LA EDAD DE LA INOCENCIA
La edad de la inocencia, el amor cautivo de sí mismo,
ese que ayer conocimos tras la distancia de una mirada escondida en la lejanía,
hoy, convertido en el reflejo de un
recuerdo, en un sueño dormido que a veces despierta cuando el sabor de la vida
se hace amargo, o demasiado difuso y oscuro el tiempo de la soledad.
La edad de la inocencia, un susurro vestido de largo
tras los rosales del jardín de la ingenuidad, la promesa de un regalo mágico al
atardecer del mañana, la ausencia de aquellos viernes con el anhelo impaciente
de que llegara pronto un nuevo lunes para volverte a ver, la edad de la
inocencia, aquella que aceleraba de pronto el ritmo infantil del corazón,
momentos antes de que pronunciaras mi nombre, tras el muro en el que tantas veces lloré la
amargura de tu despedida.
Aquel clandestino encuentro de un crepúsculo
cualquiera, horadó para siempre el frágil músculo de mi corazón, para anillarlo
y sujetarlo de cadenas eternamente, en loor de tu memoria, mi primer amor.
La evocación de los tirabuzones de tu pelo negro de
media melena, que con descaro rozaban tus hombros, y apuñalaban a traición mi
timidez, todavía hoy me hacen perder el sentido, y me quedo un rato, como aquel
entonces, ensimismado, escuchando la música de tu voz.
Una promesa, un medroso roce de nuestras manos, un para
siempre, aquel pajarillo que te regalé, aquella rosa que con una caricia me ofrendaste,
y que todavía guardo disecada en el libro de cuentos que tantas veces juntos,
pudimos vivir, soñar, y leer.
La edad de la inocencia, aquella luna, que caprichosa
empujaba a la tarde para vestirla de anochecer, separaba nuestro mundo, pero
unía nuestras fantasías e ilusiones que nos llevaban a añorar pronto la nueva
salida del sol del amanecer.
Quien volviera a verte, inocencia, quien a sentirte de
nuevo, a vivirte, a respirar tu limpieza, el aroma de la ingenuidad, el candor
de la tibieza, la pureza del primer
sentimiento que justifica y da la razón al deseo de volver a sentir el calor y
el color de aquella primavera otra vez.
La edad de la inocencia, hoy, la retengo en mi memoria
como un tesoro más que valioso, inestimable,
único, casi más que precioso, tanto como desprecio tu ausencia, y este ingrato
mundo al que no pertenezco, y me ha tocado vivir.
La edad de la inocencia, el susurro apagado de un te
quiero en la despedida, una mano levantada al viento y un adiós, como un te
espero en la eternidad, que reza la losa que guarda mi angustia, y el pesar de
que me falta el valor para arrancarme la vida, y volverte de nuevo a encontrar.
Aingeru
Daóiz Velarde.-
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