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jueves, 25 de septiembre de 2014

EL TRIENIO CONSTITUCIONAL




EL TRIENIO CONSTITUCIONAL

Cabe recordar los que en un principio fueron los parámetros en los que se basó la Constitución de 1812 de la primera época, por llamarlo de alguna manera, para compararlos con los de esta segunda, para que poco a poco, vayamos  desgranando la declaración de derechos que, posiblemente tal vez por oportunismo, aparece repartida a lo largo de la Constitución, y comprobar que en ninguna de las dos etapas se resolvieron los problemas de los que adolecía la Nación, ni los resolvió tampoco el gobierno absolutista durante la primera época de su reinado, llamada sexenio absolutista.  De esta declaración de intenciones, pues no la podríamos definir de otra manera, se desprenden la libertad civil, propiedad y demás derechos legítimos según su artículo 4, además de la libertad de imprenta (131), igualdad ante la Ley (248) y derecho de petición (373). La soberanía Nacional que recoge el artículo 3 es uno de los que mayores suspicacias atrae por parte de las líneas absolutistas además de la división de poderes, confiando el legislativo a las Cortes con el rey (15), el ejecutivo al propio rey (16 y 170) y el judicial a los Tribunales (17 y 242). La colaboración de la Corona en las tareas legislativas se realiza en virtud de la iniciativa legal (171), y del veto suspensivo, durante dos legislaturas, de los proyectos aprobados por las propias Cortes (142 a 152).

Fuera de estas intervenciones que en realidad tienen un alcance limitado, la capacidad de decisión pertenece a las Cortes en cuya composición predomina la burguesía, y se excluye asimismo a quienes no tengan una cierta posición económica al exigir a los diputados una renta anual procedente de bienes propios (art.92). Este último artículo, parece chocar de forma especial con el propio ideal del liberalismo, pues si se declara como principio fundamental la igualdad de derechos, parece algo controvertido que se exija una cierta riqueza para acceder a la representación en las Cortes, en cierto sentido la búsqueda de una sociedad justa no casa con la exigencia de que se debe tener cierta posición económica.  Las órdenes del monarca, deberán estar suscritas por el ministro del ramo correspondiente, al que se declara responsable de su gestión ante las Cortes, y aquí surge el otro de los principales problemas con los partidarios del absolutismo, además de que en lo referente a las relaciones del rey con las Cortes, se establece que el monarca no podrá impedir, suspender ni disolver sus sesiones.
El llamado Trienio Constitucional (1820-1823), o Trienio Liberal, es una de las etapas más complicadas del siglo XIX en España, y se podría decir que por primera vez, entraba en vigor plenamente la Constitución española de 1812, y lo hace con incertidumbre y no carente de problemática, igual que lo hizo al principio de su nacimiento y al igual que lo hizo después del mismo la restauración de la monarquía absoluta. Primeramente, ya no era una unión liberal como lo fue en sus principios.

La crisis de la economía nacional, en aquel año de 1820, pasaba por su peor momento, además de que las antiguas colonias americanas, aprovechaban la debilidad de la gran metrópoli para afianzar su independencia, en contra de lo que pensaron los ingenuos revolucionarios liberales, y pronto sobrevino la primera guerra civil de la historia contemporánea de España, que provocó una intervención extranjera, símbolo, una vez más, de la impotencia del pueblo español por resolver sus propios problemas.


Pero empecemos por el principio. No podemos hablar en términos constitucionales de instauración, si no de restauración, ya que se hizo en nombre de algo previo, que ya se había declarado en su momento, y, precisamente aquí, surge la primera controversia, la familia liberal, se divide en dos facciones, los moderados y los exaltados, o doceañista y veinteañistas, con el tiempo, estas dos facciones representarían al partido moderado, los primeros, y al partido progresista, los exaltados. Los moderados o doceañistas fueron los que asumieron el poder, también eran llamados gaditanos, o facción templada,  intentando un cambio con la corona, es decir, los “doceañistas” pretenderán modificar la Constitución buscando una transacción con el Rey. Para ello, defendieron la concesión de más poder al monarca y la creación de una segunda cámara reservada a las clases más altas,  pero los exaltados o veinteañistas  pretendían una ruptura con el Antiguo Régimen, pedían simplemente la aplicación estricta de la Constitución de 1812. Así empezaron los partidos políticos.


