EL CADÁVER ERRANTE DE FELIPE EL HERMOSO.
Cuadro Doña Juana "la Loca",1877, de
Francisco Pradilla y Ortiz. Museo del Prado, Madrid.
El lienzo despliega la más bella
visión romántica de la figura de la reina Juana I de Castilla (1479-1555);
personaje en cuya historia se reunían, bajo la alta dignidad de su condición
regia, aspectos tan especialmente atractivos para el espíritu decimonónico como
la pasión arrebatadora de un amor no correspondido, la locura por desamor, los
celos desmedidos y la necrofilia. Pintado en Roma como tercer envío de
pensionado de la Academia de España, su exposición pública en la Ciudad Eterna
en mayo de 1877 no hizo más que prologar el desbordante éxito que la pintura
obtendría después. Ejecutado con la extraordinaria maestría plástica de que
Pradilla hizo gala a lo largo de toda su vida, es sin duda alguna uno de los
cuadros más cautivadores e impactantes del género; razones en las que reside
buena parte de su bien merecida fama y del clamoroso éxito con que fue acogido
en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1878. A punto de terminar el año
1506, comenzó el viaje de Juana la Loca con el cuerpo embalsamado de su esposo
por Castilla.
El
cadáver errante en el que se convirtió Felipe el Hermoso iba en un carruaje
tirado por cuatro caballos, sin destino. Deambulaban hasta llegar a algún lugar
donde doña Juana
obligaba a que hubiese siempre una guardia de nobles velando el cadáver. El amor de Juana por su esposo llevó a ordenar la
apertura del ataúd en varias ocasiones para comprobar la belleza del hombre con
quien se casó y besar los pies del cadáver. Solo ella poseía la llave del
féretro, que llevaba colgada de su pecho.
Juana no quería escuchar de alojarse en lugares más
importantes porque decía que era "mujer
de un solo amor y su castidad le obligaba a buscar pueblos pequeños y
apartados. Fue en el camino entre Torquemada y Hornillos cuando
encontrándose con un convento de monjas, se imaginó Doña Juana que éstas
querían robarle el cuerpo de su marido…Montó en cólera, ya que no soportaba que
ninguna mujer se acercase a su marido, ni vivo, ni muerto. Ese día, los
sufridos cortesanos no tuvieron más remedio que acampar a la fresca, y es de
tener en cuenta la crudeza del invierno en Castilla.
Esta es precisamente la escena que pinta Pradilla
en este impresionante cuadro. La reina ha hecho parar a la enorme comitiva a
las afueras del monasterio para rezar ante los restos su marido.
La joven
reina centra la composición dominando poderosamente la escena, erguida en pie
delante de su sencillo asiento de tijera cubierto por un almohadón. Viste traje
de grueso terciopelo negro, ocultos sus cabellos con tocas, como corresponde a
su condición de viuda. Con la mirada completamente enajenada, el perfil de su
vientre acusa su avanzada gestación de la infanta Catalina de Austria
(1507-1578), y muestra en su frágil y menuda mano izquierda las dos alianzas
que testimonian su viudedad. Impasible al frío estremecedor del desolado paraje
en que se ha detenido la comitiva, apenas sofocado por la improvisada hoguera
prendida junto a ella, la soberana vela el féretro de su amado esposo, que
había muerto el 25 de septiembre de 1506.
Pradilla
demuestra en esta pintura su habilidad absolutamente maestra en la utilización
escenográfica del espacio exterior y su sentido rítmico y perfectamente
equilibrado de la composición, estructurada en aspa y envuelta en la plenitud
atmosférica del paisaje abierto en que se desarrolla el episodio. Junto a ello,
su puesta en escena está resuelta con un especial instinto decorativo en la
representación de los diferentes elementos accesorios, así como en el
tratamiento de las indumentarias y, sobre todo, de los elementos orográficos y
atmosféricos que refuerzan la tensión emocional del argumento, subrayada por la
intensidad expresiva de los personajes. El artista transmite perfectamente la sensación de
frío mediante el cielo gris, el humo de la hoguera y el fuerte viento que agita
las llamas de los cirios y las ropas de los personajes. Juana, vestida de
negro, se ha levantado del taburete y mira fijamente hacia el ataúd, ajena a
las inclemencias del tiempo y al malestar de sus acompañantes. Para aumentar el
patetismo de la figura de la reina, Pradilla la ha pintado embarazada, a pesar
de que por aquel entonces la niña ya había nacido (tuvieron que detenerse
varias semanas en Torquemada para que pudiese dar a luz). La extraordinaria
variedad de las expresiones de hartazgo, aburrimiento, cansancio o paciencia de
los nobles, criados y clérigos que la rodean.
Todo ello está interpretado con un realismo
intenso, de ejecución vigorosa y segura, con un toque justo y certero, atento
al dibujo definido y riguroso pero de técnica libre y jugosa, plenamente
pictórica, con la que este maestro cuajó un lenguaje plástico enteramente
personal, que llegaría a ser bautizado en la época como estilo Pradilla; reflejo en realidad del realismo internacional
vigente en el género histórico en toda Europa en el último cuarto del siglo, y
que a partir de entonces siguieron incondicionalmente la mayoría de los
pintores de historia de esos años.
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