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sábado, 8 de agosto de 2020

LA ORQUÍDEA NEGRA Y EL MISTERIO DEL SAN TELMO.

LA ORQUÍDEA NEGRA Y EL MISTERIO DEL SAN TELMO.



Las embestidas del Cantábrico a la luz del otoño a media tarde chocaban con infernal estruendo de los acantilados de Isla. El cielo se empezaba a teñir de un gris característico que amenazaba galerna al anochecer, pero todavía despuntaban unos agradables rayos de luz, que invitaban al paseo y la contemplación de la playa casi desierta. Mil tonos de sensaciones y recuerdos nacidos al azar de los sueños y la inquietud por descubrir nuevas emociones para un espíritu con la necesidad de encontrar un sentido en su interior de cuyo origen no estaba segura, le invitaban a buscar una razón a la necesidad casi obsesiva de apreciar su propio retiro, quizás como presentía, en una madurez crucial en su vida, y ya desde hacía algunos meses atrás había fraguado la idea de perderse en un paradisíaco lugar en aquellas costas del Cabo de Quejo, que por una casualidad del destino, siempre le había atraído descubrir en aquellos espectaculares entornos de la recortada y salvaje costa de la naturaleza que el litoral dibujaba en el Mare Tenebrosum, el Mar de las Tinieblas, un lugar arcano que nace del lado oscuro y más bello, donde sus raíces quedan ancladas en lo más profundo de las leyendas donde aquellos hombres de mar perdidos en el inmenso abismo de su suerte, regresaban a través de los cursos del espacio desde más allá de sus historias, a esas costas duras cuyas aguas engulleron una vez en el inicio de los tiempos a la misma Atlántida. Era como si le apremiase una necesidad más allá de lo entendible, y la arrastrara con ímpetu sobrenatural a aspirar el ambiente de un paraje que si bien no conocía, la llamaba a voces mudas, para invitarla a perderse en la enormidad de su belleza, y en el misterioso reencuentro de unos sonidos olvidados. 





Había dejado un poco la mañana en Santoña, pero pronto decidió disfrutar entre los paisajes de las rías del Cabo de Ajo y el Cabo de Quejo y sus amplias playas de arena dorada, recogidas calas y aquellos impresionantes acantilados para perderse, o quizás reencontrarse que era lo que más le atraía, dibujando sus huellas y sus pensamientos en la arena, mientras escuchaba en su reproductor Mp3 del móvil, abstraída por el ambiente, su ópera favorita, Tosca, de Giacomo Puccini, concretamente el aria más bella “E lucevan le stelle”, y brillaban las estrellas, donde Mario Cavaradossi desgarraba con su voz la crueldad de las ilusiones que son destrozadas por la realidad en la que la certeza de su desesperado final argumentaba que lucían las estrellas, y olía la tierra, chirriaba la puerta del jardín y un paso rozaba la arena…ese mismo año había buscado y encontrado la oportunidad de verla y escucharla en la Ópera de la Bastilla de Paris.


Acercándose a lo lejos, una figura solitaria caminaba hacia la zona donde la playa del Sable delimitaba con las rocas del saliente al mar, y Aurora levantó distraía la mirada para elevar un saludo de buenas tardes a los que la figura respondió con una leve inclinación de cabeza, y sin darse cuenta, tropezó lastimándose levemente su pie descalzo con algo enterrado en la arena. El hombre, un caballero vestido diez modas atrás, con todas las trazas de hombre de mar, se acercó solícito en su ayuda al observar el traspié, y Aurora contestó levemente dolorida por su torpeza que se encontraba bien, dando las gracias…el marinero al momento se agachó, y con sus manos desenterró la causa del percance, una botella de boca ancha sepultada en la arena, y mostrándosela a Aurora le dijo que aquella era la causa de su accidente, y el poco cuidado por el que sin querer, podía haberse lastimado de estar la botella rota y haberse hecho una herida más abierta, pero no era el caso, la botella parecía entera, y curiosamente sellada con un especial cuidado, y lacrada, y parecía contener algo en su interior cuyo color de cristal ya envejecido por el tiempo no dejaba ver. 