 La división liberal, se produce precisamente por eso mismo, ya que los que suben al poder no son precisamente los que hicieron y pelearon la revolución, si no los antiguos idealistas patriarcas del liberalismo español, los hombres de las Cortes de Cádiz, y a esto se limitó su capacidad legislativa en un primer momento, su acción se redujo a reproducir al pie de la letra todos y cada uno de los decretos de las Cortes de Cádiz de 1812, estuvieran o no conformes con los nuevos tiempos, con lo que podemos decir que no fueran demasiado originales, aunque de forma general el gobierno liberal restableció gran parte de las reformas de Cádiz: la supresión de señoríos jurisdiccionales y mayorazgos, de los gremios, de las aduanas interiores, desamortizaciones de tierras de monasterios, libertad de creación de industrias, abolición de la Inquisición, restablecimiento de las libertades políticas y de los ayuntamientos constitucionales, modernización de la política y la administración bajo los principios de la racionalidad y la igualdad, la amnistía de los firmantes del Manifiesto de los Persas y el cierre de las Sociedades patrióticas, la «Ley de reforma de comunidades religiosas» (1820), mediante la que  se suprimen los monasterios de algunas órdenes religiosas y los conventos y colegios de las órdenes militares de Santiago, Calatrava, Montesa y Alcántara; se prohíbe fundar nuevas casas religiosas o aceptar nuevos miembros. Y concedía cien ducados a todos los religiosos y monjas que desearan abandonar su orden.



 Crearon la Milicia Nacional, cuerpo de voluntarios de clases medias urbanas para garantizar el orden y defender las reformas constitucionales, hay que decir que las más drásticas de todas estas medidas se tomaron en la última fase del Trienio Liberal liderado por los exaltados o veinteañistas, van a aplicar una política claramente anticlerical: expulsión de los jesuitas, abolición del diezmo, supresión de la Inquisición, desamortización de los bienes de las órdenes religiosas... Todas estas medidas trataban de debilitar a una poderosísima institución opuesta al desmantelamiento del Antiguo Régimen. El enfrentamiento con la Iglesia será un elemento clave de la revolución liberal española. La división de los liberales introdujo una gran inestabilidad política durante el Trienio, asimismo, hay que volver a recordar que los diputados liberales españoles concibieron la nación como un sujeto indivisible, compuesto exclusivamente de individuos iguales, al margen de cualquier consideración estamental y territorial. Solo en ella, la nación, de forma exclusiva e indivisible, recae la soberanía, a diferencia de lo postulado por los realistas (en el rey y las Cortes) o los diputados americanos (en el conjunto de individuos y pueblos de la monarquía). Tal idea de nación suponía suprimir los estamentos y los gremios, eliminando los privilegios y fueros y las diferencias territoriales que existían entre los españoles. La nación española no sería ya un agregado de reinos o provincias con códigos diferentes, aduanas y sistemas monetarios y fiscales propios, sino por el contrario un sujeto compuesto exclusivamente de individuos formalmente iguales, como soporte de la unidad territorial legal y económicamente unificada.

En la imagen, sesión de las Cortes.




Al hablar de las medidas desamortizadoras de este periodo, cabe decir que , los gobiernos liberales del Trienio tuvieron que hacer frente de nuevo al problema de la deuda que durante el sexenio absolutista (1814-1820) no se había resuelto. Y para ello las nuevas Cortes revalidaron el decreto de las Cortes de Cádiz del 13 de septiembre de 1813 mediante el decreto de 9 de agosto de 1820 que añadió a los bienes a desamortizar las propiedades de la Inquisición española recién extinguida. Otra novedad del decreto de 1820 sobre el de 1813 era que ahora en el pago de los remates de las subastas no se admitiría dinero en efectivo sino sólo vales reales y otros títulos de crédito público, y por su valor nominal (a pesar de que su valor en el mercado era muy inferior). Por eso Francisco Tomás y Valiente lo consideró como el decreto "más extremista" de los que vinculaban desamortización con deuda pública.


A causa del bajísimo valor de mercado de los títulos de la deuda respecto de su valor nominal, "el desembolso efectivo realizado por los compradores fue muy inferior al importe del precio de tasación (en alguna ocasión no pasó del 15 por ciento de este valor). Ante tales ventas escandalosas, hubo diputados en 1823 que propusieron su suspensión y la entrega de los bienes en propiedad a los arrendatarios de los mismos. Uno de estos diputados declaró «que por defecto de la enajenación, las fincas han pasado a manos de ricos capitalistas, y éstos, inmediatamente que han tomado posesión de ellas, han hecho un nuevo arriendo, generalmente aumentando la renta al pobre labrador, amenazándole con el despojo en el caso de que no la pague puntualmente». Pero no obstante aquellos resultados y estas críticas, el proceso desamortizador siguió adelante, sin modificar su planteamiento.

