viernes, 1 de enero de 2021

LA ÚLTIMA ESPERANZA.

LA ÚLTIMA ESPERANZA. 

La casa diminuta, está compuesta de una pequeña estancia, como única dependencia de una vivienda, donde la humildad, la entrega y el esfuerzo diario por robarle el sustento a la tierra, componen el pan de cada amanecer, que untado en la sopa de la estrechez aplaca el hambre del día, pero hoy, no es una mañana habitual. La escasa cosecha, no había sido buena, pero había dado casi lo suficiente para salir arañando a la vida un suspiro más de aliento, un hálito que habría regalado e insuflado Miguel para ver de nuevo la luz en los ojos de la pequeña María, y apartar la sombra de la pavorosa enfermedad que llevaba ya seis días y sus noches amenazando con abrir las puertas a la expiración, bajo el manto negro y siniestro de la muerte, que con sus huesudas garras, pretendía arrancar con su desgarro fatal, no solo una vida que apenas acababa de empezar, sino convertir en más miseria y desaliento lo poco de ilusión que albergaba el corazón entregado de unos padres abocados al sacrificio, Miguel, y Edelvina… 



Edelvina se había percatado hacía ya un par de semanas, de aquellos accesos de calenturas tercianas y de esa falta de entusiasmo en los juegos de la pequeña María, alma y aroma de la casa y del corazón abnegado de sus padres, pero la distancia de la ciudad, y la falta de peculios para recurrir a un médico le habían obligado a utilizar los medios que desde su niñez había aprendido para combatir las dolencias comunes de aquellos a quienes la miseria y la obligación, les otorgaba el don del ingenio de la naturaleza y sus recursos, para salir de las cuevas de la afección y la enfermedad, pero en los últimos días, el episodio había ido a peor. Miguel, que ya desde antes del canto del gallo rasguñaba la dureza de la tierra y escrutaba en el entorno la forma y el camino para llevar el sustento a su casa, maldecía en silencio su desamparo, con la resignación y fe puestas en la esperanza, pero con el pensamiento recelando en la angustia y el terror de la tragedia, un pensamiento que procuraba ahogar en la turbación desesperada del silencio en las noches de llanto de la pequeña María, y los desvelos que le procuraba la consternación, mirando al techo bajo cuyas vigas de madera descubiertas, parecían resquebrajarse y desplomársele encima, aplastando lo poco que le quedaba de ánimo y consuelo para su alma. La casa entera se le venía encima, una casa donde reinaban la escasez y la modestia, y en la que Edelvina había puesto algo más que la imaginación y el esfuerzo en procurar adecentar como un hogar, mínimamente habitable.





El suelo de tierra prensada, lo había vestido con algunas esteras ya desgastadas por el tiempo. Unas telas viejas, adquiridas en la tienda del lejano pueblo en un día de compras de menesteres necesarios, las había convertido en dos manteles para una mesa pequeña, y un aparador rescatado del abandono, daba cobijo a la escasa cubertería y a la precaria lencería que sustentaban las mínimas necesidades de la modesta humanidad. Dos cortinillas para la única ventana de la morada, adornada con dos macetillas que regaba y cuidaba con mimo para que sus flores dieran cierto color de alegría, eran los únicos enseres que distinguían el humilde habitáculo de una mera covachuela …Pero su única alegría, yacía ahora en un improvisado lecho de dos sillas diferentes, puesto que no existían dos sillas iguales en aquel menesteroso hogar, de cuyas oscurecidas paredes colgaban dos viejos retratos enmohecidos por la humedad, representando a los padres de Miguel y Edelvina, símbolos del único recuerdo que les quedaba ya de su presencia, puesto que sus tumbas las había borrado ya el tiempo del cólera algunos años atrás. Una pequeña gatita, a la que María había puesto el nombre de Luna, blanca como el mismo astro de la noche y cuyo brillo iluminaba por fases las emociones de cada rincón de aquella modesta morada, se encontraba acurrucada hecha una bola de pelo, en un resguardo al lado de fogón de la chimenea de la estancia, quieta, cuando siempre andaba saltando y jugueteando alrededor de la niña. El pequeño animal, silenciosa y expectante, como si augurara la terrible desdicha que parecía presentarse de un momento a otro sin remedio, emitía a veces tímidos maullidos de reclamo como para intentar despertar el interés de la pequeña amita, que postrada bajo el vapor de la destemplanza, yacía en aquel improvisado lecho. 