Aurora se fijó que de la solapa izquierda del marinero pendía un particular colgante asido a una elegante cadena, quizás de plata ya oscurecida por el tiempo, y le llamó casi más la atención que el descubrimiento de la botella con la que había tropezado, puesto que era claramente una flor de orquídea negra, y Aurora, aparte de entender de libros, entendía también del sentimiento y significado de las flores, por lo que poca duda tuvo y le llamó la atención puesto que ella misma llevaba una tatuada, no sabía por qué, en la muñeca interior de su mano derecha en aquellos tiempos seguramente en los que el capricho de la juvenil razón le había dado por tatuarse algo personal en su piel. Pensando en la casualidad esbozó un amago de entre sorpresa y sonrisa.





El marino, le dio entrega del hallazgo, y con un bosquejo de circunstancias en la mirada, le dijo…


-Aquí tiene usted su premio del tesoro, parece ser, como puede apreciar, que algo guarda en su interior, y debido al celo con que ha sido sellada, sea un secreto escondido en el pensamiento de quien aquí la metió en su día, vaya usted a saber la razón…siempre puede seguir guardando su misterio, o abrirla y descubrir su curiosidad, el mar a veces nos deja sorpresas, y las más de las veces , ingratos recuerdos, a lo mejor tiene usted hoy la suerte de poder disfrutar de ambas tareas, no deje usted que el destino mantenga su secreto de quien tanto empeño puso en esconder sus pensamientos o circunstancias en su interior, queden perdidos en el olvido, siempre podrá usted disfrutar de un rato de curiosidad.

-Muchas gracias Señor…

-Mi nombre, si me permite la libertad, es Martín, y mi oficio, aparte de sondear los avatares del mar, hace ya muchos años que dejó de tener más importancia. 

-El mío es Aurora, soy escritora, y a lo mejor tiene usted razón, y en el interior igual encuentro una historia que contar, si es que encuentro la forma de abrirla, porque no quisiera romperla.

El caballero, solícito, se ofreció para ayudarla en su empeño, y de una funda de cuero curtido amarrada en su cintura, saco una especie de daga marinera antigua de doble filo, que seguramente utilizaba en su oficio de mar, pensó, y con paciencia y algo más de tiempo del que hubiera esperado, el marinero consiguió al fin excarcelar de su presidio de cristal lo que a simple vista parecía un juego de legajos u hojas de papel enrolladas cuidadosamente en su interior, y sin extraerlas, se las entregó. 


-Ahí tiene usted su misterio.


-Quizás se trate de un mensaje de auxilio llegado de una isla remota, o de un mapa del tesoro, o un legado de vida o de muerte comisionado a la suerte de las circunstancias de las corrientes del mar, donde la expiración del trance de la vida ha dejado de tener importancia en el tiempo.

Dijo Aurora divertida por la emoción…

- La mortalidad es una idea falsa, estimada Señora, creada por la conciencia, que viaja mucho más allá del espacio y del tiempo, haciendo que cuando el cuerpo desaparece, la vida se convierte en una orquídea perenne cuyo misterio vuelve a florecer de nuevo a través del universo, siempre que el sentimiento de pureza más capaz de mover el mundo, haya nacido de la sinceridad del sosiego, y la furtiva mirada de un recuerdo en la distancia, como una breve historia que retorna mil veces desde la oscura inmensidad del mar. Es bueno esconder a veces la realidad de unos sueños en el fondo de una vasija lacrada, para que el tiempo la rescate, aunque sólo sea por una última vez.

Aurora permaneció en silencio escuchando las palabras del sombrío marinero, observando de nuevo el colgante de la casualidad de la orquídea negra prendido en su solapa para albergar un significado a sus palabras, y éste, sin mediar más, dándole la mano y deseándole suerte en su paseo, y en el hallazgo de su tesoro, o de su historia, se marchó, alejándose despacio.