En términos generales hay que decir que las medidas de desamortización  tuvieron como consecuencia final la consolidación del régimen liberal. Pero sus sombras fueron muy importantes. No se produjo un aumento significativo de la producción agraria y la propiedad se concentró más, por lo que el escaso desarrollo agrario impidió una profunda revolución industrial. Se recaudo menos dinero del previsto pues la mayor parte de las compras se hicieron en Deuda Pública y esta se devaluó pronto, hubo bastante corrupción. En definitiva, la desamortización no cumplió las grandes esperanzas de realizar una profunda reforma agraria, ni condujo a la industrialización. Pero la desamortización fue inseparable de las dificultades de consolidación de un Estado liberal amenazado por los partidarios del Antiguo Régimen y con unos ingresos fiscales absolutamente insuficientes para hacer frente a los gastos, pero para comprender la importancia y el alcance de las medidas desamortizadoras pueden servir de orientación las cifras dadas por García Ormaechea y que fija la superficie sometida a señoríos eclesiásticos y órdenes militares en 9.093.400 aranzadas, lo que equivale a un 16'5 por 100 del total de la superficie cultivada. Aunque a estas cifras haya que añadir las correspondientes al clero secular, y los bienes de propios, baldíos y comunales, difíciles de calcular, no cabe duda de que las distancias con respecto a las dadas para la nobleza eran considerables. Quizá sólo cabría resaltar el hecho de que las propiedades eclesiásticas, muy inferiores en cantidad respecto a las nobiliarias, eran sin embargo, mejores en calidad.

Godoy ya se planteó en su momento la desamortización una finalidad estrictamente económica como era la de sufragar los gastos de la guerra y amortizar la creciente deuda pública.
Pero una cosa es el planteamiento y otra la realización que, según Richard Herr, vino a ser un reparto de tierras a bajos precios entre la nobleza, altos cargos de la administración y amigos de Godoy.

 Se puede decir que el rendimiento de la operación fue más bien escaso entre 1.430 y 1.600 millones de reales. Pero tal vez más importante que el éxito financiero fue que no creó una nueva clase social, ni reforzó el poder de la burguesía, sino al contrario vino a aumentar la prepotencia de la aristocracia. Por otra parte dejó a los beneficiados e institutos benéficos en la miseria y a los campesinos que venían trabajando dichas tierras en una situación más inestable y precaria.

En tiempos de José I  tuvo unas características muy especiales. Nacida a imitación de la francesa, no pudo superar las dificultades planteadas por la guerra y terminó en una farsa sin sentido. La mayoría de los conventos y monasterios fueron clausurados y sus propiedades repartidas entre los ministros y fieles servidores del rey incluso sin que llegaran siquiera a subastarse.

Con el triunfo del pronunciamiento de Riego y la instauración de la Constitución de 1812 es lógico que se restableciera la legislación emanada de las Cortes de Cádiz. Efectivamente el decreto de la Regencia de 13 de septiembre de 1813 se convirtió después de una breve discusión en las Cortes, en la ley de 9 de agosto de 1820. Las primeras Cortes del Trienio se declaraban así fieles seguidoras de sus predecesoras las de Cádiz. No es por ello de extrañar que siguiendo el camino
marcado por los diputados doceañistas, reintegrados a la vida política tras varios años de encarcelamiento o exilio, aprobarán rápidamente la ley con la finalidad de amortizar la deuda pública, aumentar la base burguesa del nuevo régimen  y propiciar en alguna medida la mayor participación ciudadana en la desamortización al admitir el pago en dinero lo que al mismo tiempo beneficiaría al erario y, finalmente, reformar el clero regular.


 Si en un principio los diputados estuvieron obsesionados por el peso de la cuantiosa deuda pública, estimada en 14.000 millones de reales, y por la defensa de la propiedad individual para ampliar la base burguesa,  pronto surgiría entre ellos un grupo de exaltados liberales entre los que destacaban Sancho, Díaz del Moral y Ezpeleta que reclamarían la atención del Congreso sobre la proyección social de la desamortización. Así el valenciano Sancho defendió los beneficios que reportaría al país la posibilidad de que el pago de las fincas se hiciera en cinco años con el recargo de un interés módico. Díaz del Moral, Ezpeleta y Cepero llevaron más allá la proyección social al pedir que en las subastas se debía dar preferencia a los colonos o inquilinos, por el precio en que fuera rematada la finca. Sin embargo, estas proposiciones fueron consideradas por los diputados como inadmisibles por varias razones, entre otras, porque ello supondría el origen de innumerables fraudes y pleitos y porque era un privilegio para los entonces arrendatarios y enfiteutas (La enfiteusis es el derecho real por el cual se entrega en forma perpetua o por largo tiempo el dominio útil de un inmueble, reservándose el propietario su dominio directo a cambio del pago de un canon o pensión anual que le efectúa el enfiteuta) y lo que es más relevante Romero Alpuente replicó que podía significar el que la nación se quedara sin tierras y además con la deuda.


Pero pronto cambiaría la postura del gobierno y de las Cortes. A primeros de marzo de 1821 el ministro de Hacienda Canga Argüelles daría la voz de alarma ante la inestabilidad política y del hundimiento de la economía, escasos rendimientos de las exacciones fiscales, depreciación de la deuda y propondría una serie de medidas encaminadas a aumentar la base popular del régimen mediante la concesión de largos plazos para el pago de las fincas y la aceleración de la venta por la simplificación de los trámites. En un esfuerzo por favorecer a los colonos, Alvarez Guerra propuso un mes más tarde el que las propiedades eclesiásticas les fueran concedidas en censo redimible. 
Estas nuevas orientaciones se vieron plasmadas en el decreto de 29 de junio de 1821 por el que se volvía a insistir en la subdivisión de las fincas y la venta de las pequeñas (valoradas en menos de 6.000 reales) por dinero metálico pagando dos terceras partes de su tasa o todo en diez años. Así mismo se daba la oportunidad a los colonos de los bienes del clero regular de convertirse en propietarios pagando la valoración oficial en veinte años, con recargo del uno por ciento, de interés anual.