Los episodios de fiebre iban a más, igual que la desesperación, y de una de las paredes de la casa, de un tendedero, colgaban unos viejos trapos que habían servido para apagar los vapores de fuego que emanaban del cuerpo de la pequeña María, para aliviar su mal.





María se consumía poco a poco, ya, ni abría sus ojuelos, siempre iluminados del brillo cegador de la ilusión y el encanto, luz de alegría como el sol de primavera, que hacía brotar la dicha y el júbilo en cada momento del día, alborozo, entusiasmo y aleluya en esos desencuentros del quehacer cotidiano, y que con la llegada de la pequeña Luna, componían en el duro ambiente, un cuadro de candor, anhelo y aliento de cada jornada. 



Un jarrón con agua limpia del nacedero, y una vasija con un brebaje de hierbas hervidas con el aguardo del consuelo y el crédito de la sanación, descansaban en una banqueta de madera a la cabecera del improvisado camastro, al lado de unas brazadas de leña que almacenaban debajo de la mesa. En el fogón, donde todavía lucían unas brasas, reposaba un caldero en cuyo interior Edelvina había preparado un caldo de gallina, aderezado con unas hierbas silvestres que le daban un gusto especial. Habían probado la ayuda de Juan el boñigas, cuyo apodo le venía porque era lo más parecido a un médico que había en el lugar, ya que su especialidad era analizar los excrementos de los animales para adivinar sus dolencias, o palpar el abdomen de las bestias, e incluso ayudarlas a parir, y también escudriñar en el aliento las posibles enfermedades, y algunas veces acertaba, pero pese a que el hombre, con toda su buena fe, intentó examinar a la pequeña, tuvo que rendirse a la evidencia de que su presencia era allí absolutamente inútil para el fin que requería, y el mejor servicio que les pudo dar, fue su propio tiempo, aunque no sirviera de mucho. Aun así, el ceño fruncido de su rostro, no daba lugar a mucha esperanza. 



Un párroco flaco y desaliñado, que solía llegar a los lugares alejados a lomos de una mula para dar alivio a las almas y recordar la palabra de Dios, se había acercado a dar aliento a la familia tres veces al atardecer en los últimos días, y concretamente su última visita no fue demasiado del agrado de Miguel, porque despertó el llanto amargo y abatido de Edelvina, ya que ante el empeoramiento de la pequeña María, propuso una oración para el alma de la criatura y la buenaventura de los ángeles llegados al cielo de la mano de Dios, y Miguel, visiblemente conmovido, le rogó de buenas formas que no era el momento adecuado y que de rogar a Dios, ya lo harían ellos en la intimidad, agradeciendo al cura su iniciativa. 



Edelvina era todo corazón de buen alma, siempre alegre pese a sus escasos recursos, ama de su casa, y compañera de los suyos, bondadosa y habladora, cosa que había heredado la pequeña María, que ahora se debatía en un sepulcral silencio, roto a veces por amargos llantos. Edelvina era la consagración sacrificada de la benevolencia, compasiva y generosa, dulce y misericordiosa, alegre y afable, pero estos momentos borrascosos la iban hundiendo cada vez más no ya en un estado de desesperación, si no de amarga y sombría tristeza …Miguel, era serio, aunque la pequeña María le vencía siempre sacándole una alborotadora risa con sus cosas. Trabajador hasta el agotamiento, buen hombre , buen marido y mejor padre, pero de un carácter seco, acostumbrado y hecho a la rudeza del campo. Su suerte no le había favorecido en los últimos tiempos en cuanto a sus esfuerzos sobre sacar el fruto de aquella tierra, y se culpaba a sí mismo de la situación, por no poder pagar a un médico para salvar la vida de la niña de sus ojos, más que de sus ojos, de su alma y de su corazón. Un ponzoñoso sentido de culpabilidad le torturaba en cada instante del día, y de la noche, y su mente en las últimas horas, de forma subconsciente, había empezado a albergar un oscuro sentimiento que conforme iban pasando las horas, se iba haciendo más y más sólido en su corazón.