La premura de la curiosidad, y sobre todo, la circunstancia del encuentro y una incipiente impresión de asombro o estupefacción la turbaron al principio, e inmediatamente se dedicó a la tarea de intentar sacar de su escondite cristalino lo que parecía ser un legajo de documentos, y algo más que tintineaba en el fondo de su interior, pero la disposición le llevaría algo de tiempo si no quería estropear lo que contenía, puesto que al parecer, se trataba de un material de papel algo delicado, y por lo que se adivinaba, antiguo, así que casi divertida, y a la vez desarmando su ansiedad, decidió esperar a llegar a su aposento en el Hotel, e intentar la empresa después de cenar. Terminó de limpiar el envoltorio de su secreto, y se lo guardó en el bolso, mientras los acordes finales de Tosca de Giacomo Puccini escenificaban en su música la tensión, el romance y el drama. 

Miró buscando la solitaria y extraña figura del marinero, como una aparición espectral que se entrecortaba en lo alto del acantilado agitando sus pensamientos en el horizonte del Cantábrico, y la invadió una especie de presentimiento que aparecía entre los misterios de la casualidad o el capricho, la locura o el destino. La bruma de un mar cada vez más dispuesto con su naturaleza salvaje hacía religarse con el viento, espuma y color, sabores y aromas que provocaban irresistibles sensaciones hacia el origen de la propia humanidad a la naturaleza madre del mar en su más amplia inmensidad, cuya salud emocional de su observancia sosegada nos conduce directamente a una paz interior inexplicable, a un origen perdido, del que ya hablaba Platón…el mar cura todos los males del hombre, sentir profundamente sus esencias y la plenitud de su grandiosa majestad disipan las nubes de los pensamientos y atraen los más profundos sentimientos y esperanzas. 

Al mismo tiempo, no sabía muy bien la razón, a Aurora la embargaba una sensación extraña, quizás de tragedia, porque el mar suele traer también inmisericorde desventura para aquellos que retan su suerte, como una mortificada sensación de agobio y desesperación, como un presagio fugaz, un recuerdo lejano en el tiempo que no podía explicar, rememorar, ni conocía su inquietante naturaleza, como una especie de Déjà Vu, un ya visto, y cuya sensación nos induce a volver a vivir nuevamente unas emociones y momentos ya vividos en el pasado. Por las lecturas de su trabajo conocía bien las descripciones de Charles Dickens, Tolstoi, Marcel Proust y el propio Hardy, pero esta vez, la sensación era mucho más fuerte, más profunda, como una experiencia paranormal premonitoria de aquel eterno retorno del que hablaba Nietzsche, planteando la repetición de la naturaleza cíclica de las cosas y acontecimientos a pesar de las acciones para impedirlas. 




Intentó apartar esos últimos pensamientos de su mente, disfrutar de lo que restaba de tarde en la observancia del mar. La figura del marinero había desaparecido caminando en la lejanía, apenas ya un punto imperceptible, y se limitó a pensar que de verdad, necesitaba ese retiro de descanso para poner en orden su alma y sus pensamientos. El abrazo amigo de una botella que se había permitido el capricho de regalarse de un mágico Sierra de Cantabria de 2016, crianza en barricas nuevas de roble francés, estaba segura de quitarle la melancólica sensación que la abordaba. 

La cena fue ligera, y casi con algo de prisas para llegar a su habitación, descorchar la botella de vino mágico, e introducirse en la tarea casi más que divertida de descubrir el secreto del mensaje o lo que quiera Dios que fuera que se hallaba enclaustrado en el interior de aquella enigmática botella de la playa, pero temía llevarse una decepción, para lo cual, tampoco albergaba demasiadas esperanzas de encontrar nada que mereciera la pena ni la molestia, ni el interés, pero la curiosidad de conocer las cosas, como dijo Michel de Montaigne, ha sido entregada a los hombres como un castigo, así que decidió castigarse a sí misma. 


El manuscrito, introducido con meticuloso cuidado en el interior de la botella, que por cierto le costó un buen rato liberar, le proporcionó dos inesperadas sorpresas…se componía de veinte hojas de excelente caligrafía, que arrancaban una prosa desgarradora con una especie de sentencia y testamento de amargura y a la vez, de esperanza, de un alma que imploraba a Dios más allá de los inconfesables límites de la fe y la creencia, y dejaba narrar un destino sellado por la codena de un pecado prohibido cuya expiación se posaba en la mirada de la eterna misericordia de un amor velado, platónico, que luchaba por alcanzar la esperanza de la inmortalidad más allá del entendimiento racional humano, donde el espíritu, la naturaleza, mente y cuerpo se conexionan para llevarnos directamente a Dios ante la exigencia de una pureza entre dos almas genuinas y gemelas que afrontan el valor del sacrificio. 