Sin embargo, estas medidas quedaban anuladas al aplicarse sólo en el caso de que las fincas no tuvieran postor en deuda pública. Estaba claro que tanto los diputados de Cádiz, como los del Trienio, en sus medidas desamortizadoras no iban más allá de una Reforma agraria liberal. Por otra parte era comprensible en un sector social tan preocupado por la propiedad privada individual y por la amortización de una deuda pública cada vez más apabullante y, además, era lógico que la burguesía, a la que había costado tanto conquistar el poder, tratara de consolidarse en él a costa del clero regular, de los colonos y pequeños y medianos propietarios rurales. Los remordimientos fueron escasos, por no decir nulos, a pesar de las protestas de los colonos. Las consecuencias más importantes de la Desamortización de 1820- 1823 fueron, en el aspecto económico, el poder amortizar parte de la deuda pública, si bien su enorme cantidad sepultó los posibles efectos beneficiosos de la operación.



En cuanto al término de la división liberal, no hay que mirar esta división entre doceañista y veinteañistas como una división generacional, ya que no existía por así decirlo un diferencia en edad, pues doceañistas como Argüelles, Toreno o el propio Martínez de la Rosa son realmente tan jóvenes como Riego, Quiroga o Antonio Alcalá Galiano ( hijo del marino Dionisio Alcalá Galiano, muerto en la batalla de Trafalgar) que representan a los veinteañistas. El término doceañista proviene del arraigo a los constitucionalistas de las Cortes de 1812, y el de veinteañistas de la Revolución de 1820, por lo tanto ni unos ni otros representan épocas distintas.


 Sí existe una diferencia en cuanto a la cultura y las formas, es decir, los hombres que toman el poder, los que forman el primer gobierno como Argüelles, Canga, García Herreros, Pérez de Castro fueron diputados constituyentes doceañistas, que en su mayor parte intelectuales, educados en el ámbito dieciochesco de la Ilustración prerrevolucionaria, cultos, teóricos y dotados de una espléndida facilidad de palabra que manejan las ideas con soltura, cosa que admiraban los veinteañistas, pero que ya no entendían, ni participaban de ello. Entre éstos últimos, los veinteañistas, se encontraban militares como el propio Riego, Quiroga, López Baños, Evaristo San Miguel, y otros civiles como el propio Antonio Alcalá Galiano, comerciantes como Istúriz, Romero Alpuente o Álvarez Mendizábal, que no eran gente inculta, pero ninguno frecuentó la Universidad, y eran de una educación algo mediocre y de un nivel social inferior a los doceañistas. Los veinteañistas eran gentes que habían conspirado en las logias y en los regimientos, habían arriesgado sus vidas para triunfar casi de milagro, eran más activos e inquietos, más aventureros, algo más parecido a lo que luego se llamaría el Romanticismo, en definitiva, contrarios a la parte doceañista que luego representaría el conservadurismo liberal, o el liberalismo conservador.



Se formó,  pues, el primer ministerio constitucional, presidido por un hombre que se encontraba, como otros, en prisión, integrado por doceañistas ilustres que como hemos dicho, algunos pasaron desde los presidios desde los que cumplían injusta condena, y en su mayoría habían participado en las Cortes de Cádiz.
Eran propietarios, grandes comerciantes e industriales. Defendían la participación de la Corona en el proceso reformista, el sufragio censitario y unas cortes de doble cámara. El rey, que nunca acató con sinceridad el régimen constitucional, llamaba a sus ministros "los presidiarios", Agustín de Argüelles, apodado "El Divino", fue el primero a quien el Rey le había nombrado ministro de la Gobernación,  para su sorpresa. En el mismo Gabinete estaban Pérez de Castro, Canga Argüelles, García Herreros, Antonio Porcel y Pedro Agustín Girón, el Marqués de las Amarillas. Fernando VII denominó a este primer Gobierno liberal, como ya se ha comentado,  el de "los presidiarios", ya que todos menos Girón habían sido presos políticos después de 1814. El Ejecutivo se mantuvo entre junio de 1820 y marzo de 1821, ni siquiera un año, después vinieron otros doceañistas  presididos por Martínez de la Rosa, (llamado «Rosita la pastelera» por su espíritu conciliador). Esta facción moderada gobernó hasta 1822.


Durante aquellos meses Argüelles y el resto del Ministerio tuvieron que enfrentarse a la tensión y a la violencia tanto de los que, a su izquierda, creían que la revolución no había terminado, los exaltados, como de los que, a su derecha, pretendían la vuelta al absolutismo, los realistas. El mismo Argüelles confesó  que tenían que gobernar "conteniendo la revolución".

