EL FINAL DEL BAILE
Rogelio de Egusquiza.
El precioso vestido rosa rubor, entallado en la cintura, de corte largo y vuelo en los bajos, adornado elegantemente con rosas de diferentes tonalidades especialmente para la ocasión, dan el color a la imagen principal del cuadro, secundada por la figura masculina, elegante, en la que se adivina un pantalón de pinzas al uso, con camisa bordada y chaqueta de final de siglo abierta, de color oscuro, que da paso y figura a la exquisitez del vals cruzado, cuyo paso previo al giro de molinete, da elegancia a la posterior caminada normal, y luego también cruzada, primero de izquierda, derecha, y centro. A la derecha de la imagen, un conjunto floral que complementa la belleza de la imagen, en cuyo fondo, dos damas descansan retocando una de ellas el pliegue de su vestido, a la luz de una lámpara de mesa.
El presente trabajo revela al artista en el apogeo de su habilidad, tanto compositiva como estilísticamente. Vestida con el traje tradicional del siglo XIX, la pareja está representada bailando un vals, una danza popular de finales de siglo.
El artista combina la representación de una mujer elegantemente vestida con hermosas rosas y la atmósfera de la Belle Epoque.
Desde su visión de la sala, Egusquiza puede concentrarse no solo en los animadores en primer plano, sino también en lo que está sucediendo detrás de la escena. Como tal, el ojo del espectador se dirige hacia la parte posterior de la sala y más allá de la actividad detrás de las cortinas.
Los pies de la dama, casi
parecen flotar, y su torso, descansa en el masculino hombro, en el cual, apoya
al tiempo su brazo izquierdo, dejándose llevar en la nube de danza que escenifica
el sonido envolvente y embriagador, casi divino, del Vals número dos de Dimitri
Shostakovich.
Las luces y sombras, son
perfectas para la ocasión. El encanto que brinda el aroma de la música, y la
fragancia dulce y penetrante a jazmín de la dama, a cuyo vapor embriagador,
sucumbe el caballero en un éxtasis que le arropa a conducir los pasos, con la
dulzura y suavidad de un ensueño con la elegancia que requiere el alma al son
del compás, llenan la escena de esa plenitud de colores que sólo la imaginación
de los amantes es capaz de captar.
La tela suave y densa del
bajo femenino, vuela al viento del movimiento magistral de lado, como si de una
nube de pétalos se tratara, y el brazo derecho, suave como la seda del paño que
viste, se deja conducir por el sereno movimiento del izquierdo del caballero
embelesado por la música, y la belleza que atraviesa su alma, aferrada a él,
como si formaran un conjunto de una misma pieza de arte sublime.
La escena, en su
conjunto, se centra casi entre dos luces, al final de un salón que se entiende
repleto, y se adivina en un silencio, una frase, cuya tonalidad en do menor,
proporciona la elevada sensación que junto a los acordes de la música, dan ese
momento de magia a la escena, en la que el alma de los dos bailarines, alcanza su máximo esplendor.
Un movimiento de sístole,
y otro de diástole, intensifican si cabe el suspiro del alma que esperaba desde
un atardecer cualquiera en el tiempo, quizás la declaración de intenciones, la promesa,
la palabra de honor que diera comienzo al albor de la ilusión con el color de
las pinceladas limpias de un contacto de manos al son de una danza.
¿Quién fuera capaz, de
pintar el arte del sentimiento más profundo de la humanidad?, ¿quién fuera
capaz, de escenificar el arte de una baile de miradas sin mirar, y una
declaración escondida en su acorde perfecto?...Aquel quien, capaz de soslayar
la ilusión que lo conduce a la muerte fatal del romanticismo, es capaz de
adivinar con palabras, seguidas de frases, los efluvios de lo que el corazón,
sólo es capaz de sentir, al son de un sonido de vals.
Aingeru Daóiz Velarde.-