La segunda de las sorpresas, que la dejó total y absolutamente fuera de todo contexto emocional, fue el hallazgo de un broche o colgante exactamente idéntico al que llevaba en la solapa el marinero de la tarde…aquello la descolocó totalmente. Toda la historia se desenvolvía alrededor de una dama, Aurora, a la que iba dirigida, y el secreto de un matrimonio al que había sucumbido enterrada tras los muros de un sentimiento estéril en el tiempo, donde el calor de unas palabras hacía mucho que habían perdido el sentido de su realidad. La distancia era cada vez mayor, insalvable, la doliente historia de un amor frustrado, que había sido forjado desde la niñez, en el que Aurora y un marino de nombre Martín Laguardia se juraron el eterno sentimiento a escondidas en la propia torre de Cabrahigo donde unos años atrás le había regalado una flor de Orquídea negra, cuyo significado era el de un amor secreto, misterioso, jurado hasta más allá del fin de los tiempos, y cuyo recóndito hechizo hizo esculpir por duplicado a un artista platero en uno de aquellos viajes por las tierras de los mares del Sur. La Orquídea negra como símbolo de calidad de pureza y dulzura, además de un enorme romanticismo y sensibilidad espiritual, era conocida por su poder de atraer energías puras más allá de lo que el misterio de la conciencia humana puede llegar a imaginar. 


Intentaba hacer acopio de sensatez mientras leía, pasmada ante lo que había descubierto, y quedo sumergida en una especie de trance apurando su segunda copa de vino, intentando encontrar la esperanza de que todo aquello no fuera real, sino más bien un cúmulo de casualidades, pero pensó que al mismo tiempo que la casualidad no es un lujo, sino más bien la otra cara del destino. Fijó su mirada sobre el tatuaje caprichoso de su muñeca derecha, y cuyo significado nuca había llegado a comprender. Dos Auroras, una, encerrada en un frasco con doscientos años atrás, y la otra, en la actualidad, desbordada por la voluntad y la querencia demasiado insistente de una extravagancia incapaz de vislumbrar. 


La narración proseguía relatando un episodio cruel donde bestias, miedos, ángeles y demonios , temores y frustración, angustias y desengaño eran los compañeros de unas noches desveladas entre duermevelas y llantos apagados por el inmisericorde rugido de un indomable viento y el envite del mar, en un lúgubre camarote de un buque de línea de nombre condenado, sin puerto donde guardar, y a la deriva de un incierto destino, y donde un mundo de días por delante hacían crecer la desazón y avivar el recuerdo en unos espíritus abandonadas a la suerte del pensamiento de una cabeza llena de monstruos, donde el espacio para los sueños había dejado de existir, y las pesadillas y el miedo en su lugar, habían tomado el sitio por asalto. Las cartas de marear desparramadas sobre una mesa clavada al suelo, y la luz de una bujía, aparte de la terrible sensación de desamparo en la enormidad del océano, eran declarantes mudos de la fragilidad del alma, conocedora de la terrible soledad sobre el abismo salvaje de la inmensa profundidad no sólo a merced de los elementos, sino de las circunstancias que la vida le había traído en suerte al Segundo Teniente y tercer oficial del navío San Telmo, Martín Laguardia, para quien la misericordia no tenía razón de existir. Se lamentaba en aquella descorazonadora misiva póstuma, que pensaba sellar y lacrar con la esperanza de que el mismo Dios Neptuno y la compasiva mirada de la Virgen la hicieran llegar alguna vez a su destino. En su interior, una réplica exacta de un colgante de una orquídea negra que no había tenido la oportunidad de entregar por las circunstancias de su partida. 