En la imagen, Agustín de Argüelles.





Tanto este gobierno, el de Argüelles, como los presididos por Felíu, Martínez de la Rosa, Bajardí, y el de don Evaristo San Miguel trataron de acreditar el gobierno constitucional pero se encontraron no sólo obstaculizados por las pasiones políticas de los propios liberales que ya se encontraban divididos, si no por la más grave de las dificultades, que fue la resistencia del rey y los absolutistas. El rey boicoteó de forma sistemática las reformas liberales, tanto en la primera legislatura (9 de julio de 1820 a 9 de noviembre de 1821), como en la segunda de 1822-1823. Por ejemplo, vetó la ley de abolición del régimen señorial en 1821 y 1822, aprobándose muy tarde en mayo de 1823, de manera que no tuvo ningún efecto para el campesinado. De hecho, el nombramiento en el mes de noviembre de 1820 del nuevo capitán general de Castilla la Nueva, José de Carvajal, sin el refrendo del Secretario de Despacho, como era preceptivo, significó la primera infracción del monarca a la Constitución. Trataba despectivamente a sus ministros, derramaba el oro en conjuras anticonstitucionales, levantaba partidas que se titulaban Ejércitos de la Fe, que alentados por las conspiraciones del rey y espoleados por la grave crisis económica pronto surgieron movimientos de protesta contra el gobierno liberal en Madrid.



 Para más penurias que sumar, aparecieron nuevas sociedades secretas, los Comuneros, a cuyo frente se hallaba Riego, y era una sociedad secreta cuyo nombre, Comuneros, lo toman de la sublevación del siglo XVI. La sociedad trataba de ser una alternativa radical a los masones, y entre sus ideales estaban los de tratar de rescatar las luchas por las libertades. Su pensamiento puede catalogarse de democrático radical y republicano. Contaron con un periódico con el significativo nombre de El eco de Padilla, y tenían su propio himno, el himno de Riego, que era el himno que cantaba la columna volante del entonces Teniente Coronel Rafael de Riego tras la insurrección de éste contra Fernando VII el 1 de enero de 1820 en Las Cabezas de San Juan, aunque también había quien cantaba  el Trágala, que fue la canción que los liberales españoles utilizaban para humillar a los absolutistas tras el pronunciamiento militar, a principios del Trienio Liberal.


 También apareció la sociedad de  los carbonarios, que aspiraban sobre todo a la libertad política y a un gobierno constitucional. Pertenecientes en gran parte a la burguesía y a las clases sociales más elevadas, se habían dividido en dos sectores o logias: la civil, destinada a la protesta pacífica o a la propaganda, y la militar, destinada a las acciones armadas, también hubo nobles entre sus miembros, y también aparecieron ciertas sociedades patrióticas modeladas al estilo de los clubs de la Revolución francesa, como la del Café de Lorenzini (Puerta del Sol), o La Fontana de Oro,   aunque posteriormente fueron suprimidas para evitar algaradas como ocurrió con la aparición de Riego en Madrid,  con el argumento de no ser necesarias para el ejercicio de la libertad.
Más influyentes que las sociedades patrióticas fueron las sociedades secretas entre las que destacó la masonería que, como reconoció en su tiempo el marqués de Miraflores, perdió su objetivo filantrópico para sustituirlo exclusivamente por el político.

Los llamados Veinteañistas o liberales exaltados, eran en su mayoría jóvenes seguidores de Riego, entre los que estaban el propio Riego, Quiroga, Mendizábal y Alcalá Galiano (hijo).
Su lema era "Constitución o muerte", es decir pretenden conservar íntegramente la Constitución de 1812 ampliando al máximo el liberalismo, y la monarquía debía limitarse a funciones simplemente  ejecutivas. Defienden el Sufragio Universal masculino, Cortes de una sola cámara y libertad de opinión. Gobernaron  entre 1822 y 1823, a partir de la Revolución Exaltada, y una vez en el poder (desde el verano de 1822 y presididos por Evaristo San Miguel, primero y Flores Estrada, después) moderan sus actitudes, que hasta el momento habían sido de tensiones, sublevaciones y revueltas, pudiendo calificarse de una Revolución dentro de otra Revolución.  Sus principales medidas fueron la Libertad de industria y abolición de los gremios, que restablecían los decretos de las Cortes de Cádiz de 1813, la Supresión de los señoríos jurisdiccionales y de los mayorazgos. Sin embargo, los antiguos señores se convierten ahora en los nuevos propietarios y los campesinos en simples arrendatarios que podían ser expulsados si no pagaban sus rentas, la  Reforma fiscal. Se trató de imponer una contribución única sobre la propiedad de la tierra, que no llegó a ponerse en vigor debido a la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis.