En más de una ocasión, en los últimos días, había caído de rodillas en un rincón apartado en el campo, apoyando sus manos en el suelo, y derramando lágrimas amargas como la retama. Compartía el arado y el mulo con un lindero, Luis, cargado de hijos y tan pobre como él, con lo cual, su única posesión eran aquel pedazo de tierra ingrata, un corral con unas cuantas gallinas y un gallo, dos cabras, cuatro herramientas para la tierra y aquellas cuatro paredes miserables y el techo, que guardaban lo que más quería en este mundo, con lo cual, no estaba seguro de poder soportar el dolor que amenazaba en su pensamiento, y había albergado en el mismo, la esperanza en una soga colgada en un grandioso algarrobo que estaba a una media hora de camino, al lado de un nacedero de agua, para colgarse del cuello y quitarse lo que más lamentaba de sí mismo…su propia vida. Aquel árbol era su última salida, su última esperanza… El suicidio no era cuestión de valentía o cobardía, era cuestión de desesperación, de insoportable sufrimiento ante la adversidad, una adversidad que pesaba como una losa, oscura y fría como la noche de invierno, en un momento definitivo en el que la voluntad se abre paso cargando con el peso de la existencia, arrastrándose entre un camino de sombras amargas, cada vez, más y más difícil de caminar. Ciertamente no era egoísta, y pensaba en el doble sufrimiento de Edelvina al perder no sólo a su pequeña, sino también de una forma trágica, a su marido, pero el dolor era tan intenso e insoportable, que no albergaba otra solución…pensaba en Edelvina, y que llegado el momento, ella acudiría al socorro de una hermana, al menos, eso le confortaba en cierta manera, pero él, no tenía ya la fortaleza suficiente como para plantar cara al atroz y cruel desenlace que albergaba el horizonte, ni a nadie a quien acudir, y se aborrecía a sí mismo por determinar apartarse de aquella manera del lance que la vida le imponía, sólo esperaría su momento, pues para nada soportaría irse de este mundo después que lo hiciera el dulce fruto de su corazón, María.




En las postreras horas de la tarde, sonaron tres golpes en la puerta, y Miguel abrió pensando que era de nuevo el cura, que volvía con su misal, a repartir sus oraciones. Abrió con desgana la puerta, y resultó ser Juan el boñigas…Juan era también hombre de pocas palabras y menos letras, enseñado y aprendido también la rudimentaria vida del campo. Ya tenía unos años encima, y una mujer gruesa, la manuela, casi con más mostacho y barba que el propio Boñigas…La Manuela, discutidora como ella sola, amarga e inconforme siempre con todo, incluso hasta con los rayos del sol, tan agradecidos en aquellos fríos parajes.  Una mujer amarga como la hiel, rencorosa hasta consigo misma, de malas entrañas, a la que Juan no se había terminado de acostumbrar. Fatua y engreída, su máximo placer era dar toda la amargura posible hacia aquel pobre hombre consumido en la más profunda de las amarguras. Le había dado dos hijas que no sabía donde casar, puesto que eran la viva imagen de su madre, y cualquier marido no tendría la paciencia que tenía él. Apagaba a veces su desengaño con una botella de vino que guardaba en una covacha junto a un barrilete que había comprado hace ya unos años, y que se procuraba rellenar a escondidas de su mujer y sus dos hijas de vez en cuando, las veces que tenía que viajar al lejano pueblo con su mulo, para hacer compra de menesteres. Hasta ahora la suerte le había acompañado y no le habían descubierto su secreto, con lo que daba gracias a Dios, puesto que si insoportable era su vida, el infierno sería mejor morada si lo llegaban a descubrir. En sus soledades, contemplaba con resignación una gran cruz de oro muy valiosa, que guardaba celosamente en recuerdo de su madre, la Cruz de la consolación.


- ¿Qué te trae por esta triste casa boñigas?, la cuestión sigue en los mismos trances que tú mismo viste la última vez, solo que oscureciendo más si cabe el final, pero pasa si quieres y lo ves por ti mismo amigo. 


- No, no quiero molestar, y para ver y sufrir, prefiero sufrir lo que ya sufro en mi casa, que ya es bastante… 


Sus ojos se habían enturbiado, sumergido en las profundidades de la aflicción. Muchas veces pensaba en abandonar todo, coger lo poco que poseía, y marcharse, huir, escapar de aquel averno al que cada medio día y cada noche regresaba una y otra vez, siempre el mismo reproche, siempre la misma humillación, siempre al límite de la paciencia, el silencio, el llanto en soledad… 


- Venía a pedir perdón por no poder hacer más de lo que en aquella tarde hice, puesto que uno ni es entendido en animales, ni mucho menos en la salud de las personas, pero te traigo una botella de vino, para que lo calientes, y le des a beber a tu criatura, a ver si le bajan esos males, dicen que el vino caliente…no sé, o te la bebas tú para templar tu espíritu… 


