UN ATARDECER EN COMILLAS
La desolada
mirada de una antigua mansión abandonada, donde la naturaleza devora el entorno, y va tomando de nuevo posesión de lo que en su día fue suyo, abre el recuerdo
de un viejo columpio oxidado en el tiempo, que nos observa en silencio evocando
las risas de un canto infantil que en la memoria despiertan de nuevo las
alegres sensaciones que en la niñez, daban paso al primer amor de verano.
Dejando atrás
la elipsis de la prosa de un llanto contenido, avanzaba de nuevo a la siniestra
del camino, acometiendo la subida final al destino de nuestro reencuentro, más
allá del tiempo, más allá del espacio, más allá del anhelo por remediar otra
vez la angustia saboreando de nuevo el aliento de su recuerdo en mis labios,
con la imperecedera imagen de un encendido rubor en sus mejillas, testimonio
claro de la pureza del alma, robada en la oscura noche de un otoño fatal, en el
que un arrebato de ira me hizo alejarme del mundo aborrecido, maldiciendo la
suerte y a Dios, condenado a la pena de la oscuridad perpetua, y a la
sempiterna tristeza del recuerdo y la añoranza del amor robado por la muerte…
Un ángel preside la cúspide
de un atardecer en el cantábrico como si de un guardián perpetuo se tratase, testigo silencioso de una pasión prohibida, símbolo a su pesar de un abismo sin
fondo, a la espera de un apocalipsis que nunca parece llegar.
En mi compañía, la hermosura de un corazón al que jamás podré
desvelar mi secreto, vestida de negro, pelo corto recogido con gracia, falda larga
que deja asomar la elegancia de la imaginación, y cuya mirada triste, se
desgarra entre el silencio y las sombras de la melancolía.
Al final de la tarde,
cuando el sol empieza a bostezar, busco algún sitio alejado del
cementerio donde juntos, podemos ver la magnitud del guardián y de
fondo, el mar. Una Fotografía espectacular y sobre todo, un sitio
perfecto para disfrutar de las vistas y quizá para darle vueltas a algún
pensamiento, o a lo mejor, para buscar una respuesta ante el dulce sabor del silencio,
ese mismo silencio que nos ensordece el alma, cómplice compañera de nuestra
propia soledad, silencio sepulcral que solo
es quebrado por el romper de las olas en la costa cercana.
Azrael nos
observa sin fijar su mirada, consciente sabedor del destino, y de la
importancia del sabor de la vida, que nos empecinamos en vivir como si nunca
tuviera final, sin detenernos a degustar el placer de su caricia. Abadón, al
otro lado del abismo, espera el pago de
un pacto con el demonio, por haberme dado de nuevo la oportunidad de volver a
revivir el recuerdo por una última vez.
Desde lo más profundo de mi
pensamiento , observo en gótico la representación de los elementos
desordenados de la esencia del hombre, casi poco dignos, dotados de escasa
racionalidad y sentido, en contraposición con la magnífica esencia del amor,
que a menudo el humano ser, suele asociar al morboso y siniestro sentido
animal del deseo y la brutal posesión, y pasea por mi mente una trama que
se desarrolla en la imaginación, y en la cual, me atrevo a confesar el
sentimiento que me arde por dentro, ante la mirada de una lágrima que resbala
por la mejilla y me ahoga la razón, en un paisaje, cuyo único
testigo mudo son los muros pétreos del cementerio, elemento arquitectónico fundamental,
del que exhala una atmósfera de misterio y profecía final que marcará el
devenir de una pasión reprimida, proscrita por las circunstancias de la vida, y
que la persona amada, a la que me he atrevido a brindar una flor prohibida,
jamás llegará a conocer.
El choque brutal de la
apasionada ambientación romántica, y el lúgubre paisaje de la tenebrosidad de
las ruinas, me hacen mirarla a los ojos, cuyos pasadizos secretos que conducen
a la profundidad de su alma, me condenan a la tortura perpetua del mudo
silencio, y la cobarde conmiseración de la sufrida conformidad, de una mirada
fotografiada en la espesura de un marco de plata en la soledad de un sepulcro.
El ocaso se tiñe ya más de
tiniebla, y mis pensamientos enredados en los cabellos del recuerdo, luchan a
muerte por salir al encuentro de la luz, o buscar a escondidas un rincón donde
escribir un epitafio en el que la desolación y el desamor no se vuelvan a mirar
jamás a los ojos.
El estruendo de
un relámpago en la lejanía, es la señal de aviso de que ha llegado la hora de
pagar mi deuda con el dueño del tártaro, y va evaporándose de nuevo la imagen
de la razón de mi regreso a estos lares olvidados y repudiados, para poder de
nuevo gozar del último suspiro de la esperanza, en un nuevo reencuentro en el
más allá, donde la crueldad del destino no nos vuelva a separar jamás.
En el perfil de
su cuello en mi memoria, cuelga el presente del último verano de nuestra promesa,
como carta jurada de nuestra unión , antes de que la tragedia marcará
para siempre un hito en el destino de nuestras vidas, y la inmisericorde dama de
la triste guadaña segará de un tajo la esperanza de un nuevo amanecer.
Dirigiendo mis
pasos a la soledad en la lejanía de un acantilado balcón del mar, aspiro por
última vez el soplo del viento que empieza a anunciar la galerna en la noche, y
lanzo mi cuerpo al vacío de su recuerdo, seguro, decidido, ciego y resuelto a
terminar para siempre con la angustia perenne de su evocación, pero de pronto,
algo me retiene asido a mi espalda, y un llanto apagado sujeta mi brazo,
asiendo con desesperada fuerza mi hombro, y mi destino…me vuelvo hacia atrás en
señal de desesperada protesta, y su imagen se presenta de nuevo, pálida como la
faz de la luna que empieza a asomar, hermosa como siempre, cálida como nunca, y
sin palabras, me conmina a mantener de nuevo vivo su recuerdo un año más, en un
nuevo lustro de su memoria en mi soledad.
Como si de un descuido
silente del hado se tratara, la discordia entre la fantasía y la realidad
termina con la única decepción predecible de una fatal profecía, y un destino roto
ante la inmutable mirada del Ángel Exterminador.
Aingeru Daóiz Velarde.-
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