La Política religiosa, estuvo marcada por el anticlericalismo produciéndose la supresión de la Inquisición, expulsan a los jesuitas, redujeron el diezmo al 50% a favor del Estado.  De esta forma, pretendía rebajar la deuda pública y ganarse la confianza de los acreedores,  y pusieron en venta tierras de los conventos y monasterios de menos de 24 frailes, o en pueblos de menos de 450 vecinos, incluidos los monasterios de Montserrat y Poblet, aunque esta medida no llegó a ser totalmente puesta en práctica, en un año, los 2000 conventos españoles se reducen a la mitad.

Las consecuencias de toda esta política eclesiástica fueron graves. Los conflictos con Roma, la ruptura de la Iglesia y el Estado Liberal, el desgobierno de las diócesis por la expulsión de ocho Obispos que se opusieron a la aceptación de tales medidas, otros cinco obispos huyeron al ser perseguidos, uno fue apresado y otro asesinado (fray Ramón Strauch, Obispo de Vich). En 1823 había quince diócesis vacantes por defunción, once tenían sus obispos exiliados y seis se hallaban en situación cismática por la designación anticanónica de sus vicarios. También en 1823 se procedió a la expulsión del Nuncio.  Además de todo esto, dentro del clero se produjo una escisión interna ya que hubo eclesiásticos liberales radicalizados y, en las listas de unos cuatro mil individuos pertenecientes a la masonería, se encuentran hasta ciento noventa y cuatro eclesiásticos. Por otro lado, hay que decir que la mayor parte del clero realista se radicalizó también, sumándose de hecho o de forma potencial a la insurrección armada de la Regencia de Urgell, produciéndose asimismo algunas divisiones dentro de los propios conventos o de las mismas comunidades fomentándose la discordia. La exacerbación de parte del clero y de los fieles contribuye a revestir de apariencia religiosa la guerra civil de la que seguidamente hablaremos, pues en gran medida, los realistas de entonces se proclamaban defensores de la libertad de la Iglesia y los liberales invocan al carácter pacífico del Evangelio no respetado por los otros. El conflicto estaba servido.



En cuanto a las Reformas militares, se mejoran los sueldos del ejército y se reforzó la Milicia Nacional, que tras la sublevación de Riego, llegó a contar con 120.000 hombres afiliados. Obligaba a disciplinas, a guardias nocturnas. Con el tiempo se dirigen contra los moderados (no contra los realistas) provocando un ambiente de preguerra civil.

La mayor libertad de opinión permitió el desarrollo de una potente prensa de signo liberal (La Avispa, El Patriota, El Vigilante Constitucional o el Sabañón) y junto a ellos de panfletos y hojas volanderas.




En 1822, la situación del país se deteriora y la guerra civil, buscada por los absolutistas y por la cada vez más insostenible situación política en que se hallaba la Nación,  estalla como un  previsible incendio, sus comienzos fueron cuando  el 7 de julio se sublevaron los cuatro batallones de la Guardia Real que estaban en el Pardo y entraron en Madrid vitoreando al rey absoluto, pero fue rápidamente aplastada por la Milicia Nacional, que  era una guardia cívica creada por el nuevo régimen, como ya se ha comentado,   y los enfrentamientos entre la mayoría exaltada de diputados y el gobierno moderado se incrementaron aún más. En medio de la división del liberalismo, se desató esta guerra civil en el verano de 1822 con los levantamientos realistas de Cataluña, Navarra y el País Vasco, de las que hablaremos y nombraremos a algunos de sus protagonistas. En mitad de todo esto, los exaltados o veinteañistas, que ya habían dado muestras de su influencia en el gobierno, accedieron por completo al poder,  y el rey se vio obligado a nombrar el 5 de agosto un nuevo gobierno encabezado por Evaristo San Miguel, que si bien, como ya se ha dicho, intentó poner algo de orden en la situación, lo cierto es que la misma se radicalizó de forma brutal, y prueba de ello fue que las represiones contra los realistas fueron en aumento. Un ejemplo fue la de don Matías Vinuesa,  cura de Tamajón, acusado de conspirador, fue asesinado a martillazos en la cárcel y su cadáver arrastrado por las calles.

Por esas fechas se haría tristemente famosa la Tartana de Rotten, así la definiría una publicación de la época:


" el Brigadier liberal Antonio Rotten, de origen suizo, y de la secta comunera, se excedió en crueldades. Encarcelados en Manresa graves ciudadanos y sacerdotes (uno había 'de ochenta años), pretextó cambiarlos de prisión. Conducidos en tartanas hasta «los tres roures» de La Guardia, asesinaron a los veinticuatro santos varones, a tiros y bayonetazos (17 de noviembre de 1822). El procedimiento de fingir un traslado para llevarles a morir, se vinculó de tal modo en Rotten, que, ya en Barcelona, cobró fatídica fama «la tartana de Rotten".