Miguel se quedó en silencio mirando fijamente a aquel hombre de boina calada, barba, mirada grave y palabras sinceras, la angustia escenificada en un cuerpo afligido por un dolor del alma, víctima del tormento más inhumano que existe. Miguel le dio un abrazo sin poder contener sus lágrimas…Juan se marchó de allí sin entrar en la casa, escondiendo el rostro con su mano, seguramente cubriendo el llanto ácido que trae la desconsolada tristeza también. Miguel guardó la botella, y desde luego, no le dio por seguir el consejo de aquel hombre al que llamaban el boñigas...Boñigas, único mérito en una vida de tristeza y desolación.



La noche fue mala, y como de costumbre, se pasó en un duermevela, y desde su lecho, observaba la desesperación de Edelvina, palpando continuamente el cuerpo de su pequeña María, y llorando en silencio para no despertar más inquietudes, ni desde luego, los ratos de sosiego de la criatura. Luna, la gatita, se acercaba de vez en cuando y se sentaba en el suelo mirando directamente a la figura de la pequeña niña, y permanecía allí largo rato, como si esperará que abriera los ojos y la llamara, y alternaba la mirada con Edelvina, como inquiriendo una razón. Después, al no ver reacción, se marchaba de nuevo a su rincón, para volver de inmediato al lado de Miguel, como reclamando solución. 


La tarde noche siguiente, se escucharon de nuevo unos golpes en la puerta, y otra vez Miguel pensó que sería el sacerdote que regresaba a conocer noticias y hacer su labor, y en verdad, no tenía muchas ganas de rezos, pero fue a abrir la puerta, y vio la imagen de un desconocido, bien vestido, con una especie de maleta grande, y un maletín pequeño, y un carruaje con conductor. 


-Disculpe usted, mi nombre es don Santiago Céspedes, doctor en medicina, y vengo con motivo del encargo de un tal doctor de animales Juan Boñigas, que me ha contado y explicado el caso y la urgencia con todo tipo de detalles, entregándome como pago una cruz enorme,  herencia de su madre, con el cuerpo de Cristo de oro, que por supuesto, no he aceptado en ningún caso al conocer la gravedad y las circunstancias, así que si usted me permite, vengo con la intención de examinar a la pequeña María, que así me ha dicho el tal doctor que se llama la enferma, y ver si el resultado de la ciencia es capaz de remediar el trance en el que se encuentra, si es que todavía hay tiempo para ello…Es difícil encontrarme puesto que yo resido en la ciudad capital de esta provincia, y por desgracia, casos graves y desesperados hay muchos, y la ciencia médica es poca, pero el tesón de este tal doctor Boñigas ha sido casi insufrible, si me permite que le diga, y aquí estoy, puesto que no le ha faltado más que traerme hasta aquí a rastras, a punta de fusil o navaja, así que bien, si usted me permite, me gustaría hacer mi trabajo lo antes posible. 


Juan Boñigas se había arrastrado por la ciudad en busca del mejor de los médicos hasta dar con él, y a fuerza primero de ruegos, y el ofrecimiento de lo más preciado que poseía, intentaba comprar la salud de aquella criatura que se debatía en un aterradora lucha contra la enfermedad que la consumía, y la muerte. El médico, corazón de buen alma, no lo dudó un instante, y rechazó el pago viendo la limpieza de un alma que ofrecía todo, a cambio de la humildad frente a la soberbia de la ponzoñosa humanidad, la grandiosa generosidad de un noble corazón contra la avaricia de no dar nada para quien más necesita, la castidad de la nobleza de un sentimiento hacia una criatura que se consumía y la desolación de unos padres desgarrados en la miseria contra la lujuria del abandono más cruel delante de la suerte del destino, la paciencia de soportar cada día la mala fortuna de la desdicha, la templanza de conservar en su corazón los resquicios del amor a los demás, frente a la gula de la mezquindad, la caridad en su máxima expresión entregando como pago de la vida de una criatura inocente, un ángel de Dios alegría de su humilde familia, frente a la envidia de un incierto y casi oscuro presagio de muerte que arrebata lo más preciado de la vida y la diligencia de encontrar pese a la adversidad de la pereza del destino, la solución a la ponzoña de la cruel enfermedad. 


