sábado, 8 de enero de 2022

EL FINAL DEL BAILE

 

EL FINAL DEL BAILE

 Rogelio de Egusquiza. (1879)




Rogelio de Egusquiza, uno de los pintores españoles más célebres del siglo XIX, comenzó a trabajar con el pintor académico Leon Bonnat y, a partir de entonces, disfrutó de una carrera muy exitosa. Finalmente se mudó a Italia, donde se convirtió en una figura central de la colonia artística española, íntimamente relacionada con el círculo de artistas españoles que incluía a Mariano Fortuny y los hermanos Madrazo. Colaboró ​​con éxito con el pintor italiano Mariano Fortuny y su estilo se volvió más colorido y preciso como resultado.
En Italia también conoció al compositor Richard Wagner y desarrolló una amistad que tuvo una influencia importante en sus obras posteriores más grandilocuentes y trágicas.

El precioso vestido rosa rubor, entallado en la cintura, de corte largo y vuelo en los bajos, adornado elegantemente con rosas de diferentes tonalidades especialmente para la ocasión, dan el color a la imagen principal del cuadro, secundada por la figura masculina, elegante, en la que se adivina un pantalón de pinzas al uso, con camisa  bordada y chaqueta de final de siglo abierta, de color oscuro, que da paso y figura a la exquisitez del vals cruzado, cuyo paso previo al giro de molinete, da elegancia a la posterior caminada normal, y luego también cruzada, primero de izquierda, derecha, y centro.  A la derecha de la imagen, un conjunto floral que complementa la belleza de la imagen, en cuyo fondo, dos damas descansan retocando una de ellas el pliegue de su vestido, a la luz de una lámpara de mesa.


El presente trabajo revela al artista en el apogeo de su habilidad, tanto compositiva como estilísticamente. Vestida con el traje tradicional del siglo XIX, la pareja está representada bailando un vals, una danza popular de finales de siglo.

El artista combina la representación de una mujer elegantemente vestida con hermosas rosas y la atmósfera de la Belle Epoque.

Desde su visión de la sala, Egusquiza puede concentrarse no solo en los animadores en primer plano, sino también en lo que está sucediendo detrás de la escena. Como tal, el ojo del espectador se dirige hacia la parte posterior de la sala y más allá de la actividad detrás de las cortinas.


Los pies de la dama, casi parecen flotar, y su torso, descansa en el masculino hombro, en el cual, apoya al tiempo su brazo izquierdo, dejándose llevar en la nube de danza que escenifica el sonido envolvente y embriagador, casi divino, del Vals número dos de Dimitri Shostakovich.


Las luces y sombras, son perfectas para la ocasión. El encanto que brinda el aroma de la música, y la fragancia dulce y penetrante a jazmín de la dama, a cuyo vapor embriagador, sucumbe el caballero en un éxtasis que le arropa a conducir los pasos, con la dulzura y suavidad de un ensueño con la elegancia que requiere el alma al son del compás, llenan la escena de esa plenitud de colores que sólo la imaginación de los amantes es capaz de captar. 


La tela suave y densa del bajo femenino, vuela al viento del movimiento magistral de lado, como si de una nube de pétalos se tratara, y el brazo derecho, suave como la seda del paño que viste, se deja conducir por el sereno movimiento del izquierdo del caballero embelesado por la música, y la belleza que atraviesa su alma, aferrada a él, como si formaran un conjunto de una misma pieza de arte sublime.


La escena, en su conjunto, se centra casi entre dos luces, al final de un salón que se entiende repleto, y se adivina en un silencio, una frase, cuya tonalidad en do menor, proporciona la elevada sensación que junto a los acordes de la música, dan ese momento de magia a la escena, en la que el alma de los dos bailarines,  alcanza su máximo esplendor.

Un movimiento de sístole, y otro de diástole, intensifican si cabe el suspiro del alma que esperaba desde un atardecer cualquiera en el tiempo, quizás la declaración de intenciones, la promesa, la palabra de honor que diera comienzo al albor de la ilusión con el color de las pinceladas limpias de un contacto de manos al son de una danza.


¿Quién fuera capaz, de pintar el arte del sentimiento más profundo de la humanidad?, ¿quién fuera capaz, de escenificar el arte de una baile de miradas sin mirar, y una declaración escondida en su acorde perfecto?...Aquel quien, capaz de soslayar la ilusión que lo conduce a la muerte fatal del romanticismo, es capaz de adivinar con palabras, seguidas de frases, los efluvios de lo que el corazón, sólo es capaz de sentir, al son de un sonido de vals.


Aingeru  Daóiz Velarde.-

 

 


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