 La contrarrevolución realista se concretará en la aparición partidas de campesinos fuertemente influenciados por la Iglesia en el País Vasco, Navarra, Aragón y Cataluña. Alentados por estas protestas, la oposición absolutista se aventuró a crear Regencia Suprema de España en Urgel, cerca de la frontera francesa. Trataban así de crear un gobierno español absolutista, alternativo al liberal de Madrid.  El fracaso de la Regencia de Urgel hizo evidente para Fernando VII y los absolutistas que la única salida para acabar con el régimen liberal era la intervención de las potencias absolutistas europeas, empezaba a plasmarse el ideal de solicitar la ayuda internacional en la intervención del devenir de la historia contra la Constitución de 1812.


 Por ejemplo, en Cataluña la partida más importante era la del llamado "Trapense",(Antonio Marañón “el Trapense”),  fraile arrojado y valeroso, con aire de asceta, que llevaba el crucifijo al pecho y al cinto el sable y la pistola,  famoso por su crueldad y fanatismo, conquistando un pueblo tras otro y matando despiadadamente a cualquier prisionero liberal. Su más conocida hazaña fue la del asalto y ocupación de Seo de Urgel, en 1822, llevada a cabo por el levantamiento absolutista de Romagosa en contra del Gobierno liberal de Rafael de Riego, a pesar de estar defendida por numerosas tropas y sesenta piezas de artillería.
Imagen alegórica del Trapense.





Otro famoso puede ser Jerónimo Merino Cob (Villoviado, Burgos 1769 - Alençon, Francia, 1844), conocido como «El Cura Merino», fue sacerdote y guerrillero español, quien no se debe confundir con su contemporáneo Martín Merino, también apodado "el cura Merino".




A este último, como hemos avisado, no hay que confundirlo con Martín Merino y Gómez (Arnedo, 1789 - Madrid, 7 de febrero de 1852), llamado el cura Merino o el apóstata, fue un religioso español y activista liberal, hijo de una familia de labradores castellanos del Valle de Arnedo, a principios del siglo XIX ingresó en un convento franciscano de Santo Domingo de la Calzada, que abandonó al estallar la guerra de independencia para unirse a una partida de guerrilleros que actuaba en la provincia de Sevilla; se ordenó como sacerdote en 1813 en Cádiz; al terminar la guerra volvió al convento hasta 1819, fecha en la que debido a sus ideas liberales se exilió en Agens (Francia). En 1821 regresó a España y se secularizó; en 1822 fue amonestado por increpar e insultar al rey Fernando VII y poco después tomó parte en los sucesos de julio de ese mismo año en Madrid, por lo cual estuvo preso durante unos meses, fue más conocido por haber llevado a cabo un intento de regicidio contra la reina Isabel II en 1852, quien se salvó de una cuchillada gracias a las ballenas de su corsé, y por cuyo atentado fue ejecutado. Este hombre no podría considerarse más que un pobre loco de la época.
Imágen de Martín Merino:





En este estado de cosas y de sucesos que se iban agrandando hasta constituirse en un problema de gran magnitud, dio comienzo lo que sería la primera guerra civil de la historia contemporánea de España. A las guerrillas realistas, de las cuales ya hemos comentado alguna, cabría añadir la de Manuel Adame de la Pedrada, más conocido como El Locho, la de Pedro Zaldívar o Pedro José Bernabé Zaldívar Rubiales, que luego se uniría a la de El Locho, la de  Ignacio Alonso de Cuevillas, la de Agustín Saperes o Saperas, más conocido como "El Caragol", o la de Joaquín Ibáñez, el barón de Eroles, en total, podrían llegar a identificarse unas cuatrocientas partidas insurrectas. Lo cierto es que se trata de una guerra civil generalizada, difusa, pero sin organización, y se trata de aunar aquel movimiento de protesta dotándolo de organización mediante la Junta de Bayona, presidida por Eguía, primero, y la Junta de Toulouse dirigida por el marqués de Metaflorida Bernardo Mozo de Rosales, que desembocó finalmente en la Regencia de Urgell por medio de Don Joaquín de Ibáñez Cuevas y de Valonga, Barón de Eroles, marqués de la Cañada, capitán general del Ejército y del Principado de Cataluña, abogado, miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, Caballero de la Orden de Carlos III y de la Cruz Laureada de la Militar de San Fernando, comendador de la Orden de San Luis y oficial de la Legión de Honor del reino de Francia, guerrillero y vocal de las Regencias de Urgel y Madrid. El intento de este último por regularizar la guerra, resultó un completo fracaso, teniendo en cuenta que también en el bando realista se escinde en dos facciones, los ultras, o realistas puros, y los aperturistas, más moderados, aunque esto no fuera causa principal del fracaso de regularización de la guerra, la causa fue que las tropas estaba mal pertrechadas, carentes de bases, de mandos experimentados y de una auténtica instrucción militar.