El 11 de Mayo de 1819, redactaba su pliego de papeles embutidos en la tumba de cristal que los contenía, que el Navío de Línea San Telmo había partido de Cádiz, y recordaba el día en el que a bordo del San Juan Nepomuceno, con apenas 14 años y como consecuencia de la Batalla de Trafalgar de 1805, el Brigadier Cosme Damián Churruca herido ya de muerte, le ordenó clavar la bandera al mástil en señal de que antes la muerte con honor que la capitulación. Recordaba con cierta angustia sus palabras en este escrito, lamentando ahora su suerte después de tantos andares en la mar, cuando había encontrado la vida en las arenas del tiempo que le acompañaría a caminar, puesto que su pensamiento era regresar, y escapar para siempre de aquellas tierras en compañía de Aurora, dejando atrás la razón, y la condena social, pero ahora, el escenario se presentaba sentenciado a una catástrofe incierta, pero a la postre, segura. Le escribía a Aurora que su recuerdo debía perdurar cada noche, mientras las  estrellas brillaran en el cielo, y oliera a tierra y a mar bajo los pies descalzos en la arena…las frases de el aria de Tosca de Puccini, “E lucevan le stelle”, le vino de sobresalto a la memoria de la escritora. 

“…Una Orquídea negra llenó mi recuerdo en tu distancia, y en estos legajos de tu evocación el tiempo es testigo de esta desesperación que me embarga el ánimo y cuya flor forjada como una joya en nuestro recuerdo, acabará perviviendo en nuestros sentimientos sin dejar que el tiempo la marchite ni que la soledad del destino la olvide jamás en la noches lúgubres de tu ausencia”, continuaba…El Segundo Teniente de Navío daba cuenta de que la nave capitana de la División del Sur, el Navío de Línea San Telmo, exhibía un casco negro que no auguraba buen presagio, y así lo sentenciaba el propio Brigadier Rosendo Porlier despidiéndose de un compañero de armas, probablemente hasta la eternidad, en el momento de su partida. Refería Martín que salieron en ruta el Navío Alejandro, el San Telmo, una fragata, La Primorosa Mariana y otra de guerra, La Prueba, para sofocar los movimientos secesionistas, en dirección hacia El Callao. El Navío Alejandro tuvo que regresar debido a su mal estado, detallaba Martín, y el resto de los otros tres intentaron mantenerse unidos en rumbo, pero pronto, las averías del San Telmo, con grandes desperfectos en el timón, y con el Tajamar y la Verga Mayor desarboladas, hicieron imposible doblar el Cabo de Hornos en un principio, pero ya en el mes de septiembre de 1819, separados en la distancia de las otras dos naves que nos acompañaban y sin esperanza de contactar de nuevo su rumbo, con 644 hombres a bordo y un mar de hielo y muerte, confesaba literalmente, “hemos logrado encallar en un lugar de infierno blanco olvidado de la mirada de Dios, donde estamos seguros que jamás ha pisado el hombre. Sobrevivimos a duras penas poco a poco alimentándonos de unas bestias del hielo, mientras que el frío y el hambre van haciéndose dueños de la fatalidad de nuestro destino sin esperanza de rescate, envueltos en las tinieblas de la desesperanza, con el manto de la muerte en un territorio del Australis Incógnita que no existe, y me resigno finalmente a morir en el espeso velo de una tumba de hielo, desde donde lanzo al mar helado con el último anhelo de que algún día puedas llegar a leer el inmenso océano de mi desesperación en tu memoria”…así narraba los hechos.




Evocaba con cierta insistencia los encuentros furtivos en aquella Torre de Cabrahigo, como la única añoranza de sus días felices en el mundo, como único pensamiento en los momentos que llegaban a su final, y por haber tenido esa oportunidad, daba gracias a Dios, y aun a pesar de que el tercer Oficial del San Telmo pretendía antes de partir, mantener sus esperanzas a su regreso y convencer al Señor de Isla de sus sentimientos para con su hija Aurora, pero tiempo atrás en su última entrevista recibió la amenaza que frustraba cualquier atisbo de felicidad y la tenaz negativa por parte del poderoso Caballero… el interés político y comercial primaba por encima del sentimiento.

La escritora, había decidido a la mañana siguiente visitar la Torre del Condestable, o Torre de Cabrahigo, la misma donde Martín y Aurora sellaron la ilusión de una promesa, y al verla de cerca, pese a que su acceso era privado, la sumió una congoja de tristeza invadiendo sus pensamientos como un mal recuerdo del pasado. Preguntó, y buscó su historia en los lugareños, hasta que obtuvo finalmente tras varias idas y venidas una pista, una luz a su curiosidad que se había convertido casi en obsesión.