Derrumbada en su asiento sobre la mesa, Edelvina se desgarró en un llanto, y Miguel se desplomó de bruces, al tiempo que el doctor Céspedes se adentraba en la pequeña morada, y se dirigía de forma directa al pobre lecho donde descansaba María. La examinó meticulosamente durante largo tiempo, la observaba con mucha atención también a largos periodos, y ya entrada de largo la media noche, le dispuso un brebaje que él mismo preparó con algunos contenidos de su maleta, y dispuso un líquido en el contenido de un aparato con aguja, el cual, después de unos preparativos previos y con la ayuda de Edelvina, y ante la expectante mirada de Miguel, cuyo silencio se podía cortar, le inyectó el preparado en el cuerpo de la niña, y se mantuvo sentado a su lado, observando si había alguna reacción. La noche pasó con cierta inquietud, y una extrema dosis de angustia, y la amanecida llegó con oscuros presagios, don Santiago Céspedes, levantó sin demasiado ánimo el rostro hundido en el cansancio y el evidente desencanto de la contrariedad, argumentando sin palabras que el tiempo había corrido más de la cuenta en contra de la salud, y el mal llevaba demasiado trecho por delante. 




Pasó todo el día, y toda la noche siguiente, tiempo en el cual el doctor Céspedes administró otro brebaje de su maletín, de un color más oscuro que el anterior, y ya a la amanecida, comunicó que ya nada más se podía hacer. La ciencia médica había dado todo lo que la circunstancia requería, pero el resultado no era el deseado para el bien, y casi con lágrimas en los ojos, el buen doctor, conocedor de los trances, comunicó que sólo cabía esperar, y que la espera, posiblemente trajera un desenlace final trágico…Ya nada más se podía hacer, todo intento resultaba ya vano, sus cansados ojos denotaban la angustia de la desesperación y el desencanto de la contrariedad, erudito en el rostro del padecimiento y el dolor, el médico era también experimentado en la oscuridad de la ciencia para lidiar con la oscura esperanza de las personas, y abriendo una puerta al anhelo, dejaba mostrar tras ella también la aguarda del desaliento de un mal final.


Miguel y Edelvina se quedaron solos con María, y la pequeña Luna, mientras el doctor Céspedes, que se resistía a abandonar a la criatura mientras un halo de vida habitara en el pequeño cuerpo de la chiquilla, salía un rato a apagar la zozobra que lo desesperaba. El amargo trance de la agonía de una criatura tan pequeña, era algo que en todos sus años de experiencia, no había logrado soportar. Al rato, regresó de nuevo a su sitio, tomó la temperatura con la comisura de sus labios, y administró de nuevo otro preparado con el aparato provisto de una aguja, aunque no confiaba demasiado en la nueva reacción. El día surgió sin cambios, y la noche acudió con negros espasmos de llantos y desesperación. Todavía no había amanecido, cuando sonó de nuevo la llamada en la puerta…era el asistente del doctor, que venía a buscarlo ya que al parecer, se había presentado un caso de extrema urgencia en un parto mal avenido, y corría peligro la vida de la madre, y de la criatura que llevaba en sus entrañas, con lo que no tuvo más remedio que partir con la premura y el desasosiego como compañía. Miguel tomó la decisión del negro augurio, y salió de casa ante el amargo desconsuelo de Edelvina, y el silencio de María que parecía no querer despertar ya más, y sin fuerzas ni para llorar. Cogió la soga que guardaba en el corral, y despacio, pero firme, encaminó sus pasos a la luz de una tea hacia su última esperanza, la determinación del árbol en el que acabaría la angustia en aquel amanecer. 


Llegó al lugar en el justo momento en el que la luz del astro del día empezaba a asomar en el horizonte, perezoso, pero sereno y determinado para dar comienzo a una jornada más, en el que las almas humanas habían empezado a despuntar los designios de un nuevo día, para algunos, y para otros, el último estertor de una vida. Al mismo tiempo, la claridad del sol empezaba a entrar por la ventana de la casa, María abrió los ojos, y el albor de la vida asomaba de nuevo en aquel humilde lar, donde una explosión de risas infantiles y las cabriolas de una gatita blanca apagaron los pavores, y encendieron las luces de una eterna gratitud…la fiebre había desaparecido, y un abrazo de esperanza fundió a Edelvina, que se había quedado adormilada junto a su pequeña, formando un cuadro en el que los colores de las risas de la niña, se fundían con los llantos agradecidos de una madre, al tiempo que Luna, la gatita, salía a toda prisa del humilde hogar por la ventana abierta para ventilar los malos vapores nocturnos, y dar paso al frescor. 