En la imagen, el cuadro de Goya Duelo a garrotazos o la riña. Es una de las Pinturas negras que Francisco de Goya realizó para la decoración de los muros de la casa —llamada la Quinta del Sordo— que el pintor adquirió en 1819.  Esta pintura ha sido vista desde su creación (1819-1823) como la lucha fratricida entre españoles; en época de Goya las posiciones enfrentadas eran las de liberales y absolutistas. El cuadro fue pintado en la época del Trienio Liberal y del ajusticiamiento de Riego por parte de Fernando VII, dando lugar al exilio de los afrancesados, entre los que se contó el propio pintor. Por esta razón el cuadro prefigura la lucha entre las Dos Españas que se prolonga en el siglo XIX entre progresistas y moderados, y en general en las posturas antagónicas que desembocaron en la Guerra Civil Española.






Ateniéndonos a las referencias de algún historiador, podemos definir aunque no de una forma totalmente generalizada, esta guerra civil es un enfrentamiento entre el campo, y la ciudad, ya que el liberalismo es un fenómeno eminentemente urbano y patrimonio de la burguesía, aunque si bien resultaría erróneo decir que todos los ciudadanos de núcleos importantes de población piensan en liberal.



 Por el contrario, el campo mantiene con mayor apego la fidelidad a las viejas tradiciones, prueba de ello es que es en el medio rural donde el clero cumple un papel muy importante en el control de las mentalidades colectivas, debido al malestar por las medidas anticlericales tomadas por el liberalismo más reaccionario al final del Trienio Constitucional, y el fracaso de la política de desamortización eclesiástica que causaron gran malestar en la gente del campo, y en el propio clero en sí. Resumiendo lo que dio de sí esta guerra, podemos decir que el gobierno moviliza las exiguas tropas de que dispone por todo el territorio, pero la resistencia no deja de ser puntual. De esta manera, el centro está defendido por Enrique José O’Donnell, I Conde de La Bisbal (Donosita-San Sebastián, Guipúzcoa, 1776-Montpellier, Francia, 1834). Asturias y Castilla son territorios de Pablo Morillo, y Francisco Espoz y Mina (Idocín, Navarra, 1781-Barcelona, 1836) resiste en Cataluña. Pero esta contención pronto se manifiesta ineficaz, dejando el camino libre hasta Andalucía. El Gobierno y las Cortes recurrirán al cambio de sede que ya practicaran en la Guerra de la Independencia. Se declara incapacitado al monarca, quien es retenido en Cádiz, lugar donde acabarán refugiándose. En 1823, los dos bandos están agotados, y la guerra civil parecía ya endémica cuando de pronto, vino a cambiarlo todo una intervención extranjera.



Más que una revolución frustrada, podríamos definir el final de esta etapa como una derrota militar, de la que hablaremos en algún capítulo más adelante, y una represión política brutal. La propia diferencia entre los constitucionalistas que acabó en una división traumática, así como  una contrarrevolución interna, apoyada por sectores proclives al Antiguo Régimen y los campesinos perjudicados por las medidas liberales, así como el clero, unido a una creciente desconfianza de las clases propietarias de la burguesía que apoyaban al régimen liberal por la falta de profundidad y convencimiento en el mensaje contribuyeron al fracaso de la tentativa constitucional, falto de una administración efectiva en manos de funcionarios carentes de preparación. Se ha dicho que el carácter efímero de la Constitución de 1812 radica en su carácter excesivamente teórico y por su racionalismo utopista. Sin duda el articulado del texto es farragoso e incluso contiene contradicciones y no recoge una declaración completa de derechos, entre otros el derecho de reunión y de asociación, que fueron objeto de debate en las Cortes del Trienio y en la prensa. Aún así, es referente de libertad durante una época de absolutismo heredada de un Antiguo Régimen y arraigada en una sociedad acostumbrada a una tiranía secular, por lo que sería injusto sostener que aquellos liberales fueran todos malos políticos porque fueron incapaces de sostener y afianzar el constitucionalismo, sabiendo como hemos visto, el cariz de la fuerza que se encontraron en frente, pero también es justo decir que no se detuvieron a contar con el apoyo del pueblo llano, o por lo menos, de la mayor parte de la sociedad.


Merece la pena subrayar el papel de la masonería en esta época de revoluciones, levantamientos, pronunciamientos tumultos conspiratorios, a la que contribuyen los cuatro mil oficiales exprisioneros de guerra en Francia, donde habían asimilado las ideas políticas del liberalismo. Algunos habían ingresado en las logias militares masónicas. La Masonería fue, por supuesto, un canal de comunicación entre liberales y militares durante aquel periodo, y de un modo concreto en la fase conspiratoria del alzamiento de 1820, pero cabe aclarar que principalmente, no fuero esto los militares de carrera, como ya se ha explicado anteriormente en este mismo capítulo, resaltando, sobre todo, la masonería gaditana. También, como se ha visto ya, la masonería tuvo su papel dentro, incluso, de la propia Iglesia.


En el próximo capítulo, LA INTERVENCIÓN EXTRANJERA Y LA CAÍDA DEL RÉGIMEN LIBERAL.


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