Existía un lejano pariente de Martín que todavía residía en la zona, y que muy posiblemente la podía ayudar en sus pesquisas para encontrar una leyenda envuelta en el sabor de los sueños imposibles. En una pequeña ensenada nacía un viejo caserón al abrigo de una bahía donde un par de barcas de pesca más antiguas que el tiempo se pudrían sin remedio para siempre en el recuerdo de épocas mejores que jamás volverían a navegar. Un anciano con más arrugas que la vida, mataba su hastío remendando una red que hacía mucho que había perdido la costumbre de pescar, pero le servía para ver pasar la vida y engañar así a los recuerdos que no pasan en vano en el duro empleo de la mar. Le habían dicho que era un hombre solitario, casi olvidado por la gente, hasta que el mismo lugar se olvidara algún día también de él, uno de los últimos delfines viejos de un oficio tan antiguo casi como el propio mar, y sin más alegría que una copa de orujo mañanero. Aurora se presentó como una contadora de historias de marineros que hacía muchos años que habían dejado de existir, con el semblante y con la amigable y cautivadora sonrisa, que le había devuelto al marino el recuerdo de que aparte de hablar con sus propios pensamientos en la aburrida soledad de un caserón, la escritora le exhortó a invitarle a una comida y contar sus recuerdos con todos los sacramentos de un café y un rato de orujo y vanidad de charla y compañía.





El viejo marino aceptó encantado, y se presentó como último baluarte de una generación del apellido Laguardia, de nombre Fermín, descendiente de una familia de tradición e historia en la zona, y por suerte, conocedor absoluto de los pormenores y los anales de la triste leyenda que ocupaba el lugar preeminente que la había llevado hasta allí. Fermín, relataba los pormenores claros que el silencio del olvido no había conseguido sepultar, unos pormenores y reseñas históricas, que más adelante contrastó la escritora ser ciertas en los archivos militares, y en la Revista Española de Defensa, que aunque no mencionaba la historia del Segundo Teniente, si recordaba los hechos historiográficos de un suceso, además de corroborarlo todo en la historia de una España que por aquel entonces, ya empezaba a dejarse morir, donde la desvergüenza y el abandono se habían convertido en costumbre de vender  y comprar negocios al mejor postor, así  como títulos nobiliarios de beneficio seguro, concedidos a la camarilla de un rey necio por la que un pueblo había sacrificado vidas como todo buen pueblo sabe hacer, a base de redaños. 

Fermín empezó relatando con cierta rabia los pormenores de un pasado, y unas circunstancias en las que un Fernando VII había resuelto en dar libertad a un tal Antonio Ugarte, miembro destacado de su camarilla de acólitos, y pactar la compra con el Zar Alejandro de una serie de barcos en San Petesburgo que había resultado un fiasco que solo sirvió para llenar las bolsas de algunos intermediarios sin vergüenza ni razón, entre estas naves, el propio navío Alejandro que tuvo que regresar a puerto por las averías, y a la vista de los movimientos secesionistas que por aquella época aparecieron en el Perú, no tuvieron más remedio que recurrir a lo poco que tenían, después del desastre de Trafalgar, y bajo las tristes circunstancias del abandono del oficio de marina, el cual estaba considerado de segunda clase, tanto que la mayoría de sus consagrados héroes de guerra, llevaban una media de diez meses sin cobrar. El Navío de Línea español San Telmo, de 74 cañones, con demasiadas batallas encima como la de Trafalgar o la defensa naval de Cádiz, reposaba en Cartagena ya muy desmejorado por las heridas y las cicatrices del tiempo y el abandono de un incapaz gobierno de Fernando VII, fue requerido para comandar la misión de Nave Capitana al mando de Porlier, junto con las naves que ya había mencionado Martín en su relato. 