Miguel estaba en el segundo intento en ajustar el nudo corredizo de la fatal soga, y se disponía a colocarla en una de las ramas del algarrobo, asegurándose que resistiría el peso de su cuerpo, cuando en la lejanía escuchó maúllos estridentes del pequeño y albino animalito que venía corriendo torpemente a la desesperada, y aferrándose a la pernera de su pantalón, emitía impacientes sonidos de angustia. Miguel, temiendo ya lo peor del desenlace, cogió en brazos a la pequeña e impacientada gatita, acariciándola con cariño, y decidió tomar el retorno a su humilde hogar para afrontar lo que parecía haber llegado a su fin. Se vislumbraba el conjunto de moradas rurales, y en la distancia la figura de Juan boñigas que se alejaba cabizbajo de casa de Miguel, y éste, aceleró el paso, pero lo perdió de vista.




Al llegar a su casa, la primavera de los sentimientos había iluminado su corazón con un alborozo de felicidad…María había vuelto a la vida, y aunque todavía postrada en su pequeño lecho, saltaba la luz en sus ojillos, y las risas al ver a Luna que saltaba encima de ella. Edelvina se abrazó a su marido , y le entregó un envoltorio con un papel escrito con mala caligrafía, en el cual Juan Boñigas, le entregaba la Cruz de oro de su propia madre, y le decía que la aprovechara, que saliera de aquella tierra ingrata, dejara todo atrás, y que buscara una nueva oportunidad fuera de allí, lejos, y con el precio que pudiera sacar de aquella cruz, diera comienzo a una nueva vida…Salió de casa consternado por el ofrecimiento de aquel hombre que tanto había hecho por él y su familia, para darle un abrazo, pero no estaba en su casa. Lo busco hasta ya llegada la tarde, y nadie sabía su paradero. Volvió de nuevo a casa de Juan a preguntar otra vez a su mujer, y lo recibió de malos modos, argumentando palabras malcaradas contra su marido. Juan le dejó recado de que quería verle, a lo que recibió una cruda mirada como respuesta. Se hacía ya tarde, y cansado de buscar a aquel hombre que tanto bien le había hecho, pensó en ir a recoger la soga del mal augurio que había dejado en el algarrobo de la desesperación, agraviado por el oscuro pensamiento que lo llevó hasta allí, y de regreso, intentar encontrarlo de nuevo en su hogar, pero un oscuro presentimiento cruzo por su mente…Temía que a su llegada al lugar, encontrase con el más espantoso y triste cuadro de la desolación, que era ver a Juan boñigas colgado del árbol de la maldición, con la soga del desahucio, y a sus ojos, abiertos en torno a la mirada de la muerte, reflejando la conformidad y la resignación de su angustia, pero vio la soga recogida, y una nota bajo una piedra encima de ella, que decía asi:


“Intentar sobrevivir a cualquier precio, es dejarse morir poco a poco, y dejar de hacerlo quitándose uno mismo la vida ante la desesperación, no es un acto de valentía, sino convertir en víctima a todo lo que en esta vida se ha amado, y juzgarse asimismo, sin dejar lugar al arrepentimiento. El verdadero valor, es conservar la vida haciendo frente a la adversidad, y no quitarse lo más preciado que hay, que es la existencia y la oportunidad, acuchillando a quienes te han amado y sobreviven a tu final, por eso pensé en hacer lo que he hecho, que es dar la oportunidad de la existencia, aunque no soy capaz de conservar la valentía de ir dejándome morir poco a poco sobreviviendo a la adversidad. Recojo tu soga, Miguel, y dejo el camino para encontrar otra vereda, otro rumbo que me aparte de la decisión que tú habías tomado con el final de este cabo, cuyo lazo siniestro nunca será la mejor decisión. Mereces la suerte del buen hombre, y yo la dicha de salir de esta gruta, con la satisfacción de que tengas la oportunidad de ver la luz del aliento al abrigo de una nueva ilusión”. 

Miguel se quedó un rato pensando, mientras una lágrima rebelde, resbalaba por la mejilla, escribiendo con tinta invisible una muda misiva de eterna gratitud. A los pies, un maullido blanco como un claro de luna, lo observaba en la mirada felina e inocente de la última esperanza, a la luz del anochecer. 


Aingeru Daóiz Velarde.- 


























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