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domingo, 3 de noviembre de 2019

UN ATARDECER EN COMILLAS



UN ATARDECER EN COMILLAS


La desolada mirada de una antigua mansión abandonada, donde la naturaleza devora el entorno,  y va tomando de nuevo posesión de lo que en su día fue suyo, abre el recuerdo de un viejo columpio oxidado en el tiempo, que nos observa en silencio evocando las risas de un canto infantil que en la memoria despiertan de nuevo las alegres sensaciones que en la niñez, daban paso al primer amor de verano.


Dejando atrás la elipsis de la prosa de un llanto contenido, avanzaba de nuevo a la siniestra del camino, acometiendo la subida final al destino de nuestro reencuentro, más allá del tiempo, más allá del espacio, más allá del anhelo por remediar otra vez la angustia saboreando de nuevo el aliento de su recuerdo en mis labios, con la imperecedera imagen de un encendido rubor en sus mejillas, testimonio claro de la pureza del alma, robada en la oscura noche de un otoño fatal, en el que un arrebato de ira me hizo alejarme del mundo aborrecido, maldiciendo la suerte y a Dios, condenado a la pena de la oscuridad perpetua, y a la sempiterna tristeza del recuerdo y la añoranza del amor robado por la muerte…


Un ángel preside la cúspide de un atardecer en el cantábrico como si de un guardián perpetuo se tratase,  testigo silencioso de una pasión prohibida, símbolo a su pesar de un abismo sin fondo, a la espera de un apocalipsis que nunca parece llegar.




En mi compañía,  la hermosura de un corazón al que jamás podré desvelar mi secreto, vestida de negro, pelo corto recogido con gracia, falda larga que deja asomar la elegancia de la imaginación, y cuya mirada triste, se desgarra entre el silencio y las sombras de la melancolía.

Al final de la tarde, cuando el sol empieza a bostezar, busco  algún sitio alejado del cementerio donde juntos, podemos ver la magnitud del  guardián y de fondo,  el mar. Una Fotografía espectacular y sobre todo, un sitio perfecto para disfrutar de las vistas y quizá para darle vueltas a algún pensamiento, o a lo mejor, para buscar una respuesta ante el dulce sabor del silencio, ese mismo silencio que nos ensordece el alma, cómplice compañera de nuestra propia soledad, silencio sepulcral que solo es quebrado por el romper de las olas en la costa cercana.


Azrael nos observa sin fijar su mirada, consciente sabedor del destino, y de la importancia del sabor de la vida, que nos empecinamos en vivir como si nunca tuviera final, sin detenernos a degustar el placer de su caricia. Abadón, al otro lado del abismo, espera  el pago de un pacto con el demonio, por haberme dado de nuevo la oportunidad de volver a revivir el recuerdo por una última vez.



Desde lo más profundo de mi pensamiento , observo en gótico la representación de  los elementos desordenados de la esencia del hombre, casi poco dignos, dotados de escasa racionalidad y sentido, en contraposición con la magnífica esencia del amor, que a menudo el humano ser,  suele asociar al morboso y siniestro sentido animal del deseo y la brutal posesión, y pasea por mi mente  una trama que se desarrolla en la imaginación, y en la cual, me atrevo a confesar el sentimiento que me arde por dentro, ante la mirada de una lágrima que resbala por la mejilla y me ahoga la razón, en un paisaje,   cuyo único testigo mudo son los muros pétreos del cementerio, elemento arquitectónico fundamental, del que exhala una atmósfera de misterio y profecía final que marcará el devenir de una pasión reprimida, proscrita por las circunstancias de la vida, y que la persona amada, a la que me he atrevido a brindar una flor prohibida, jamás llegará a conocer.




El choque brutal de la apasionada ambientación romántica, y el lúgubre paisaje de la tenebrosidad de las ruinas, me hacen mirarla a los ojos, cuyos pasadizos secretos que conducen a la profundidad de su alma, me condenan a la tortura perpetua del mudo silencio, y la cobarde conmiseración de la sufrida conformidad, de una mirada fotografiada en la espesura de un marco de plata en la soledad de un sepulcro.

El ocaso se tiñe ya más de tiniebla, y mis pensamientos enredados en los cabellos del recuerdo, luchan a muerte por salir al encuentro de la luz, o buscar a escondidas un rincón donde escribir un epitafio en el que la desolación y el desamor no se vuelvan a mirar jamás a los ojos.

El estruendo de un relámpago en la lejanía, es la señal de aviso de que ha llegado la hora de pagar mi deuda con el dueño del tártaro, y va evaporándose de nuevo la imagen de la razón de mi regreso a estos lares olvidados y repudiados, para poder de nuevo gozar del último suspiro de la esperanza, en un nuevo reencuentro en el más allá, donde la crueldad del destino no nos vuelva a separar jamás.

En el perfil de su cuello en mi memoria, cuelga el  presente del último verano de nuestra promesa, como carta jurada de nuestra unión , antes de que la tragedia marcará para siempre un hito en el destino de nuestras vidas, y la inmisericorde dama de la triste guadaña segará de un tajo la esperanza de un nuevo amanecer.



Dirigiendo mis pasos a la soledad en la lejanía de un acantilado balcón del mar, aspiro por última vez el soplo del viento que empieza a anunciar la galerna en la noche, y lanzo mi cuerpo al vacío de su recuerdo, seguro, decidido, ciego y resuelto a terminar para siempre con la angustia perenne de su evocación, pero de pronto, algo me retiene asido a mi espalda, y un llanto apagado sujeta mi brazo, asiendo con desesperada fuerza mi hombro, y mi destino…me vuelvo hacia atrás en señal de desesperada protesta, y su imagen se presenta de nuevo, pálida como la faz de la luna que empieza a asomar, hermosa como siempre, cálida como nunca, y sin palabras, me conmina a mantener de nuevo vivo su recuerdo un año más, en un nuevo lustro de su memoria en mi soledad.






Como si de un descuido silente del hado se tratara, la discordia entre la fantasía y la realidad termina con la única decepción predecible de una fatal profecía, y un destino roto ante la inmutable mirada del Ángel Exterminador.

Aingeru Daóiz Velarde.-





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