La historia de los hechos era aterradora, el San Telmo, se separó por las averías detalladas en su relato por Martín Laguardia del resto de la expedición, en un nefasto día de 2 de septiembre en 62º Sur y 70º Oeste intentando superar el terrible viento del paso de Drake. Apenas unas semanas más tarde, un marino ingles, William Smith informó de haber encontrado un continente blanco y un barco español de 74 cañones encallado en una desolada tumba de hielo. Dos años más tarde, otra expedición inglesa aventuró la posibilidad de que los náufragos hubieran podido sobrevivir durante algún tiempo, pero hicieron desaparecer las pruebas y mantener en secreto el descubrimiento para llevarse la gloria de haber sido los primeros, pero con el tiempo la verdad salió a la luz, envuelta en una leyenda de misterio bajo el sacrificio y la gloria de unos hombres pertenecientes a la entrega y el valor de grandes generaciones anteriores de marinos. Hasta aquí, el relato historiográfico del bueno de Fermín Laguardia, pero Aurora, no pudo resistirse a la tentación de contar lo sucedido unos días atrás en la playa del Sable y su encuentro casual. Femin sonrió sin ganas, apurando su tiempo y su bebida, y le dijo:

-Las historias de la mar, se pierden a veces en la memoria, donde el misterio de una orquídea negra forma parte de un mundo del que sólo la tragedia sabe que existió, cuente usted su historia, escritora, déjese llevar por la reminiscencia de la tragedia, aquí, ya nadie recuerda esas leyendas, a nadie le importan, la historia de aquella otra Aurora y Martín está inmersa en un océano de tristeza y desventura cuya leyenda jamás será leída, porque muy posiblemente, sea usted el único vínculo para contarla, escríbala, hay demasiadas historias en el mar dignas de ser contadas, y si la casualidad del destino le ha ofrecido a usted esta oportunidad, sígala hasta el final, cuéntela. Los huesos de un Segundo Teniente de Navío se perdieron para siempre en los confines de un infierno helado, con la única y remota esperanza de que contara su historia doscientos años después, por la magia de una providencia, vaya usted a saber…Tiene usted la habilidad de tejer las redes de las letras. 

A media tarde, antes de la llegada del ocaso, nuevamente el mar  ofrecía su espectáculo de luces, sonidos, aromas y color, pero sobre todo, orden en sus pensamientos y en la causalidad de lo que se le había presentado en los últimos días. Fermín Laguardia, el viejo pescador de almas con red, le había hablado de apariciones que regresaban del remoto pasado por alguna razón desconocida, o quizás, como un presagio o una profecía, y ciertamente, a la escritora le cautivó su propuesta, y aunque no sabía muy bien cómo enfocarla, tenía muy claro que algo la había llevado hasta allí para contarla. Averiguó que el acuerdo para la boda de aquella otra Aurora había sido concretado por su padre, Domingo de Isla, y de un poderoso caballero que como ya conocía por el manuscrito, había enviudado, y cuyo nombre era Pedro Fernán de Velasco, por un acuerdo de intereses que no obedecían a los sentimientos, en unos tiempos y costumbres de una época que, pese a las insistencias de aquella Aurora enamorada de Martín, resultaron absolutamente infructuosos, sumidos en un valle de lágrimas y pesares en un mar de desencuentros que nos traen el recuerdo de que tanto el mar, como el amor, caminan muchas veces juntos de la mano a través de un sentimiento jurado por la eternidad. 

Acabado un recodo del paseo en el camino, justo antes de adentrarse de nuevo en la arena, a lo lejos, una figura antigua se recortaba en el acantilado, desvió su mirada hacia la escritora, y desapareció caminando hasta perderla de vista…”No puedo verte, pero puedo sentirte”, rezaban las últimas palabras del pliego manuscrito del Segundo Teniente Martín Laguardia, a aquella Aurora que 200 años atrás, perdió un día la esperanza, y se adentro en el mar para segar su vida y no regresar jamás dejando escrita en la distancia de la consternación y la zozobra el misterio del San Telmo y la leyenda de una Orquídea negra, cuya figura, caprichosa, regresaba ahora en el interior de un mensaje en una botella arrojada mucho tiempo antes en el Océano. Los acordes de la música de Richard Wagner y su “Holandés Errante” sonaban ahora en su reproductor, a la vez que nacía la idea de contar una historia del infortunio en el mar.

Aingeru Daóiz Velarde.-



















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