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domingo, 7 de junio de 2020

LA BATALLA DE SAN MARCIAL


LA BATALLA DE SAN MARCIAL 

La fecha, como casi todo lo histórico-militar, ha pasado inadvertida en España, sentenciada a la indecorosa esencia del olvido más cruel, tiznado de vergüenza. Dos siglos del Martes Glorioso de la Batalla de San Marcial, tal día como un 31 de agosto de 1813, en el que aconteció en tierras de la Guipúzcoa la batalla decisiva que significó a la postre el fin napoleónico en territorio de Vascongadas y Navarra. 


Enfrentó a las huestes francesas del temible mariscal Soult con el Cuarto Ejército español, gallego para más seña, aunque había también de todo, al mando del general Don Manuel Alberto Freire de Andrade y Armijo, apostados sus hombres en primera línea en los campos de Sorueta y Enacoleta, alturas de San Marcial, y parte de sus fuerzas entre Irún y Fuenterrabía. Eran tiempos aquellos de alianzas con Portugal y Reino Unido para frenar el delirio napoleónico en España. Y Sir Arthur Wellesley andaba por allí, casi por casualidad. Fue una victoria definitiva, tras cinco años de ocupación francesa. Existe un mirador junto al templo desde el que puede apreciarse una maravillosa panorámica de la ciudad, bahía de Txingudi, Hondarribia, el Bidasoa, Jaizkibel, y gran parte de la costa guipuzcoana.





Fecha inadvertida, como hemos dicho, olvidada, omitida, desdeñada, arrinconada en los espacios vacíos de la memoria, casi por la que nos extraña que aquellos que apoyan su insaciable sed de hipocresía pacífica, no nos hagan pedir perdón, y más con la que llueve dos siglos después en tierras de Guipúzcoa y su capital, San Sebastián, ciudad arrebatada al francés tras la Batalla de San Marcial, donde sus fiestas rinden solo homenaje a los terroristas, hoy llamados hombres de paz, la misma paz de los cementerios a las que han enviado a otros, una tierra guipuzcoana que tantas buenas gentes nos han dado, pero de la que nada se habla de la españolidad indiscutible de su Historia.


Pero regresemos de nuevo al campo de batalla, a la historia de sus 161 oficiales y 2.462 soldados españoles muertos, unos 4.000 fueron los franceses que murieron en el enfrentamiento, mientras que ingleses y portugueses apenas tuvieron bajas.

Los ingleses al mando del general Graham sitiaban San Sebastián ocupada por los napoleónicos, el 4º ejército o Ejército de Galicia al mando del general Manuel Freire, ante una posible incursión enemiga por la zona de los Pirineos en apoyo de los defensores de la ciudad, estaba desplegado en línea dentro de las Colinas de San Marcial, que dominaban el entorno de Irún.


Lo integraban en primera línea la 3ª división, que defendía los territorios de Sorueta y Enacoleta, la 5ª en San Marcial y la 7ª entre Fuenterrabía e Irún. En reserva desplegaban la división del general Francisco Longa, cuatro brigadas inglesas y una portuguesa; en total, unos 16.000 hombres.

Por la parte napoleónica, había unos 18.000 hombres, pero contaban con tropas en las cercanías hasta llegar a más de 50.000. En el amanecer del 31 de agosto, entre la niebla, siete divisiones francesas al mando del mariscal Soult atraviesan el Bidasoa para socorrer a su guarnición de San Sebastián, ocupando los altos arbolados de Irachával, con la intención de tomar San Marcial, que domina el paso del río.

Sobre las 6 de la mañana del 31 de agosto, los franceses, cubiertos por la neblina matinal y la artillería, comienzan a cruzar por varios pasos. A las 9, lanzan un ataque intentando rodear el monte San Marcial y envolver la línea española. Pero el terreno accidentado y boscoso, con estrechos senderos que solo permiten el paso en fila india de la tropa, no es el más adecuado para el estilo de ataque en formación ordenada y compacta que los franceses acostumbraban a usar, de modo que los defensores se defienden a bayoneta calada y consiguen hacer retroceder a los franceses hasta la orilla del Bidasoa. Eran aproximadamente las 10 de la mañana.


Cuando tratan de ocupar la relevante posición de Soroya, penetrando por la cañada de Ercuti, se encuentran con la decidida defensa de los soldados españoles de la 3ª división, que los rechazan con eficaz fuego de fusilería, e incluso con sus bayonetas, una y otra vez.

Entre los regimientos españoles se encontraba el de voluntarios de Asturias, cuyo joven coronel, Fernando Miranda, perdió la vida gloriosamente, o los bravos voluntarios de Astorga. En su ataque por San Marcial los franceses también fueron rechazados por el regimiento de Laredo.


Tras intentar un ataque desesperado, con el apoyo de su artillería, por el centro y la derecha de la línea de despliegue español, los franceses de nuevo se ven obligados a retirarse, pero enseguida pasan el Bidasoa e intentan atacar, una vez más, el centro del despliegue.




Tras este primer intento frustrado, los franceses vuelven a la carga. Mientras las tropas que regresan del primer ataque se reorganizan, los ingenieros franceses, bajo la protección de la artillería, comienzan a levantar pasarelas por las que, aprovechando la bajamar de las 11 de la mañana, comienzan a pasar dos Brigadas de la Guardia Real de José Bonaparte, mientras el resto del ejército francés se disponen a volver a atacar San Marcial. 

El General Freyre, al mando del Cuarto Ejército español pide ayuda a Wellington, pero éste se la niega, y les conmina a resistir. Los españoles resisten heroicamente. Mientras, se oyen los cañonazos ingleses disparando contra los sitiados franceses de San Sebastián, lo que obliga a los franceses a acudir en ayuda de sus compatriotas. En la imagen, el duque de Wellington.



