad.





El sol entraba con fuerza a través del amplio ventanal, e iluminaba las sucias paredes de la habitación. En una pizarra a la cabecera de la cama, quedaban anotadas las pautas de la medicación a suministrar, además de otras circunstancias a tener en cuenta. Una desvencijada mesilla flanqueaba el lecho, en cuya encimera se encontraba un manuscrito, y un jarrón de agua, además de un vaso, y otro jarrón con unas flores olvidadas ya marchitadas por el tiempo. Un crucifijo en la cabecera era el testigo silencioso de lo escaso de evangelio que reinaba en aquel lugar. Alfonso abrió con desgana los ojos por primera vez, después de varios días luchando contra la vida, con el único deseo de que se lo llevara la muerte, pero como siempre, su destino jugaba una vez más con las cartas del triunfo de la derrota.


-Por Dios, ya se ha despertado usted, qué buena noticia y qué alegría se van a llevar sus familiares. No se preocupe ni se asuste usted, se encuentra en el mejor de los hospicios, soy sor Lucía del Sagrario, y soy la ayudante de su cuidadora personal, la que se encarga de suministrarle las medicinas y el alimento necesario para su mejoría. Ella vendrá enseguida, ahora mismo está abajo, reunida con sus familiares. Ellos vienen todos los días a interesarse por sus progresos, no se preocupe que voy a darle la buena hora.


Se dio cuenta de que se encontraba literalmente atado a la cama, no podía mover los brazos, sujetos con sábanas, y el torso, con una especie de correa. No le resultaría muy difícil desligarse si ponía algo de empeño, pero intentó mantenerse tranquilo hasta averiguar lo que ocurría allí. Su mente intentaba recordar, pero no podía hacerlo más allá de aquel momento en que perdió la conciencia. Tampoco sabía el tiempo que llevaba allí, ni el lugar en el que se encontraba, pero su cabeza empezó a trabajar con sorprendente rapidez, tal vez, la necesaria para conservar al menos un rango aceptable de cordura. De pronto, los vio entrar…eran Antón, Elisa, el hermano de Alfonso, Luis, y un caballero que no conocía. El estallido del llanto de Elisa le hizo de repente recordar algo más…Las voces antes de que llegara la oscuridad, eran las de Elisa y del bueno de Antón.


-Gracias a Dios, Alfonso, pensábamos que te perdías para siempre…¿Cómo te encuentras?. Antón vino a buscarme, me entregó tu carta, y pudimos llegar a tiempo en el momento en que intentabas lanzarte al vacío de la muerte, y la fortuna quiso que perdieras el conocimiento en ese mismo instante. Fue Maruxa quien nos informó de tu posible paradero, y damos gracias al Altísimo que llegáramos a tiempo. Has estado muy enfermo…Le hice llegar a Luis el recado, y esta misma mañana a llegado hasta aquí. Este caballero es mi marido, Alberto Mateo, ya te hablé de él, y nos hemos casado recientemente, y es quien conocedor de mi cariño y amistad por ti, el que se ha preocupado de encontrar este Sanatorio al que te hemos traído momentáneamente, hasta que pronto, sanen tus males, y te podamos llevar de nuevo a casa.





Alfonso se miraba los brazos sujetos con aquellos correajes y sábanas, y preguntó dónde estaba, y si aquello era tan necesario, a lo que le contestó Elisa que se encontraba en un reciente hospital, parte de un monasterio, en Santiago de Compostela, que se llamaba Conjo, y que estaba recientemente estrenado con los últimos avances en la ciencia y que…Alfonso la interrumpió:


-Estoy en un internado para locos…


Rápidamente fue la propia Elisa quien solicitó que le aliviasen las ataduras, y le explicó que su marido, allí presente, era Médico, y conocedor de los males que le torturaban, se decidió por pasar unos días en aquel sitio, para ver cómo reaccionaba con una nueva medicación que lo relajara y llevara de nuevo a seguir una vida normalizada. Elisa rompió a llorar, al no poder soportar el peso de la situación, y salió de la habitación, acompañada por Alberto, su marido…fue Luis, el hermano de Alfonso, quien le explicó con más calma que pronto saldría de allí, y que estaba bajo el cuidado de las mejores manos, pues se ocuparía de sus cuidados una monja especialista en estas tares y cuidados especiales recién llegada de Madrid, de un convento de hermanas clarisas, y que atendía al nombre de Sor Rebeca de la Santísima Trinidad. Alfonso se quedó visiblemente conmocionado, y desvió su mirada hacia la mesilla contigua, donde estaba el manuscrito.


-Ah, no te preocupes Alfonso, ahí está el manuscrito de tu novela, podrás terminar pronto tu trabajo en ella, supongo, y por cierto, he estado leyendo un poco, con tu permiso, y me parece una historia muy interesante, y tengo muchas ganas de que te pongas bien, que será pronto, y la termines, para poder leerla. Ahora nos marchamos, y enseguida vendrá tu cuidadora a darte la atención que necesitas, puesto que ya has recuperado la conciencia, y eso es muy buena señal.


Antón, que no había dicho nada hasta entonces, no quiso hacerlo ahora tampoco, y se limitó a darle un abrazo de despedida, y ambos salieron en silencio de aquella habitación. Alfonso conocía bien el nombre de aquella monja, porque era el mismo que la que había atendido al Capitán del Virgen de los Desamparados en su novela. Densos nubarrones ensombrecieron de nuevo su mente, y entonces empezó a delirar, armando un pequeño alboroto, y de inmediato entró en la habitación…Era inconfundible, dejaba asomar aquel pelo cobrizo, y aquella mirada de ojos claros, profundos, directos, y esa medio sonrisa que sólo un demonio es capaz de mostrar en todo su esplendor, dejando ese aroma en el ambiente a mezcla entre lo dulce, lo amargo, y la perdición del Tártaro con el peso de la condena a la eternidad…Rebeca. Ella no dijo nada, se limitó a acercarse a su rostro, y susurrarle algo con aquel aliento inconfundible a maresía, a tentación, a mar y a salitre, a bruma que condiciona el espíritu, a marejada de humedad volandera cargada de sensaciones siniestras y turbulentas de brillo verde azulado, a palabras que navegan por el océano de los sentidos de ida y vuelta, aroma de tierra sedienta, a Petricor , ese nombre dado al olor que se produce al caer la lluvia en los suelos secos y en los corazones solitarios hambrientos de impresión y conmociones desconocidas, bajo el oscuro manto del anochecer. Rebeca cogió de la mesilla el manuscrito, se lo llevó al palpitante pecho, aspiró profundamente su olor a tinta y papel, lo apartó, y mirando a Alfonso directamente a los ojos,  pronunció el título…El aliento de Abrahel.

Aingeru Daóiz Velarde.-











 



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