Posteriormente se encuentran con la 1ª brigada de la 5ª división al mando del intrépido general Juan Díaz Porlier, acompañado del segundo batallón de Marina, que les combatieron hasta obligarles a retroceder hasta la falda del monte. 

Otro intento de ocupar las alturas de Portó, a la izquierda del dispositivo de defensa español al mando del general José María de Ezpeleta, acabó con la toma de los franceses de las barracas de un campamento español. 

A las 13:00 horas, el ejército de Soult se organiza en tres columnas para atender todos los frentes. Freire concentra sus fuerzas y, con ayuda de la artillería, logra contener el ataque masivo de la Guardia Real de Bonaparte. La situación llega a ser crítica por el avance de los franceses, y solo la aparición de tres batallones de Voluntarios de Guipuzcoa, que vienen de San Marcial consigue que las tropas españolas puedan repeler a los franceses y obligarles a retroceder hacia el río Bidasoa, a culatazos y a bayoneta calada. 




Nadie miraba ya atrás en busca del auxilio, y lo que al principio era una avanzada en silencio, soportando el fuego de la artillería enemiga hasta una distancia de unos 150 metros en la que el alcance de los fusiles era efectivo, bayoneta calada, oficiales al frente, tambores y pífanos marcaban el ritmo ante el estandarte español agujereado por las balas y la metralla, desafiantes, a veces con algo de pendiente cuesta arriba en un terreno resbaladizo por algo de lluvia y la sangre, con el único sonido del lamento de los heridos, o algún llanto del recuerdo de la esposa y los hijos en la añorada tierra del pueblo, al que ya no esperaban regresar. La voz sobre todo, de Freire, adelante, seria, impasible, fija su mirada a los flancos, mientras la metralla volaba haciendo estragos en la carne, pero no en el ánimo de los batallones españoles al frente, a buen paso, sin devolver al principio el fuego, hasta llegar a las lides de la fusilería enemiga, que presa del terror del empuje hispano, se retira poco a poco, dejando ahora sí, un reguero de muerte y desesperación en sus filas, porque los alaridos de rabia y furia, emanan ahora de las gargantas españolas con toda su fuerza. Andresillo, el pequeño tambor de Corcubión, ha caído, su padre, a la derecha, pierde la razón y ensarta con su faca la furia de su rabia en el cuerpo herido de un francés implorante, con la mirada perdida, en la cólera de la desesperación. 


Tras lo sucedido y en auxilio acude el general Gabriel de Mendizábal, que arrolla a los ocupantes. Los franceses abandonan sus posiciones y tienen que atravesar en retirada definitiva el Bidasoa por el puente de las Nasas al anochecer del día 31, en medio de una lluvia torrencial. Un último intento francés de incursión en el despliegue de la 9ª brigada portuguesa fue frenado inmediatamente por Wellington enviando allí al general Inglis. 

El ejército español, sufrió unas 2.500 bajas, como hemos dicho, y el francés unas 4.000, el mérito y la victoria decisiva correspondieron a las tropas españolas pues soportaron el esfuerzo principal a lo largo de todos los combates y finalmente alcanzaron una de las victorias más señaladas de la Guerra de la Independencia, ya que supuso el final de las grandes batallas, al obligar a los franceses a retirarse de las Vascongadas y de Navarra. 

El Duque de Wellington quien contempló la batalla desde su atalaya para luego referirse en estos términos al Ejército español y sus huestes gallegas en una arenga en el Cuartel de Lesaca, un 4 de septiembre de 1813: 

“Guerreros del mundo civilizado: Aprended a serlo de los individuos del Cuarto Ejército que tengo la dicha de mandar. Cada soldado de él merece con más justo motivo el bastón que empuño. Todos somos testigos de un valor desconocido hasta ahora; del terror, la muerte. La arrogancia y serenidad, de todo disponen a su antojo. Dos divisiones fueron testigos de este combate original sin ayudarles en cosa alguna y esto por disposición mía para que se llevaran una gloria que no tiene compañera. Españoles: Dedicaos a imitar a los inimitables gallegos, distinguidos sean hasta el fin de los siglos por haber llegado en su denuedo hasta donde nunca nadie llegó. La Nación española premia la sangre vertida por tantos cides. Diez y ocho mil enemigos con una numerosa artillería desaparecieron como el humo para que no os ofendieran jamás”.




A la izquierda de la composición, soldados franceses en retirada; a la derecha, bayonetas españolas empujando, la bandera de la noble Infantería española… El Monte San Marcial se esconde detrás de la neblina causada por los cañonazos y los disparos, pero en la cima se puede ver la pequeña ermita, humo y pólvora, muertos, valor, sangre, barro y cañón. Cañón. Al frente, la Cruz de Borgoña, y la furia en el corazón. Al pie del monte, un amasijo de cuerpos cubiertos de sangre y barro se amontonan en el suelo. Algunos han encontrado ya la muerte, como el joven tamborilero que yace junto a un cañón. Otros aún están agonizando o recibiendo el golpe de gracia por parte del enemigo. El resto del batallón desaparece entre la niebla a lo lejos y entre todos los rostros desfigurados por el miedo, la furia o el dolor, un soldado situado en el lateral derecho parece olvidar el fragor de la batalla y mira directamente, a través del lienzo, al espectador…Quizás, nos observa desde la historia, avergonzado por el devenir en estos tiempos que corren, pasmado ante la insoportable indiferencia, y avergonzado ante la cobardía de un pueblo que aplaudía no hace mucho desde las balconadas, mientras en la trastienda de los despachos, se pacta la más apestosa falta contra el deber y el orgullo, el crimen de la traición.


Aingeru Daóz Velarde.- 







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